Crónicas partisanas
Noli me tangere
Detrás del asalto a los cielos hay personas, muchas, no siempre agradables, pero ni tan viscosas ni tan repugnantes como a veces las imaginamos desde el altiplano de la teoría política
Xandru Fernández 27/09/2021
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Mi santo favorito es San Julián el Hospitalario. Si yo fuera cristiano, es probable que lo hubiera escogido como mi santo patrón. Se dice que recibió la visita de un leproso en estado terminal y no temió abrazarse a él para darle calor y consuelo. No le repugnó hacerlo. O quizá le repugnaba y, con todo, venció esa repugnancia por amor al prójimo. Porque era su deber. Nadie le habría reprochado que se mantuviera al margen, que abandonara al leproso o le atendiera sin acercarse a él. Que teletrabajara la caridad. Pero se acercó, estuvo a su lado, lo rodeó con sus brazos y dejó que el leproso lo rodeara con los suyos. Era una época de sorpresas sobrenaturales, así que el leproso resultó ser Jesús. Pero eso San Julián no lo sabía mientras se abrazaban.
Pocas personas me parecen tan despreciables como las que evitan acercarse a alguien por miedo a la suciedad o al contagio. Entiendo que bajo ciertas circunstancias lo más recomendable es evitar el contacto físico para prevenir la propagación de una enfermedad. Y que hay heroísmos idiotas, naturalmente. Pero mantener a alguien a distancia tan solo por temor a mancharse o contagiarse me parece de una bajeza de espíritu sin parangón. Ya lo siento por todos esos abuelos que impidieron a sus nietos acercarse a ellos durante lo más crudo de la pandemia, o por todos esos padres que impidieron a sus propios padres abrazar a los nietos, incluso acercarse a una calle de distancia. Conozco el caso de unos abuelos que se ponían bajo el balcón de la casa del hijo y le rogaban poder ver a la nieta desde la calle. Rondalla covid. Quizá la temperatura moral ambiente los absuelva a todos, pero yo no.
Abrazar a un enfermo contagioso, no rehuir su contacto aun sabiendo que también tú puedes enfermar, es una forma de bondad para la que no nos preparan las éticas materiales. Ni las formales, si es que existen. En todo código se nos proponen formas etéreas de amor al prójimo, en las que resuena el noli me tangere del Evangelio, ese tópico de la pintura renacentista. De nuevo Jesús, rechazando el contacto de María Magdalena, a la que le suelta un desabrido “no me toques”. Ese salto de gigante entre el amor evangélico y el abrazo carnal: te quiero, eres mi igual, quiero que seas feliz, pero aparta tus sucias manos. No se puede ir a ninguna parte con esa actitud, salvo (como Jesús pretende en esa escena) al cielo, al más allá, donde viven los santos y las estrellas del rock. No hay convivencia terrenal que se pueda edificar sobre los cimientos del asco.
Sudamos, tosemos, nos rascamos. Y con eso hacemos comunidad, no con abstracciones. También en la política: cualquier alternativa real a la sevicia inclemente de las instituciones habrá que construirla con gente de carne y hueso, con todos los roces que eso implica. Los partidos, como las pandillas, como los matrimonios, se hacen con personas. Y uno no se va de copas ni se casa con quien se aparta, con cara de asco, cuando las cosas van mal. Con quien te vende, incluso, cuando van bien. Lo saben, lo sabían, los viejos militantes de la clandestinidad, cuando cuidarse era efectivamente quererse sin decirlo, sobreponerse al temor, sobrellevar el peligro a la detención, a la muerte, con orgullo de amigo. Por mucho que te amenazaran, no denunciabas a un compañero. Te tragabas el pánico o morías con él.
Hojeo el flamante libro de memorias de Íñigo Errejón, me asomo a su relato de las guerras civiles en Podemos. Sus páginas aún huelen a napalm. Es necesario enfrentarnos a nuestros recuerdos de aquellos años intensos, cuando el Régimen del 78 iba a saltar por los aires, ¿se acuerdan? La nueva política ha necesitado todo un invierno moral para comprender que, detrás del asalto a los cielos, detrás de las máquinas de guerra electorales y por debajo (y por encima) de los pactos de botellines, hay personas, muchas, con sus sudores y sus toses y sus eccemas, no siempre agradables, no siempre sufribles, pero desde luego ni tan viscosas ni tan repugnantes como a veces las imaginamos desde el altiplano de la teoría política. Ha costado aprender que ninguno de nosotros ha obtenido tantos triunfos como para permitirse el lujo de despreciar a nadie. Ojalá el noli me tangere vuelva a los cuadros del Renacimiento, de donde no debió salir nunca.
Mi santo favorito es San Julián el Hospitalario. Si yo fuera cristiano, es probable que lo hubiera escogido como mi santo patrón. Se dice que recibió la visita de un leproso en estado terminal y no temió abrazarse a él para darle calor y consuelo. No le repugnó hacerlo. O quizá le repugnaba y, con todo, venció...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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