Ritmo
Prosodia y pilotos japoneses de motociclismo
Una reflexión sobre los poderes de la melodía y la musicalidad del habla
Mario Crespo 3/10/2021
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Los motores diésel de los camiones rugían perezosos mientras ascendían el repecho en el que se situaba la casa de mis abuelos. Mis padres me dejaban con ellos parte del verano en un pueblo de Salamanca. Recuerdo que el calor era seco e insoportable. Y que en aquella vivienda cercana a la carretera olía siempre a alquitrán y a gasóleo quemado. Por las mañanas, mi abuelo nos llevaba, a mi hermano y a mí, a la piscina municipal, de donde regresábamos a la hora de comer. Mi abuela, mientras tanto, preparaba la comida y hacía las labores del hogar en lo que hoy parece representar un cuadro costumbrista de época. Por la tarde dormíamos la siesta. Y ya no salíamos a la calle hasta el atardecer.
Los domingos, sin embargo, no había piscina: acompañábamos a mis abuelos a misa y al regresar me sentaba en el sofá para ver las carreras de motos. Me había aficionado al Mundial de Motociclismo porque los chavales del pueblo, que andaban en moto desde la preadolescencia, las veían. Y los lunes las comentábamos sin atisbo alguno de análisis, resaltando tan solo los incidentes; las caídas, las tumbadas que hacían deslizar las rodilleras por el asfalto. El ambiente del pueblo era, en general, muy motero. Cabe recordar que por entonces en España se fabricaban muchas motocicletas, como las Derbi, las Puch, las Montesa o las Bultaco. Motos que algunos chavales tenían para andar por los caminos. Marcas con enorme éxito de ventas que supusieron el germen de la dictadura que hoy ejerce el país (junto con Italia) en el deporte de las dos ruedas a nivel de estructuras, canteras y aficionados. Estamos hablando de finales de los ochenta y principios de los noventa, momento en que los pilotos japoneses comenzaban a dominar el Mundial en las categorías pequeñas.
En septiembre regresaba a la ciudad para comenzar el curso académico, y con él las actividades extraescolares a las que mi madre me apuntaba para tenerme ocupado por las tardes. Entre ellas practicaba algunos deportes, como el judo. Nuestro maestro, o sensei, además de enseñarnos la técnica, nos enseñaba el significado de algunas palabras japonesas, como la etimología de judo: camino de la suavidad (ju: suavidad; do: camino), junto a otros aspectos de la cultura nipona. El sensei era además un amante de las carreras de motos, y también de poner a sus alumnos motes cariñosos relacionados con el deporte. Por ejemplo: había un muchacho al que llamaba Vlado Divac (tercer europeo que jugó en la NBA) por su fortaleza de hombros y espalda. Pero para identificarnos usaba sobre todo los nombres de los pilotos japoneses del Mundial de Motociclismo, que por entonces eran legión. Así las cosas, cuando hacíamos combates de entrenamiento y nos colocaba por peso, decía: Haruchika Aoki contra Kazuto Sakata.
Nombres que, en definitiva, aún perduran en la historia del deporte a pesar de que los pilotos del país del sol naciente apenas han ganado ocho campeonatos del mundo
Y de este modo, los sonoros nombres de los pilotos orientales se fueron instalando en mi memoria hasta hacerse un hueco en su archivo y permanecer en él para siempre. Algo que no solo me sucedió a mí, sino a infinidad de aficionados al motor, y también de no aficionados; a mucha gente que comía con la televisión puesta mientras Valentín Requena y Ángel Nieto comentaban las incidencias de las carreras en las que competían españoles como Aspar, Pons o Garriga. Nombres que, sin embargo, no resonaban en el imaginario colectivo como lo hacían los japoneses; bellos versos de arte menor plagados de hiatos que repetías una y otra vez, a base de escucharlos, como si fueran la pegadiza canción del verano. Nombres que memorizabas como las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre cuando te obligaban a aprenderlas en clase de literatura, como la primera declinación del latín (la sola mención de uno de ellos bastaba para que el resto fluyeran casi sin querer). Nombres que, en definitiva, aún perduran en la historia del deporte a pesar de que los pilotos del país del sol naciente apenas han ganado ocho campeonatos del mundo (dato paradójico si tenemos en cuenta que el Mundial es territorio japonés en cuanto a las marcas, que suman más de 125 títulos en conjunto).
Pero a principios de los noventa, no solo las fábricas del país nipón eran mayoría, sino también sus pilotos. Veamos: en 1988 se produjo un cambio en la normativa que limitó los motores de la categoría pequeña (125 c.c.) a un solo cilindro, lo que desembocó a la postre en la proliferación de motores Honda. Esto, unido a la recuperación del GP de Japón (Suzuka) para el calendario mundialista, provocó el desembarco de muchos pilotos nipones en el Campeonato. Un grupo de jóvenes que enseguida se hicieron populares entre los aficionados occidentales, pues trajeron un estilo de pilotaje marcado y particular; los japoneses eran pilotos valientes, correosos e incluso temerarios; pilotos que elevaron el espectáculo a un nivel superior y que además importaron una estética novedosa que aún perdura hoy en día; como los colores chillones de monos, cascos y carenados.
A mi entender, existe sin embargo otro factor que explica su enorme éxito, un factor que manifiesta la importancia del lenguaje y su capacidad de sugestión. Se trata de un factor que solemos pasar por alto y que influye en la comunicación, en la política y en las artes. Así pues, entre otras cosas, el éxito y la popularidad de aquella generación de japoneses entre los aficionados occidentales radicaba en la prosodia, entendida esta como el ritmo interno o la música que poseían sus nombres debido a su composición silábica, su acentuación y su cadencia.
Nombres como Noburu Ueda, Nobuyuki Wakai, Kazuto Sakata, Takeshi Tsujimura, Haruchika Aoki, Masaki Tokudome, Hiroki Ono, Tomomi Manako, Tomoko Igata, Masao Azuma, Tetsuya Harada y, por supuesto, Norifumi Abe (a quien Valentino Rossi homenajearía autoapodándose Rossifumi), permanecen en la mente del aficionado al motor como una octavilla, como cualquier poema, como una canción de moda. Veamos el porqué:
El sistema de escritura japonés se compone de tres tipos de alfabetos. Los dos primeros, el hiragana y katakana, son silabarios conocidos como kana, es decir; en ellos cada letra representa una sílaba, mientras que los kanjis son ideogramas de origen chino, cada uno con su propio significado. El hiragana consta de cuarenta y seis caracteres, de los cuales cuarenta representan sílabas formadas por una consonante y una vocal, cinco son vocales y uno es la única consonante que puede ir sola. En los términos que nos ocupan, esto significa que, por lo general, las palabras y los nombres japoneses tienen una sonoridad inherente al propio alfabeto (aunque también venga dada por la combinación de sus caracteres), a diferencia de otras lenguas, donde las consonantes tienen más presencia. Dicho de otro modo: en japonés la mayor parte de los caracteres son sílabas, no letras individuales, lo que otorga al lenguaje un aire versificado que atrapa a quien lo escucha.
Nótese que, de los nombres arriba citados, la mayoría son hexasílabos (Tet-su-ya-Ha-ra-da; To-mo-mi-Ma-na-ko; To-mo-ko-I-ga-ta) o heptasílabos (Ta-ke-shi-Tsu-ji-mu-ra; Ma-sa-ki-To-ku-do-me), aunque también los hay pentasílabos (Hi-ro-ki-O-no) y, además, están plagados de diptongos e hiatos (mayormente hiatos). Si los combináramos tendríamos unos cuantos versos de arte menor componiendo un poema (intente leer los tres primeros nombres seguidos). Un poema que no significaría nada, pero que, a nivel de prosodia, poseería un ritmo envolvente. Un movimiento que no nos cansaríamos de repetir indefinidamente, por puro placer. De hecho, podríamos crear un haiku con dos nombres pentasílabos y un heptasílabo en medio (Hiroki Ono/Takeshi Tsujimura/Masao Azuma) e imaginarnos que nos habla de la naturaleza.
Según la RAE, “la prosodia cumple una función clave en la organización e interpretación del discurso y, además, transmite información emotiva, sociolingüística y dialectal. La palabra prosodia proviene del griego clásico. En un principio se refería a una canción acompañada de música instrumental. Posteriormente empezó a emplearse en literatura griega y latina para referirse a la versificación y a la métrica: sílabas largas y breves, ritmo, etc. Finalmente, el término se ha incorporado a disciplinas como la fonética y la fonología modernas, con el significado que esbozamos aquí”. Es decir, la prosodia, como disciplina, se encarga de la melodía y la musicalidad del habla.
La palabra procede del griego prosôida que significa “hacia el canto”. En la República, Platón se refiere a ella como el conjunto de variaciones en el tono de voz. En la misma obra encontramos un pasaje en el que Sócrates diserta sobre los modos musicales y la utilización del buen ritmo y la modulación de la voz por parte de quien narra una historia. Cabe reseñar que, en la Antigua Grecia, esta correcta acentuación de las sílabas, este énfasis, formaba parte de la propia gramática del griego.
En la novela Músika (Tusquets, 2021), de Javier Azpeitia, que narra y reproduce con realismo la vida en la Grecia del siglo V a. C, y cuyo argumento se centra en los últimos años del dramaturgo Eurípides, se refleja con precisión la importancia de la músika tal y como lo explica la RAE en la definición de arriba, como clave del teatro griego, como un encantamiento, un hechizo, una forma de entrar en trance para cualquiera que contemplase una obra y se dejase llevar por su combinación de artes. Para que esto fuera efectivo, resultaba necesario que los actores del teatro clásico supieran contar los versos, supieran, en otras palabras, recitar. En la novela se describe así el aprendizaje de la técnica: “Empezamos con la mano de versos. Abre la palma –le pidió el primer día–: el pulgar es el puntero, y con él vas contando las falanges de los cuatro dedos, que son las sílabas, de la mayor a la pequeña. Cada dedo es un dáctilo, el metro básico: una sílaba larga, la falange larga, y dos breves las cortas. Cada mano es un tetrámetro dactílico, y tres manos son dos hexámetros dactílicos: cuatro por tres, doce. Esto es para la épica”.
En la actualidad, en campos como la música o la literatura, la prosodia, (atendiendo no solo la composición numérica de las sílabas, sino también el punto donde recae su acentuación) facilita o dificulta la fluidez y la memorización, pero también crea el ritmo y la cadencia de las frases y contribuye en la formación de la melodía. Buen ejemplo de ello serían las letras del grupo Vetusta Morla, que, además de recurrir con frecuencia a las figuras literarias, poseen un encanto musical basado en la acentuación de las sílabas. Véase cómo en esta estrofa los versos 1, 3 y 5 terminan con una palabra esdrújula:
Un desorden milimétrico
Me acerca hasta el lugar
Lleva a cabo mi propósito
De ser cuchillo y presa a la par
No es tan trágico
Jugar con la distancia y heredar su soledad
La prosodia es por lo tanto un ritmo que penetra en nosotros y nos enamora, un hechizo capaz de sugestionarnos, una cadencia que engancha y embruja, una melodía que en el lenguaje japonés se desencadena en cuanto convertimos en fonemas un puñado de caracteres de su alfabeto. De hecho, más allá de los títulos y el espectáculo, lo que nos queda de la época triunfal de los japoneses en el Mundial de Motociclismo es el recuerdo de su músika, pues los pilotos no solo eran versos sueltos de forma figurada, sino que también lo eran de forma literal; pentasílabos, hexasílabos y heptasílabos que, combinados con otros nombres y otras frases, se convertían en poesía en la voz de Valentín Requena.
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Mario Crespo (Zamora, 1979) ha escrito y dirigido los cortometrajes Sin título y Death y es autor de las novelas LS6 (2010) --distinguida en el Festival du Premier Roman de Chambéry y traducida al inglés—, Biblioteca Nacional (2012), La 4ª (2014) y La casa de las alfombras (2018), además del libro de relatos Cuento kilómetros (2011). También ha editado y coordinado la antología Viscerales (2011). Mario es además colaborador habitual de La Marea y La Opinión de Zamora.
Los motores diésel de los camiones rugían perezosos mientras ascendían el repecho en el que se situaba la casa de mis abuelos. Mis padres me dejaban con ellos parte del verano en un pueblo de Salamanca. Recuerdo que el calor era seco e insoportable. Y que en aquella vivienda cercana a la carretera olía siempre a...
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