ARTE E HISTORIA
Ensanchar la vida
Sobre carnavales, duelo y militancia de izquierda
Pablo Martínez 18/10/2021
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El pasado 9 de septiembre CTXT abría el curso con un editorial que, bajo el título “Ensanchar los límites de la democracia”, se interrogaba por las posibles razones del actual clima de desmovilización social y ofrecía algunas reflexiones sobre la dificultad para determinar las causas que pueden originar una revuelta. Sin embargo, no parece del todo preciso afirmar que en estos momentos la calle esté totalmente dormida, ya que durante este verano se han multiplicado las protestas por diferentes motivos: desde el duelo por el asesinato de Samuel a las protestas ante la escalada de agresiones contra cualquier forma de disidencia sexual, o la más reciente manifestación en Barcelona contra la ecocida ampliación del Aeropuerto del Prat. En un momento claramente regresivo en las instituciones y el discurso de los medios de comunicación mayoritarios, pareciera que, si bien el ambiente no es de abierta lucha por “ensanchar la democracia”, hay al menos una multitud dispuesta a resistir ante los persistentes intentos de “estrecharla” por parte de la extrema derecha y las élites conservadoras de nuestro país. Sin embargo, no se puede negar que, a pesar de estos movimientos, transitamos un periodo de desmovilización como consecuencia del distanciamiento social y la pandemia que debería preocuparnos, no solo por cómo se abandonan o dan por perdidas algunas luchas materiales concretas –como el aumento del recibo de la luz– sino también porque con la ausencia de manifestaciones desaparecen poderosas prácticas de emancipación social. La importancia de las movilizaciones va más allá del instante de rabia entusiasta, ya que la experiencia física y emocional de construir un “nosotros” en la plaza configura una memoria política de las luchas en los cuerpos, nos transforma. Por otro lado, la escasez de aglomeraciones en el espacio público hace imposible la creación de nuevas imágenes de lo colectivo y, con ellas, se pierde su poderoso efecto en la producción de subjetividad política, de construcción de una identidad común.
Nueva Babilonia: designar o no un trabajo como arte es una decisión táctica, la exposición retrospectiva que la Virreina Centre de l’Imatge de Barcelona ha dedicado a Marcelo Expósito y que desde el 18 de octubre puede visitarse en la Casa de Iberoamérica de Cádiz, es una invitación a reflexionar sobre el modo en que algunas propuestas políticas y estéticas de las últimas décadas han intentado ensanchar la democracia desde el desafío a los límites del arte, el activismo y la práctica institucional. La exposición, que recorre casi cuatro décadas de creación del artista, nos ofrece una interrogación pertinente sobre la actual disyuntiva del arte y la política, y nos interpela a tomar una posición: o bien estamos dispuestos a radicalizar la política en aras de la defensa de la vida en todas sus formas –y para ello el papel de la cultura y sus instituciones es crucial–, o bien vamos a permitir, por el contrario, que la vida sucumba a las viejas formas de violencia autoritaria –también en la cultura y sus instituciones. El recorrido que ofrece la exposición sitúa al visitante a medio camino entre la utopía, la melancolía y el desencanto, ya que el propio Expósito pertenece a una generación de artistas cuya formación política y vital estuvo desde muy temprano atravesada por la pérdida: de la desaparición, con la caída del bloque soviético, de cualquier alternativa a la expansión neoliberal, a la experiencia traumática de la muerte y la transformación de las prácticas sexuales con la explosión de la pandemia del sida. De esas pérdidas, pero también de las nuevas formas de lucha y organización que emergieron del activismo por el sida, aquellos artistas aprendieron y se resistieron a pensar que la historia hubiera llegado a su fin, o que un mundo sin utopías fuese posible. En este sentido, buena parte de los trabajos que se presentan en la muestra deja entrever el obstinado interés de Expósito por situarse en los umbrales de la historia desafiando los –un tanto conservadores– límites entre memoria e historia que se establecieron y extendieron en la historiografía liberal de los noventa. Uno de los momentos más brillantes de la exposición es el espacio en el que el artista ha instalado casi una veintena de pantallas en las que, a modo de polifónica torre de Babel contemporánea, contrapone fragmentos de películas de la historia del cine radical claves para su formación política y estética con alguno de los vídeos de la serie “Entre sueños. Ensayos sobre la nueva imaginación política” (2004-2010). En los vídeos de la serie dedicados a los carnavales de resistencia del movimiento antiglobalización se muestran esas experiencias concretas junto a los testimonios de activistas e intelectuales. El verdadero tema de la serie no es tanto el retrato de esas heroicas individualidades como las distintas expresiones de los movimientos sociales y sus estrategias de representación, que van del ecologismo anticapitalista de Reclaim the Streets a las acciones por la restitución de la memoria en Argentina. Los gestos y signos que van apareciendo en estas movilizaciones responden a la necesidad de generar representaciones específicas para cada lucha, entendiendo que la presencia sígnica en el espacio público es consustancial a la protesta. Porque, como bien nos hizo saber Hito Steyerl, a quien Expósito tradujo al castellano para la magnífica edición de Los condenados de la pantalla en Caja Negra (2018), las imágenes y las luchas son parte indisociable de la misma guerra. En aquellos carnavales la micropolítica revolucionaria se desarrollaba espontáneamente, con “tácticas frívolas” de reapropiación del espacio público que atacaban al poder de forma deslocalizada y abrían la posibilidad de un nuevo poder instituyente: el poder de la plaza. Más allá de las luchas concretas, las protestas que se dan en la calle con horizontes de igualdad y justicia social son acciones poderosas para construir nuevos mundos, aquellos con los que sueñan las izquierdas.
“Nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones” es una de las citas más conocidas que se atribuyen a Buenaventura Durruti, el líder anarquista cuyo funeral congregó una de las manifestaciones populares más multitudinarias de la historia de Barcelona. Esa muchedumbre sobrecogida, a un mismo tiempo, por el miedo y la esperanza propios del noviembre revolucionario de 1936, desfiló por las ramblas de Cataluña, justo por delante de la Virreina, para despedir a Durruti. Quienes se reunieron en aquella manifestación albergaban en sus corazones el miedo por un mundo que estaba por desaparecer, el de la revolución colectivizadora en marcha, pero también, como en el movimiento antiglobalización, la esperanza de un mundo por venir. Esa cita de Durruti puede leerse en el corazón mismo de la exposición, en Les urnes de l’honor de 1990, una instalación de cajas de luz con la reproducción de tres lápidas a tamaño real de las de los anarquistas Ferrer i Guardia, Ascaso y Durruti en el cementerio de Montjüic de Barcelona. Esta instalación nos recuerda que, tal y como hace Enzo Traverso en Melancolía de izquierda. Después de las utopías (2019), los funerales, las tumbas y el duelo son tan fundamentales para las culturas políticas de izquierda como el carnaval y la fiesta desenfadada. Quizás por esto es doblemente doloroso, como ha investigado Expósito en sus trabajos sobre la desmemoria en nuestro país, que nuestras cunetas aún estén repletas de muertos, ya que el tributo a los “vencidos”, que no a las “víctimas”, es fundamental en la elaboración política de la historia de la izquierda y sus luchas. La ubicación de estas tumbas en medio del recorrido de la exposición nos invita a pensar la centralidad del trauma en la configuración de los afectos y la experiencia de lo social en el espacio público.
Como bien analizó Douglas Crimp en “Duelo y Militancia” (1989) con relación al activismo del sida, la muerte, más que paralizar la acción política, la estimuló de manera considerable en un momento en el que la historia hizo que coincidieran el estallido de la pandemia con el declive del comunismo.
De manera retrospectiva, podemos considerar que ese conflicto entre dolor y activismo no se dio solamente en la crisis del sida, sino en muchos otros acontecimientos de la historia como el del funeral de Durruti, cuando los afectos privados confluyeron con la lucha política y movilizaron a las masas. Así sucede en la actualidad en las manifestaciones en contra de la violencia machista y homófoba, cuando el dolor y el luto, más que propiciar un encierro en el lamento privado, inspiran la movilización política. La militancia no es el antídoto al dolor y al trauma, sino que ambos, duelo y militancia, están entrelazados.
Por eso en esas tumbas no solamente aparecen las identidades de quienes están en ellas (cuyos nombres han sido, por otro lado, borrados por el artista), sino que acogen también a todos nuestros muertos, así como buena parte de los anhelos colectivos vertidos en cada revolución. La exposición constituye una propuesta para repensar la izquierda sin lamentarse por la utopía perdida e invita a activar, desde lo estético y sobre las ruinas de los fracasos pasados, un proyecto político con horizontes emancipatorios. No es casual que justamente sea en una tumba donde esté inscrita la potencia del mundo por venir, porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones por el que hay que luchar para que no nos maten en las calles, para que no nos encierren en los armarios, para que no destrocen nuestro entorno, para provocar el aterrizaje forzoso del fascismo. Luchar para ensanchar no solo los límites de la democracia sino también los de la vida, esa que este preciso instante se encuentra amenazada en todas sus formas.
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Pablo Martínez
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