Crónicas de pánico y circo (y VI)
Trabajos de amor perdidos
Cuando empezamos a vislumbrar la desescalada, comprobamos que debajo de los adoquines, en nuestras ciudades, no se escondía la arena sino algo mucho más hermoso: había vegetación, flores y hierba
Silvia Cosio 19/08/2021
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Mi confinamiento fue una mierda. No aprendí nada nuevo ni me conocí a mí misma. Un día hice un bizcocho después de ver en redes la cantidad de gente que se ponía a hacer su propio pan y experimentaba con la cocina, pero no me gusta cocinar, prefiero comer, así que al final solo me encontré más frustrada, con la cocina perdida y un bizcocho mediocre que no estaba a la altura del alardeo en Instagram. Sí es cierto que hice mucho yoga pero echaba terriblemente de menos a mi profesora y, sobre todo, poder hacerlo en el parque. No fui capaz de leer nada nuevo y tuve que recurrir a Jane Austen y adelantar mi relectura anual de El fin del desfile para no desesperar. Un día puse la tele y salió un general lleno de medallas diciendo algo así como que cada día de pandemia era como un lunes, así que ese lunes era un lunes como ninguno; al principio pensé que había puesto TCM por error y estaban dando la versión del director de Teléfono Rojo pero, por desgracia, aquello era una rueda de prensa real de la España pandémica. Volví a verme todos los episodios de Sobrenatural, mi serie fetiche para los malos momentos, y puede que agotara todos los documentales que en el mundo han sido sobre la Segunda Guerra Mundial. También me corté el flequillo, con horrible resultado. Y eso que era afortunada. Me quedé atrapada en casa con gente a la que quiero y que también me cae fenomenal. Nunca tuve miedo a quedarme sin un chavo porque mi pareja cobró su salario puntualmente. Mi casa, aunque no muy grande, es agradable, está bien acondicionada, es luminosa y nos permitía un cierto grado de intimidad a cada uno de los tres. Vivo rodeada de libros, con buena conexión a internet y varias plataformas de streaming. Mantuve el contacto con mis amigos y amigas y hasta algún domingo tomamos el vermut, vía Zoom. La situación política, para más desespero, era un verdadero desastre: la derecha, como siempre, tratando de desestabilizar ahí donde se necesitaba cooperar y la izquierda, muda porque cualquier crítica al manejo de la pandemia se podía interpretar como que te ponías del lado de los fachas. Y luego estaba lo de los balconazis, esa gente. Pero hubo momentos de auténtica diversión, no os voy a engañar. Toda esa gente, con Zizek (and so on and so on) a la cabeza, convencidos de que el confinamiento marcaba el final del capitalismo –el tipo sacó un libro y todo en pleno encierro– mientras se pedían montones de cosas a Amazon, que te dejaban religiosamente a la puerta de casa repartidores anónimos a los que no hacía falta que les abrieras para darles las gracias, no te fueran a contagiar. No, no voy a recordar esa época de mi vida como algo positivo, estaba enfadada y frustrada y asustada y, por primera vez en mi vida, sin un horizonte claro. Sin embargo, hubo un instante, un momento breve y luminoso en el que llegué a pensar, y no fui la única, que era posible reconducir el mundo y provocar un cambio verdaderamente revolucionario y vital.
En el verano de las vacunas, las esperanzas de los gobiernos descansan en replicar el modelo de turismo depredador que ha arrasado nuestras costas
No es la primera vez que el mundo intuye que es posible cambiar el rumbo, ser mejores. Puedo imaginarme lo que muchos sintieron cuando vieron una imprenta por primera vez, todo el conocimiento, todo lo que se había escrito alguna vez, al alcance de la mano de cualquiera, gracias a una máquina sencilla y un montón de tablas metálicas con letras grabadas, hasta que la Iglesia y los reyes comenzaron a prohibir libros y a quemar lectores. La Reforma protestante permitía que Dios nos hablara sin intermediarios y denunciaba el boato y la corrupción de la Iglesia católica, hasta que los protestantes demostraron que eran tan intransigentes como los católicos y que compartían la misma querencia por mandar a todo a aquel que pensara diferente a la hoguera, como Miguel Servet tuvo la desgracia de comprobar. Durante el siglo XVII los avances de la ciencia desenmarañaban un mundo cuyo origen y funcionamiento ya no dependía de Dios, pero el juicio a Galileo dejó claro que la autoridad religiosa y política no se dejarían desbancar por la ciencia. Los ilustrados pensaron que la Razón podía guiar nuestros pasos hasta que Europa se anegó en un mar de sangre y guerras. Aquellos que vieron caer Berlín, en mayo de 1945, pudieron llegar a soñar un mundo en el que el odio y el fanatismo quedaban desterrados, hasta que Hiroshima les hizo abrir los ojos.
Cuando empezamos a vislumbrar la desescalada, comprobamos que debajo de los adoquines, en nuestras ciudades, no se escondía la arena sino algo mucho más hermoso: había vegetación, flores y hierba. Descubrimos que compartíamos espacios urbanos también con la fauna salvaje, que las calles no tienen porqué oler a gasolina, que hay silencios que son esperanzadores y que las emisiones de CO2 a la atmósfera no son un fenómeno natural inevitable, que se pueden reducir drásticamente. Una pequeña epifanía colectiva, una confirmación de que todavía estábamos a tiempo de revertir el cambio climático. En un país en el que unas 44.000 personas mueren al año a causa de la contaminación, un 11% de los decesos totales, nos despertamos ante un mundo un poco más limpio, un poco más lejos del desastre. Incluso la UE, esa máquina burocrática de lentitud exasperante e intereses dudosos, parecía estar de acuerdo con la necesidad de cambiar de rumbo.
El informe de la ONU sobre el cambio climático establece tres evidencias científicas: 1) que el cambio climático es real y generalizado, 2) que es consecuencia de las acciones del ser humano y 3) que los episodios de clima extremo y catástrofes naturales que estamos viviendo son consecuencia del cambio climático, y que son solo el principio de lo que nos espera. No tenemos mucho tiempo. Pero, pese a las promesas iniciales sobre los fondos europeos y la necesidad de adaptar nuestras economías a un mundo más sostenible, menos suicida, todo parece indicar que seguimos recorriendo el mismo sendero hacia el desastre. No es solo que el acuerdo para la ampliación del aeropuerto del Prat nos anuncie que, una vez más, el dinero de Europa se dilapidará en los de siempre y en lo de siempre, es que una mirada un poco atenta a nuestras ciudades nos dice que no hemos aprendido nada. Las grúas vuelven a erguirse como testigos de que volvemos a apostar por un desarrollo urbanístico insostenible y especulativo. Los niveles de contaminación de las ciudades vuelven a ser críticamente dañinos. Los gobiernos lo apuestan todo por el crecimiento económico descontrolado. En el verano de las vacunas, las esperanzas de los gobiernos autonómicos y locales descansan en replicar el modelo de turismo depredador que ha arrasado nuestras costas y degradado municipios enteros. Sin pedagogía institucional y sin políticas verdaderamente comprometidas contra el cambio climático, la ciudadanía se encuentra huérfana de ejemplo y difícilmente estamos dispuestos a cambiar hábitos de comportamiento y consumo cuando las instituciones y las grandes empresas se niegan a comprometerse.
Los incendios en Grecia, en Turquía, en California o en Australia, las inundaciones en Alemania, las olas de calor mortales o las tempestades que paralizan capitales nos indican, de forma poco sutil, que se nos está acabando el tiempo. “Siempre ha habido incendios e inundaciones”, farfullan los cínicos. Siempre han caído meteoritos, dijo el brontosaurio.
Mi confinamiento fue una mierda. No aprendí nada nuevo ni me conocí a mí misma. Un día hice un bizcocho después de ver en redes la cantidad de gente que se ponía a hacer su propio pan y experimentaba con la cocina, pero no me gusta cocinar, prefiero comer, así que al final solo me encontré más frustrada, con la...
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Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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