fútbol
Messi, los nietos y los ‘next generation’
Aquel adolescente, y luego este adulto, proclamó la primavera. No sólo hizo fútbol, sino metafútbol, algo no visto nunca antes, y que consiste en recrear goles imposibles, ya ocurridos, observados en la infancia por Messi
Guillem Martínez 6/08/2021
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La primera vez que vi jugar a Messi fue desde la tribuna de prensa del Camp Nou y en lo que sería su primer partido oficial con el primer equipo del Barça en aquel campo, cuando salió, con el partido avanzado. “Ara sortirà un nano que és una meravella”, me dijo Ramón Besa, jefe de deportes en El País. Fue un lujo trabajar para ese hombre. Y fue un lujo que, aquel día, Ramón dejara de mirar el partido, copado, como siempre, por la tensión y por la lectura del juego, para hacer algo inusual. Girarse, sonreírme de oreja a oreja, y dirigirme la palabra: “Ahora saldrá un chico que es una maravilla”.
El resto ya lo saben. Messi, aquel adolescente, y luego este adulto, proclamó la primavera. No sólo hizo fútbol –una especie de ballet, que crea la felicidad instantánea con dos, tres, cuatro segundos de genialidad inesperada; eso, que es poco, es mucho; hay pocas cosas en la vida parecidas, pero siempre transcurren en habitaciones, no en estadios–, sino metafútbol, algo no visto nunca jamás anteriormente, y que consiste en recrear goles imposibles, ya ocurridos, observados en la infancia por Messi. Como el mejor, y el peor gol –el de la mano de Dios– de Maradona/la Historia. O como el penalti absurdamente bello e incomprensible de Cruyff en el Ajax. Estos ojos, que se comerán los gusanos, los vieron. Y fueron felices. Después de cada partido, con la crónica hecha, lo que crea un estado eufórico y, a la vez, placentero, siempre me daban ganas de telefonear a mi padre y explicar que los buenos habían vuelto a ganar a los malos, a pesar del árbitro y a golpes de genio. El fútbol sirve para eso. Para hablar con tu padre. Incluso, como era el caso, cuando tu padre está muerto.
Messi era el vértice de la pirámide de Cruyff. El mejor jugador del mundo en un club que lo consideraba una pieza fundamental. Su salida del Barça es el fin del cruyffismo
La singularidad de Messi eran dos. Una era su singularidad. A secas. Proseguirá, intacta, en cualquier club. O, incluso, en su casa. La otra era que encajaba con el equipo platónico de Cruyff. Un Barça ideal –frecuente y sostenible por años–, en el que jugaba el mejor jugador español, el mejor catalán y el mejor del mundo. “Tiene que haber también un vasco”, decía Cruyff, “porque un vasco se lleva al equipo de vinos, y eso hace equipo”. Messi –introvertido, lo contrario a un vasco– era el vértice de la pirámide de Cruyff. El mejor jugador del mundo en un club en el que el cruyffismo, esa disciplina de la ingeniería y de la alegría, lo consideraba una pieza fundamental. Su salida del Barça es el fin definitivo –lo definitivo no es siempre, pero sí son muchos años– del cruyffismo en el Barça. Si entendemos el cruyffismo como autogestión del vestuario, transparencia en las fichas, chanchulleos moderados y tabulados, inteligencia colectiva para encontrar a los mejores antes de que lo sean o de que lo sepan, un patrón de juego extremadamente técnico, en las antípodas de la furia española esa, astucia y la presencia del mejor español, catalán y planetario, el cruyffismo desapareció hace tiempo. No existía ya hace un año, como mínimo, cuando Messi utilizó un burofax para anunciar que se iba. Pitando.
En esa época el Barça ya era la Constantinopla que se describe en el Tirant lo Blanc. Algo que fue grande, pero copado por la decadencia, paralizante. Una decadencia más amplia que el Barça, líquida, y que afectaba ya a grandes regiones de la sociedad. Los nietos –por establecer un parentesco, quizás más lejano– de una raza de fabricantes, que aprovecharon proteccionismo, ejército, policía, Estado y oportunidades para fabricar riqueza, arquitectura, un mundo, una Constantinopla, vivían de la venta del patrimonio recibido –los grandes negocios catalanes de las últimas décadas son, de hecho, ventas– y eran ya seriamente incapaces de gestionar un autogobierno, una pandemia, o un club de fútbol. En el caso del Barça, la pandemia acrecentó la ruina en la gestión de una máquina, que se llegó a creer que podía funcionar sólo con autoridad y con dinámicas decadentes. Laporta –un nieto, si bien con originalidades exóticas en la plaza: carnal, cruyffista, echaopalante– intentó revertir la dinámica en el club. Al menos nominalmente, nombrando a Messi, asegurando esfuerzos vitales para su renovación. Esta semana, en ese sentido, han pasado dos cosas raras. Una, ya la saben, es el anuncio –ojo, del club, de Laporta– de que no va a haber renovación de Messi. “Nadie estaba preparado para una rendición tan rara”, ha escrito Ramón Besa. “El fútbol se lee con los ojos de Cruyff”, decía Romario, y Besa tiene esos ojos. Los nietos se han rendido, después de arruinar, como mínimo, un club. La otra cosa rara nos supera. Es la época, esa cosa difícil de leer en tiempo real, y que cayó de golpe esta semana. Plof. El fondo de inversión CVC –un fondo de inversión es esa cosa a la que le pides fuego y te lo da, pero te acaba costando un cartón de Marlboro– adquiría el 11% de La Liga.
Ese 11% supone, a ojímetro, unos 2.700 millones de euros, que serán repartidos, proporcionalmente y por determinados criterios, entre los clubs. Son una suerte de Next Generation, con los que paliar a unos clubs muy tocados por la covid. Los paralelismos con los Next Generation son más. El fútbol, los clubes y La Liga son organismos oscuros, con sus dinámicas oscuras asumidas con normalidad, como el Estado. Y los fondos que ofrece La Liga, vía CVC, son préstamos a bajo interés, a devolver en 40 años. Y, otro paralelismo, no son fondos de libre disposición. La Liga, esa Comisión, limita sus usos. El 70% de lo recibido por los clubes va para infraestructuras, ese eufemismo en el Sur. Un 15% al pago de deuda. Y el otro 15% va a fichajes. Al Barça, el equipo más beneficiado, le tocan unos 250 millones. El 15% disponible para fichajes supondría menos de 38 millones. Messi cobraba unos 71 millones por temporada en su último contrato. Netos. Es decir, cerca de 140 brutos. No hay de eso hoy. No se puede. No se llega. Un club que era capaz de satisfacer esas obscenidades, hoy es incapaz de soñarlo.
Los nietos, arruinados, intervenidos, solo pueden buscar culpables. Y llorar. Y, paralelamente, volver a intentar una Superliga en 18 meses. No la descarten. El capitalismo, esa estafa piramidal, tarde o temprano permite construir otra pirámide, cuando la utilizada se cae a trozos.
Se sabrá más y en breve, o no, de la marcha de Messi. Pero su salida explica el nuevo mundo poscovid, seriamente tocado. Un mundo nuevo y por dibujar. Y también –habrá que verlo y comprobarlo– una sociedad, un país, un Estado. Y, lo dicho, un mundo.
La primera vez que vi jugar a Messi fue desde la tribuna de prensa del Camp Nou y en lo que sería su primer partido oficial con el primer equipo del Barça en aquel campo, cuando salió, con el partido avanzado. “Ara sortirà un nano que és una meravella”, me dijo Ramón Besa, jefe de deportes en El...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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