MEMORIA
Una historia familiar de cuando Europa se desmoronaba
La autora de ‘No os recuerdo’ viaja al pasado para preguntarse por la relación de sus antepasados con la guerra y el régimen nazi
Laura Alzola Kirschgens 13/09/2021
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La periodista Laura Alzola Kirschgens, reconstruye en su primer libro la historia de sus abuelos maternos alemanes, quienes se cartearon durante cinco años, entre 1944 y 1949, cuando ni siquiera se conocían en persona. Él escribía desde el frente en la Segunda Guerra Mundial —y luego desde un campo de prisioneros soviético— y ella desde una región alemana devastada por los bombardeos. Alzola se pregunta por la relación de sus antepasados con la guerra y el régimen nazi; y explora cómo viaja la memoria a través de las generaciones.
Publicamos a continuación el fragmento inicial del libro.
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12 de agosto de 2018
Fuimos niños europeos de padres blancos. Lo sé ahora. Recuerdo que cruzábamos fronteras tranquilamente, desde el asiento trasero del coche. Dormidos, con el cierre de seguridad activado y la boca abierta, sin sobresaltos ni controles policiales. Tras cruzar Francia, ya en Bélgica, papá siempre tomaba la salida de la autopista justo después de Lieja. Mamá entonces nos despertaba con delicadeza para decir “hemos llegado” aunque aún quedasen los mejores veinte minutos del viaje. El aire entraba por las ventanillas bajadas. Olía a hojas mojadas, a tierra. Sonaban los grillos, era verano en Alemania. Nuestra madre reconocía las campas, las casas, las señales. Mi hermano Jon y yo esperábamos ver la gasolinera de la marca Esso, con un gran tigre hinchable en el tejado. Poco después aparecía la iglesia del pueblo y el coche rodaba unos metros cuesta abajo antes de detenerse frente a la casa que había sido de nuestros abuelos. El sonido del freno de mano era el punto final del viaje.
No sé si es más fiable la aplicación del móvil o un recuerdo de la infancia. Ayer casi no acerté con la salida de la autopista. Víctor y yo llevábamos doce horas turnándonos al volante y la noche era negra. Estábamos derrotados después de recorrer 1.500 kilómetros en coche.
El camino que une mis dos Europas, mis dos mitades, es una sucesión de autopistas punteada de áreas de descanso. En agosto se abarrotan de turistas desesperados con el tráfico, irritados con la cola del baño, molestos con el precio de la comida. Pero yo siempre vuelvo a aquellos viajes con nostalgia, cariño y bastante nitidez. Cuando mi padre estaba vivo y aún éramos cuatro, el viaje se convertía año a año en una aventura. Una excursión emocionante que comenzaba con varios días de llenar el maletero del coche. Pasaríamos un mes entero en Alemania, con los tíos y primos, escondidos en arbustos, haciendo casetas, jugando con los animales, jugando a ser animales, pintando las calles con tiza.
Ayer, al bajar de la autopista, esta vez de copilota, elegí el camino mirando fijamente la aplicación del móvil. Después levanté la vista y comencé a reconocerlo todo, como si no hubieran pasado diez años y no fuera la primera vez que me sentaba delante en el coche durante los últimos kilómetros. Aparcamos frente a la casa. Freno de mano. La verja de madera incrustada entre arbustos crujió, como siempre. Escuchamos el sonido de las gallinas y de los gansos al entrar al jardín. Como siempre. Nos vieron, con el cuello estirado y los ojos abotonados. Nos miraron fijamente. Pensarían que éramos forasteros, aunque no lo fuéramos. Yo no.
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El olor de la casa de mis abuelos —y después de mucha gente, y ahora de mis tíos— ha dejado una huella duradera en mi memoria. Desde la planta del sótano sube un ligero olor a humedad. Huele la madera del parqué viejo, la máquina de café en la cocina, el jardín al otro lado de la ventanita del baño, casi siempre abierta, tapada por el helecho que recorre las fachadas. Mi tío y su familia anunciaron su llegada para hoy. Ayer fue mi otra tía, que vive cerca, en el mismo pueblo, quien nos abrazó, abrió la puerta de la casa y dio las llaves. Había preparado algo de cenar y hecho las camas. Como en los viejos tiempos, pensé.
Hoy, al despertar, he recorrido una parte de la casa. La cocina, el salón, las habitaciones. En el despacho lo he visto: en el lomo de uno de los muchos clasificadores que guarda mi tío pone Familiengeschichte: historia familiar. Ha sido una casualidad. Los primeros rayos de sol iluminaban la estantería a la altura de mis ojos. Y ahí estaba el archivador. Contiene papeles metidos en fundas de plástico: textos de más de veinte páginas tecleados a máquina, folios acartonados y amarillentos manuscritos con tinta desvaída, recortes de periódico antiguos y documentación administrativa.
Algunos de los papeles son informes con el encabezado del Archivo Federal alemán. El corazón me ha latido más rápido al descubrirlos. Fueron expedidos en los años noventa. Están relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Registran la trayectoria de cuatro soldados que llevan mis apellidos. Uno de los documentos detalla en qué puntos del mapa estuvo cada uno durante la guerra: los ascensos, los cambios de destino. Siempre lo he sabido: mi abuelo y los tres hermanos de mi abuela fueron soldados. Pero me estremezco igualmente al leer los documentos.
La periodista francoalemana Géraldine Schwarz también encontró archivos almacenados en el sótano de su casa familiar en la ciudad alemana de Mannheim.
Después, investigó a su familia y escribió un libro titulado Los amnésicos.
Su abuelo no fue soldado ni ocupó una posición de poder dentro del sistema nazi, pero en 1938 se aprovechó de que los judíos estuvieran obligados a malvender sus negocios. Ella lo describe como un Mitläufer, una palabra muy alemana. Mitläufer es quien sigue la corriente. Quien no participa activamente pero termina convirtiéndose en cómplice de prácticas e ideas criminales por apatía, conformismo, oportunismo.
—También hay cartas, ¿sabías? —me ha dicho mi tío hoy, cuando le he contado el descubrimiento de los documentos.
La imagen que tengo de mis abuelos es de segunda mano. Mi madre nos contó cómo eran, qué hacían, qué les preocupaba. Que se conocieron en la guerra a través de cartas. Sin verse, sin tocarse. «Los puso en contacto un amigo, o una amiga… no estoy segura», recuerdo que nos dijo alguna vez.
Ni mi madre ni mi hermano ni yo sabíamos que pudiéramos leer las cartas gracias a las que estamos todos aquí. Ni que mi tía las hubiera conservado, ni que ahora las tuviese su hermano.
—Quería hacer algo con ellas, transcribirlas, escanearlas, pero no he tenido tiempo.
Tiempo.
La primera carta es del 29 de abril de 1944, unos cuatro años y medio después de que empezara la guerra. Entonces, mi abuelo tiene 29 años. Y mi abuela, 25. Él se presenta educadamente, con caligrafía cuidada, le habla de usted y le pide disculpas por si el atrevimiento de escribir a una desconocida pudiese ser mal recibido. La dirección postal se la ha proporcionado un excompañero suyo de la facultad, que está prometido con una amiga de ella.
En el Este, 29 de abril de 1944
Estimada señorita D.:
Espero que esta carta no le sorprenda demasiado. Si fuera así, tendría que enfadarme con mi compañero, porque esta no deja de ser una forma inusual de entrar en contacto con alguien. Pero, al fin y al cabo, no debemos decepcionar a nuestros mediadores, y las condiciones de la guerra obligan a esta extraordinaria forma de conocernos. Estará usted de acuerdo conmigo en que la correspondencia en sí misma siempre será solo un fragmento del conocerse y por lo tanto no debe ser vinculante desde el principio.
No es mi estilo tratar este capítulo esencial en la vida humana como algo fugaz o fácil. Mi amigo no habrá dejado dudas al respecto. Si aceptase esta invitación, me alegraría mucho que nos permitiésemos la apertura mutua y el intercambio de ideas. Especialmente como soldado, uno desea un intercambio serio de ideas con un ser amigable, porque de otro modo es fácil olvidar una parte de la vida humana, el sentimiento, que se desgasta o incluso apaga por completo en este contexto. Más allá de que, por naturaleza, el hombre contempla la vida —quizá esta afirmación parezca demasiado dura y tajante— desde una perspectiva más racional, la guerra requiere además de nosotros que eliminemos toda emoción y sentimiento. Esta visión racional necesita ser complementada. Y el sentimiento pertenece, en general, al dominio de la mujer.
Por favor, no se alarme por la seriedad de estas líneas. Estos cuatro años de guerra me han moldeado, por supuesto; pero la alegría juvenil aún no me ha abandonado, aunque sí haya cambiado de rostro. Creo que mi alegría ahora nace desde cosas más verdaderas, y es, por lo tanto, más profunda y más pura. Cultivar y preservar esta profundidad y pureza es una lucha y un arte. Dios nos ayuda. Su apoyo en esta lucha, el conocimiento del amor que recibimos, nos hace estar en deuda y agradecidos.
Finalmente, querida señorita, le pido disculpe mi bolígrafo. Después de perder casi todas mis modestas pertenencias durante el primer invierno ruso y el verano pasado, debido al bombardeo a la ciudad de Aquisgrán, no poseo, tampoco, ninguna pluma. El apartamento de mi hermano, que para mí también significaba mi hogar, quedó completamente calcinado. En el último ataque a la ciudad, mis seres queridos resultaron, gracias a Dios, ilesos. Con el deseo de que usted no tenga que pasar por cosas similares, saludos cordiales.
14 de mayo de 1944
Muy estimado Señor K.:
Es una verdadera lástima que la primera carta que le escribo se la deba enviar en circunstancias tan duras como las que vivimos en este momento. Se lo voy a decir directamente al comienzo, para que esté al tanto y no se tome a mal si esta carta no le resulta del todo satisfactoria. El pasado domingo sufrimos un ataque directo, que seguramente estuviera dirigido a la ciudad, pero que tuvo que soportar nuestro pequeño pueblo de las afueras. Fue horrible. Cayeron más de 500 bombas y se puede imaginar que nuestros corazones aún no se han tranquilizado del todo y que esta sensación de miedo nos durará bastante más tiempo, sobre todo porque nuestra casa ha quedado muy afectada. ¡Y justo ese día tenía que estar en mi casa, conmigo, mi amiga, la prometida de su amigo! Tuve muchísimo miedo por ella. Gracias a Dios, salimos todos ilesos. Hemos tenido un muy buen ángel de la guarda. Y en mitad de toda esta agitación y desorden llegó su amable carta, por la que le doy las gracias de corazón. No, su carta no me llegó por sorpresa ni desprevenida: lo que le contó su amigo de mí, me lo contó mi amiga de usted... Debo confesarle que tuve mis reticencias, y he tardado en acostumbrarme a la idea de iniciar un intercambio de cartas con un desconocido. Había algo en mí que me impedía sacar el coraje para escribirle. No quería tampoco ponerle en un compromiso, pero acepto con mucho gusto su invitación.
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He contemplado los archivadores con la historia de mi familia sentada en la cama, inmóvil durante algunos minutos. Después he salido al jardín a respirar. Los gansos corretean libres, son las mascotas de la casa. Pasean por la hierba con sus patas cortas picoteando tallos aquí y allá. De vez en cuando se acercan precavidos y me miran como preguntando: «¿Y tú quién eres?».
«Soy hija de veterinario», suele decir mi madre para explicar su amor por la naturaleza. Lo recuerda para justificar esa necesidad constante que tiene de estar en el campo, de respirar hondo. De ver vacas pastando.
Mis abuelos fallecieron cuando ella tenía doce y veinticuatro años. Después, se mudó a Londres y más tarde a Vitoria, a más de mil kilómetros de la casa en la que había crecido. De sus tres hermanos, que se quedaron.
En Vitoria conoció a mi padre: «unos meses» se convirtió en «unas décadas».
Nos gestó y crio lejos de lo que le era familiar, de las calles, los paisajes y las personas que aún hoy le recuerdan a su infancia.
Cuando llegó a Vitoria, lejos estaba más lejos que ahora. Sin internet ni email ni videollamada ni chats. Con tarifas desorbitadas de teléfono fijo y fax. Con cambio de moneda, control en tres fronteras, aduanas. «Tenéis que entender que esta ciudad era algo muy diferente para mí, algo exótico». Cuando dice eso me imagino Vitoria llena de palmeras.
Yo soy la hija de la hija del veterinario.
En esta casa alemana, concretamente en la habitación que ahora es el dormitorio de uno de mis primos, tenía mi abuelo su despacho. Abajo, al lado del garaje, cuentan que había un cuarto donde analizaba las muestras de sus pacientes: vacas, caballos, gallinas… Solía visitar a los animales a domicilio, es decir, en las cuadras o en las campas. Y las urgencias que atendía eran, por ejemplo, los partos de las vacas de la zona. Esa es la imagen que siempre he tenido de él: ayudaba a un ternero a nacer, metiendo la mano en el canal de parto de la vaca y sacando con maña y fuerza un cuerpo embadurnado en fluidos.
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El lunes 13 de septiembre sale a la venta el libro No os recuerdo (Libros del K.O.).
La periodista Laura Alzola Kirschgens, reconstruye en su primer libro la historia de sus abuelos maternos alemanes, quienes se cartearon durante cinco años, entre 1944 y 1949, cuando ni siquiera se conocían en persona. Él escribía desde el frente en la Segunda Guerra Mundial —y luego desde un campo de prisioneros...
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Laura Alzola Kirschgens
Reportera e investigadora. Migración, educación, discurso y cambio social. Múnich, Hamburgo y ahora, Barcelona. Periodista. Máster en Inmigración por la Pompeu Fabra. Extranjera, como lo son todos en algún lugar
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