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Eso es lo que flotaba en la atmósfera del Metropolitano al concluir el partido. La frustración de los que solamente se llevaban un empate después de haber hecho un excelente partido de fútbol y la frustración de los que decían adiós a una victoria imposible, que se escapaba al final por una especie de meme. Dicen que después de episodios de agotamiento o frustración el ser humano suele reír o llorar. Yo en esto quiero ser como Kurt Vonnegut, que decía que él siempre prefería reír porque así había menos que limpiar después.
Y creo además que el conjunto de Simeone tiene más motivos para reír que para llorar. Después de ese frustrante empate que les priva de encabezar la clasificación liguera durante el (infame) parón de selecciones que se avecina, la sensación que dejan los rojiblancos es la de un equipo reconocible y bastante alejado de esa versión pesudo-estival de las jornadas anteriores. Un equipo plagado de variantes, creíble, que sabe a lo que juega y cuya propuesta resulta verdaderamente sugerente. Y sé que esto es algo que no se destacará en la mal llamada actualidad deportiva, esa que destierra a las esquinas proscritas de internet cualquier conclusión, deportiva o no, que se aleje del fast food con acento francés del que pretenden vivir, pero es así.
Tengo dudas de si el planteamiento de Emery fue el que vimos durante el partido o si esa versión rácana y fea (por qué no decirlo) que mostró el vasco fue consecuencia del vendaval de fútbol que, especialmente durante la primera parte, desplegó el equipo madrileño. Con un medio campo que huele francamente bien (Koke-Lemar-Llorente) y dos carrileros que empiezan a entonarse (Trippier-Carrasco), el Atleti se adueñó del balón para hacerlo circular con velocidad y mucho dinamismo. Saltando la línea de presión a base de juego al primer toque, con la verticalidad de los que huyen de la especulación y con la alegría de los que se sienten confortables en un sistema que les permite inventar. Lemar se erigió en mariscal de campo y durante más de 20 minutos vimos una versión maravillosa de lo que puede ser este Atlético de Madrid.
El Villarreal, incapaz de robar el balón o de contrarrestar el empuje rival, entendió que su supervivencia pasaba por bajar (o romper) el ritmo del partido. Una opción muy lícita que llevaron hasta los límites del reglamento, que es el terreno en el que tiene que actuar el señor colegiado. Y ahí se acabaron las alegrías.
Leía hace poco una estadística que destacaba a la Liga española como la peor de entre todas las grandes ligas europeas en lo que respecta a juego efectivo. Supongo que no existe una única causa para explicar un dato tan bochornoso, pero es evidente que el arbitraje supone un factor crítico. Mientras el Atlético de Madrid intentaba plantear un partido con el ritmo y el nervio de la Premier (o de la Champions) el árbitro lo impedía con su exceso de protagonismo, permitiendo las pérdidas de tiempo del rival y penalizando cualquier contacto por miedo a perder los papeles. Y no creo que sea un problema de equipos (seguro que Atleti y Villarreal han intercambiado los papeles en algún otro momento), sino de una escuela de arbitraje mediocre, autocomplaciente y excesivamente temerosa de las regañinas de Matrix.
Carrasco, Correa, Trippier y especialmente Lemar se toparon con un Rulli que en mitad de su particular teatrillo tuvo tiempo de intervenir deportivamente en favor de su equipo. Gracias a ello, la primera parte terminó con empate a cero, aunque antes hubo una jugada que también pudo ser crítica. En el campo me pareció un choque entre dos futbolistas que entraron con todo después de varias jugadas (frustrantes) que el árbitro no había sabido atajar (como un pisotón a Carrasco dentro del área, por ejemplo). En la repetición lo que veo es una entrada muy fea de Correa que perfectamente podría haber sido tarjeta roja.
Y la desidia acabó triunfando sobre el fútbol en la segunda parte. La creatividad colchonera se fue apagando con las fuerzas de sus jugadores (de Lemar, especialmente), la acumulación de jugadores del Villareal y lo a gusto que se sentía el colegiado cuando el balón no corría por el césped. En esas llegó un buen contraataque del Villarreal. Un buen balón metido a la espalda del carril izquierdo madrileño, uno de sus talones de Aquiles, que Carrasco defiende en blando y que acaba en los pies de Trigueros. 0-1 y pequeño drama en la grada, que mascaba la frustración que provoca el sentimiento de injusticia.
Pocos minutos después, Llorente aprovechó un error (infantil) de la zaga castellonense para hacer que el balón llegase a las botas de Luis Suárez y que éste se entrenase como goleador rojiblanco en un estadio con público; pero Savic y Giménez devolvieron el favor a pocos minutos del final, invitando a los de Emery a marcar su segundo gol (Danjuma).
Y todo parecía sentenciado cuando un balón rifado de Saúl en el último minuto acabó en un extraño cabezazo de Mandi, que despistó a Rulli y que acabó en autogol. Emery reclama la responsabilidad de ese error (no sé bien por qué), pero hay otros que simplemente se lo achacan a la diosa justicia.
Lo dicho: un empate frustrante que deja un extraño sabor dulce entre los colchoneros. Uno que no sé si invita a soñar, pero sí al menos a sonreír. Hagámoslo hasta dentro de quince días.
Eso es lo que flotaba en la atmósfera del Metropolitano al concluir el partido. La frustración de los que solamente se llevaban un empate después de haber hecho un excelente partido de fútbol y la frustración de los que decían adiós a una victoria imposible, que se escapaba al final por una especie de...
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