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María Zambrano en Morelia
La ciudad mexicana de cuyo nombre se acordó la filósofa al final de sus días
Liliana David 20/07/2021
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Conducirnos hacia un saber sobre el alma errante de María Zambrano, la dama peregrina, que inesperadamente pisó Morelia en 1939, esa ciudad mexicana que la pensadora inmortalizó en su discurso de recepción del Premio Cervantes en 1988, fue la invitación que, como una huella imborrable, dejó para que pudiéramos seguirla por los caminos que la llevaron un día a aquella “ciudad preciosa, muy dorada y que le había recordado levemente a Salamanca”, como ya había escrito de puño y letra en una de sus epístolas, dirigida el 6 de julio de 1939 al periodista estadounidense Waldo Frank, quien entonces radicaba en Nueva York.
¿Qué motivos encendieron la suave llama del recuerdo en esta filósofa al evocar Morelia, capital de las tierras michoacanas, en donde Vasco de Quiroga había fundado el Colegio de San Nicolás en 1540, antecedente de la hoy conocida Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH), la máxima casa de estudios del Estado, anclada en un lejano paisaje de México y donde la pensadora publicó la primera edición de su obra Filosofía y Poesía? ¿Habrá sido la nostalgia de una época de su vida en la que realmente fue feliz? ¿Acaso un gesto como el que invadió al ciudadano Kane cuando recordó su trineo Rosebud como signo de una tierra añorada? No. La felicidad no había sido una palabra que apareciera en la pensadora española tras el exilio. Todo lo contrario. Había comenzado un peregrinaje en el que arrastraría consigo el sentimiento de la derrota republicana española, del fracaso, del cual finalmente brotaría la posibilidad de un renacimiento intelectual y vital más completo.
En Morelia pasó apenas nueve meses, un periodo breve en comparación con los años que vivió en París, Roma o Ginebra, y que no habrá de significar mucho para quienes apenas han dedicado tres líneas a ese episodio de su biografía. Sin embargo, cualquiera sabe que nueve meses pueden ser los más significativos para la gestación de una vida y, en efecto, María Zambrano también empezaba ahí su nueva vida, pero en el destierro. Lejos del fuego de la guerra –aunque, por dentro, su espíritu ardiera en llamas–, había comenzado para esta mujer un éxodo que le provocaría una íntima y profunda desolación. Sin embargo, fue la expatriación la que le permitió desplegar todo su genio creativo, el acicate productor de una obra monumental, de una pluma tan profunda y sensible como implacable. “No sería la misma escritora si no hubiese sido sometida a esta dura prueba personal, moral y política. Muchas de sus páginas escritas son confesionales, autorreflexivas y tienen el tono de una filosofía intimista, pues ella se confiesa en todo lo que escribe”, dice Víctor Manuel Pineda Santoyo, profesor de filosofía de la UMNSH y primer promotor en su cátedra del pensamiento de Zambrano, a quien entrevisto para seguir las huellas de la mujer filósofa y escritora errante.
A las aulas de la Universidad Michoacana, que en aquellos años era todavía el Colegio de San Nicolás, había llegado un día María Zambrano. Por azares o designios, tras la muerte del marxista argentino Aníbal Ponce, otro exiliado que había buscado cobijo en México e impartido clases en la misma institución, quedó vacante un puesto docente. Esa plaza la ocupó la intelectual española, de quien se esperaba, según me relata Pineda Santoyo, que impartiese su cátedra en torno al pensamiento marxista: “Los exiliados prejuzgaban que debían ser militantes comunistas, pero Zambrano no lo era. En consecuencia, los temas que ella desarrollaba en clase no tenían nada que ver con los tópicos que anteriormente había abordado Aníbal Ponce. En aquella época, el Estado mexicano había proclamado la oficialidad de la educación socialista, por lo que en ese contexto político seguramente hubo un desencanto de las autoridades universitarias y, en particular, del entonces rector, Natalio Vázquez Pallares, con lo que la profesora Zambrano hizo bajo su breve magisterio. Ella hablaría en esas clases de los griegos, los místicos españoles, filósofos y poetas de su cultura popular que tanto le preocuparon a lo largo de su vida”.
Como el marxismo era la doctrina hegemónica en la izquierda internacional, se esperaba que María Zambrano diera su cátedra en esos términos. Sin embargo, afirmándose en la independencia de su carácter y también reflexión, la pensadora, en lugar de hablar de Marx, se había inscrito más bien en la tradición demócrata republicana al estilo de Maquiavelo o de Spinoza. “La palabra democracia colegiada, como una deliberación colectiva, es a lo que se aproximan las fuentes intelectuales y políticas de María Zambrano, una demócrata que entiende el papel instituyente de la razón. Creía en la instauración de la educación, de las reformas sociales que consideraba esenciales en España para poner en marcha un programa de ilustración a gran escala. Todo eso me parece que no está recogido en lo que podemos llamar un programa comunista. El pensamiento político de Zambrano no se alinea tanto con la tradición de ciertos liberales ingleses clásicos como con el pensamiento spinoziano”, sostiene el profesor.
Al escenario del exilio de María Zambrano se sumaba, pues, la difícil situación que atravesaba su hermana, que nunca trabajó, y su madre enferma que no podía viajar
Nueve años antes de su destierro, en 1930, María Zambrano había comenzado a trabajar en su tesis doctoral La salvación del individuo en Spinoza, que no logró acabar, como tampoco concluyó su anunciada obra de 1939, La breve historia sobre la mujer. Así lo subraya también en nuestra entrevista la profesora Guadalupe Zavala, encargada del más reciente número de la revista Devenires, una publicación de la UMNSH, que apareció el 15 de julio de 2021 con el título “Una vida compartida. Correspondencia de María Zambrano y sus destinatarios”. “Ella tenía que trabajar para ganarse la vida publicando artículos –refiere Zavala– así que un primer texto de esa obra que apenas empezó en Morelia (La breve historia sobre la mujer) fue enviado a su amigo Waldo Frank con la intención de que este lo publicase en el semanario The Nation, con el fin de obtener más recursos y de hacérselos llegar a su hermana y su madre, que se habían quedado en París”.
Al escenario del exilio de María Zambrano se sumaba, pues, la difícil situación que atravesaba su hermana, que nunca trabajó, y su madre enferma que no podía viajar. Por este motivo, la entonces profesora de filosofía del Colegio de San Nicolás entregaba una parte de su sueldo a su familia, lo cual recrudeció aún más ciertas privaciones económicas que la pensadora se vería obligada a afrontar a lo largo de toda su vida. De hecho, en una epístola escrita desde Morelia el 8 noviembre 1939 y dirigida a Waldo Frank, María Zambrano da cuenta de su dramática situación: “Las condiciones en que vivimos son angustiosas […] Todo es terriblemente duro y amargo […] Todas las mañanas, hago esta oración que he inventado: ‘Dame, Señor, la fuerza y la gracia del pájaro que sólo necesita del aire y de las alas’”.
Tal era la desolación con la que escribía María, confesando un sufrimiento que apenas lograba aliviar por medio de sus clases en la Universidad Michoacana, institución educativa de la que sería la primera mujer filósofa en pisar el aula. Pudo tener también un contrato laboral con uno de los salarios más altos de aquella época y se mantuvo al frente de su cátedra a la par que ofrecía conferencias y escribía artículos para diversos periódicos y revistas. En México, publicó en la revista Taller, que entonces dirigía el escritor mexicano Octavio Paz, quien sería uno de sus más importantes interlocutores a nivel intelectual, pese a la juventud que gozaba entonces el futuro Premio Nobel.
Pero fue durante esa breve estancia en Morelia, donde a la vez que experimentó un profundo sentimiento de desolación, pudo distanciarse por un breve periodo de sus propias perturbaciones y fantasmas para dedicarse por entero a concluir su obra Filosofía y Poesía, el libro sobre el cual ella misma dijo que se hallaba el tema central de su espíritu, la esencia de su vida. Por otro lado, el inquietante hastío, el constante malestar consigo misma, finalmente, la empujarían a continuar su destierro en Cuba. Ni el apoyo de sus amigos, como el que le brindó la pintora Maruja Mallo, por quien había llegado a México, o de Alfonso Reyes, con quien intercambió varias cartas; ni la consolatio animi que buscó ocasionalmente asistiendo a los cines de Morelia, lograron ampararla de las profundas heridas provocadas por la guerra, por la derrota, por las pérdidas familiares y todas las contradicciones internas que experimentó a su llegada a Morelia.
El ave Zambrano migró a Cuba junto a su esposo Alfonso Rodríguez Aldave, dejando tras de sí el cálido otoño que cubría los rincones de aquellos paisajes michoacanos, tierra de lagos y verdor en donde alguna vez se había erigido (en Tzintzuntzan) el Imperio de los llamados tarascos, mejor conocidos en México como p’urhépechas. Fueron aquellos pobladores originarios, que los mexicas nunca habían logrado doblegar, los que protagonizaron el encuentro con Don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán, sobre quien María Zambrano escribió en una carta dirigida al filósofo español Agustín Andreu en 1974, contándole cómo durante su misión en aquellas tierras, “tata Vasco” (como así lo llamaban los indígenas) había sido enviado a explicarles el catecismo y el español.
En Morelia y en algunos otros rincones de Michoacán, todavía se cuentan anécdotas de María, en cuyo retrato se dibuja a una mujer a la que también le gustaba provocar con su actitud liberada, ya que en algunas de sus conferencias mostraba el repetido gesto de levantarse la falda como un acto de rebeldía. “Ella era una feminista que nunca se autoproclamó como tal –dice la profesora Zavala–. Fue conocida como una de las sin sombrero, junto a sus amigas, grandes mujeres también; entre ellas, Concha Méndez o Maruja Mallo”. Todas ellas habían comenzado a reivindicar desde España un incipiente feminismo, tema sobre el que se encuentran reunidos varios de sus textos bajo el título La aventura de ser mujer. Precisamente, en ese volumen se encuentra el artículo “Eloísa o la existencia de la mujer”, que apareció por primera vez en la revista Sur, una publicación a la que pudo haber tenido acceso la filósofa francesa Simone de Beauvoir, inspirándose en él para su famosa obra El segundo sexo. Tal posibilidad queda sugerida por un comentario de la escritora y amiga de María Zambrano, Rosa Chacel, como lo refiere la profesora Zavala Silva quien, nuevamente, aporta importantes pistas para seguir el rastro de una mujer cuya aventura apenas comenzaba a alborear en Morelia. Allí vivió días también dramáticos, hubo noches en que se confesó a punto de caer en la locura ante la doliente nostalgia por una España perdida.
Así fue el periplo errante de María Zambrano, semejante al de Don Quijote; pero, a diferencia de este, que borró de su memoria un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse, la pensadora española más importante de los últimos tiempos no pudo olvidar, ni en los días más cercanos a su propia muerte, aquel lejano y hermoso lugar por donde alguna vez caminó, dejando su huella: Morelia, aquella ciudad mexicana en la que un día se encontró de pronto rodeada de jóvenes alumnos a quienes pudo hablarles, por medio de la razón poética, de una Grecia rediviva, del nacimiento y la experiencia insobornable de la libertad humana.
Conducirnos hacia un saber sobre el alma errante de María Zambrano, la dama peregrina, que inesperadamente pisó Morelia en 1939, esa ciudad mexicana que la pensadora inmortalizó en su discurso de recepción del Premio Cervantes en 1988, fue la invitación que, como una huella imborrable, dejó para que pudiéramos...
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Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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