REFLEXIONES FÍLMICAS
El interminable conflicto afgano en el cine
Solo en la producción cinematográfica propia, los habitantes de Afganistán tienen entidad como personajes, y no como meros estereotipos
Jesús Cuéllar Menezo 10/10/2021
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Cuando los soviéticos entraron en Afganistán en diciembre de 1979, supuestamente para ayudar al gobierno socialista amigo instaurado un año antes, se inició una nueva fase de lo que los británicos habían llamado en el siglo XIX “el gran juego”: la rebatiña de las grandes potencias por el control de Asia Central. Al marcharse los soviéticos en 1989 comenzaría la guerra civil entre los señores de la guerra afganos, y después vendrían el régimen talibán (1996-2001), la invasión de EE.UU. y sus aliados, posterior a los atentados de septiembre de 2001 en suelo americano, y finalmente la retirada de los occidentales en agosto de 2021 ante un nuevo avance talibán.
Más allá del tópico de Afganistán como “tumba de imperios”, está la realidad de que a las sucesivas empresas neocoloniales de la Unión Soviética y EE.UU. en Afganistán les ha acabado perdiendo la arrogancia de subestimar el terreno que pisan, la ignorancia sobre cómo son sus habitantes y sus condiciones vitales e históricas, y el desprecio hacia el destino último del país. Es el complejo del blanco salvador, heredero de esa supuesta “carga [civilizadora] del hombre blanco”, que tan ambiguamente enunciara en su poema homónimo Rudyard Kipling.
Aquí repasaremos algunas películas relevantes sobre el conflicto iniciado en Afganistán a finales de la década de 1970, con el fin de recoger someramente diferentes puntos de vista: de los invasores y sus colaboradores, y, por supuesto, de los invadidos.
En esto llegaron los rusos
Las tropas soviéticas entraron en Afganistán a finales de diciembre de 1979, dando así comienzo a una brutal invasión que se prolongaría hasta febrero de 1989, y a una feroz resistencia armada a cargo de muyahidines (combatientes islámicos) financiados por EE.UU. y las monarquías del Golfo. Los soviéticos, y los rusos después, no han plasmado tanto como los estadounidenses sus experiencias en Afganistán, aunque su cinematografía sí ha ofrecido interesantes películas sobre la implicación de su país en el conflicto.
Quizá la película que mejor capte el peso de la invasión soviética de Afganistán en la posterior historia rusa sea la desasosegante Cargo 200, de Aleksei Balabanov
En 1983 se estrenó la desesperanzada Noche tórrida en Kabul, del uzbeko Alí Khamraev, que no contó con el beneplácito de las autoridades de la URSS y que apenas pudo verse en el país. Mejor suerte corrió, muchos años después, en 2019, Última misión en Afganistán, de Pavel Lungin, que mostraba la complejidad de la guerra soviético-afgana y algunos abusos de las tropas rusas en su desordenada retirada, pero sin cargar las tintas (hay incluso un inverosímil jefe del KGB que reprocha a un militar una matanza). La narración es de gran agilidad, pero los afganos, como será habitual en gran parte de las cinematografías, salvo en la producida por ellos mismos, apenas tienen entidad como personajes, solo como estereotipos.
Quizá la película que mejor capte el peso de la invasión soviética de Afganistán en la posterior historia rusa, aunque sin centrarse abiertamente en ella, sea la desasosegante Cargo 200, de Aleksei Balabanov (2007), que causó un verdadero escándalo en Rusia. Con un enfoque que recuerda al de los hermanos Coen, por su humor negro, pero con más carga trágica, Balabanov relata fríamente una concatenación de hechos (una violación, un secuestro, varios asesinatos) que retratan a una sociedad enferma, alcoholizada e instalada en la impunidad que, en plena perestroika, recibe a los soldados muertos en Afganistán sin apenas darles importancia, mientras se sientan las bases de la corrupción y el autoritarismo de la era postsoviética.
Luego vinieron los americanos
Hasta su precipitada retirada de Afganistán el pasado mes de agosto, los estadounidenses, y su cine en particular, han tenido una relación distante con uno de sus conflictos exteriores más prolongados, iniciado, en la modalidad de intervención directa, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuyo motivo oficial era expulsar a Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda e instigador de los ataques, del santuario ofrecido por el régimen talibán. Además, la producción cinematográfica de EE.UU. a este respecto no es en modo alguno comparable, ni por cantidad ni por variedad, a la dedicada a la guerra de Vietnam. Desde la “encubierta” participación de EE.UU. en la resistencia antisoviética (véanse, a este respecto, los libros de John Cooley y Ahmed Rashid), Afganistán ha sido objeto de varias películas de ficción y documentales estadounidenses. De 1988 son dos obras, plenamente enmarcadas en la dialéctica de la Guerra Fría (los soviéticos, son malos; los muyahidines, buenos), pero muy diferentes. La primera es La bestia de la guerra, un film de bajo presupuesto dirigido por Kevin Reynolds, que al menos pretende humanizar a algún soviético y mostrar lo envilecedora que es la guerra para todos, aunque los “afganos” que muestran, interpretados por actores indios o israelíes, resulten irrisorios. Por su parte, la inverosímil y esquemática Rambo III, rodada como la anterior en Israel, y dirigida por Peter McDonald para lucimiento de Sylvester Stallone, no resulta siquiera una película de acción aceptable y, además, igual que la de Reynolds, se estrenó cuando los soviéticos habían comenzado a retirarse de Afganistán y la propaganda antisoviética estaba a punto de convertirse en propaganda antiislámica.
Más interés cinematográfico tiene La guerra de Charlie Wilson (2007), de Mike Nichols. El guión de Aaron Sorkin y las ajustadas interpretaciones de sus estrellas (J. Roberts, T. Hanks y P. S. Hoffman) permiten a este digno producto de la ortodoxia progresista de Hollywood desvelar algunas claves de la intervención clandestina estadounidense en el conflicto afgano-soviético, aunque esta parezca achacarse casi en exclusiva a la acción del demócrata texano Charlie Wilson y no se llegue a establecer un vínculo entre esa intervención y el surgimiento del terrorismo islamista posterior, artífice de los atentados registrados en territorio estadounidense en 2001. En 2007 también se estrenó Leones por corderos, de Robert Redford, con un interés parecido en denunciar los tejemanejes del poder en Washington, en este caso respecto a la nueva guerra desatada en Afganistán por la invasión estadounidense de 2001. Su discurso y su planteamiento, más superficiales que los del film de Nichols, tampoco dedicaban espacio a los afganos.
La inverosímil Rambo III, rodada como la anterior en Israel, y dirigida por Peter McDonald para lucimiento de Sylvester Stallone, no resulta siquiera una película de acción aceptable
La escasa atención a la población afgana ha sido bastante habitual en el cine de EE.UU. (y en el de otros de sus aliados en la invasión de Afganistán al amparo de la OTAN), incluso cuando se critica el recurso a la guerra y las maniobras políticas que han alimentado el conflicto durante los últimos 40 años. En documentales como Restrepo (2010), de Tim Hetherington y Sebastian Junger, o Diarios de Kandahar (2015), del fotoperiodista canadiense Louie Palu, lo importante es retratar el sufrimiento y el desconcierto de los soldados norteamericanos –que a su pesar suelen aparecer como embrutecidos e ignorantes– en un conflicto que no comprenden. La devastación que causan en Afganistán, que podría ser cualquier otro país, es secundaria. En este sentido, varias son las películas occidentales que se ocupan de los traumas ocasionados por la guerra a los soldados extranjeros. Una de las más reseñables es Hermanos (2004), de la danesa Susanne Bier, que con una cámara muy nerviosa, heredera de sus años en el mundo del vídeo musical, yuxtapone los problemas familiares que sufre un soldado danés y las acciones en territorio afgano que los explican. La cinta de Bier tuvo una versión estadounidense, Brothers (2009), dirigida por Jim Sheridan.
En este género de retratos de “soldados retornados” cabe destacar la francesa La escala (2016), de Delphine y Muriel Coulin, porque se centra en dos mujeres soldado que, a su regreso de Afganistán, deben pasar por un programa intensivo de “descompresión postraumática” en un hotel de lujo chipriota, que las enfrentará no solo a sus traumas bélicos, sino al virulento machismo de sus propios compañeros. Las hermanas Coulin plantean un debate imprescindible sobre el estrecho vínculo entre militarismo y machismo (“No logro quitarme de encima la sensación de que la guerra es fruto de la naturaleza masculina”, escribía la premio Nóbel bielorrusa Svetlana Aleksiévich en Los muchachos de zinc, dedicado precisamente a los jóvenes soldados cuyos cadáveres repatriaban las autoridades rusas desde Afganistán en los llamados “cargamentos 200”).
Por otra parte, Bin Laden sería el eje (en la sombra) de La noche más oscura (Zero Dark Thirty, 2012), de Kathryn Bigelow, que narra la persecución y asesinato del máximo líder de Al Qaeda. Haciendo hincapié en el papel desempeñado por las mujeres en esa empresa, Bigelow describe con gran nervio cinematográfico las investigaciones que condujeron a la localización y ejecución de Bin Laden. Esta ambigua obra, de esquemática contextualización histórica, desató una gran polémica por supuestamente justificar las prácticas de tortura utilizadas por la CIA para obtener información.
Por último, hay que mencionar que quizá el producto audiovisual de EE.UU. dirigido al gran público que mejor haya captado el vínculo entre las políticas estadounidenses en Afganistán y el terrorismo internacional sea la serie Homeland, especialmente en su última temporada (2020), que además parece anticipar el regreso de los talibanes al poder.
Y en medio quedaron los afganos
Tal y como se constata en el curioso documental Nothingwood (2016) –que la periodista francesa Sonia Kronlund dedicó al prolífico y excéntrico director afgano Salim Shaheen–, el cine que más ha triunfado en Afganistán, antes y después del primer periodo talibán (1996-2001) es el que combina las canciones de Bollywood con escenas de acción a lo Jackie Chan aderezadas con ciertos elementos románticos. Sin embargo, tras la invasión norteamericana de finales de 2001, el cine afgano, sobre todo en grandes ciudades como Kabul, se diversificó y abrió a influencias externas. La colaboración de directores afganos con países occidentales, y también con el vecino Irán (con el que comparte uno de sus idiomas, el farsi), genera películas que se centran en la realidad del país, muchas veces con la vista puesta en festivales internacionales como Cannes. Es un cine de corte introspectivo, especialmente preocupado por la marginación de la mujer (y menos por otros temas como el ingente tráfico de opio o la extendida explotación sexual de muchachos por parte de los señores de la guerra).
En 2001, cuando los talibanes aún ocupaban el poder, el iraní Mohsen Makhmalbaf (que años después se instalaría junto a su familia de cineastas en Afganistán, ejerciendo una gran influencia cultural) realiza Kandahar, la historia, en parte real, pero sobre todo alegórica, de una exiliada afgana afincada en Canadá que regresa clandestinamente a su país en busca de su hermana. Siguiendo el estilo poético y despojado de adornos formales de Mohsen, sus hijas Samira y Hana realizarían, respectivamente, en 2003 y 2007, dos interesantes películas, pletóricas de ingenuidad y valentía, A las cinco de la tarde y Buda explotó por vergüenza, centradas en la lucha de las jóvenes por acceder a la educación en el Afganistán posterior a la caída de los talibanes.
Quizá el producto audiovisual de EE.UU. que mejor haya captado el vínculo entre las políticas estadounidenses en Afganistán y el terrorismo sea la serie Homeland
De 2003 es otra película muy influida por Makhmalbaf, Osama, dedicada a retratar el sometimiento atroz de la mujer en la época talibán. Siddiq Barmak, formado en Moscú (durante la propia invasión soviética de su país) y Teherán, dirige esta trágica trama en la que una adolescente se ve obligada a hacerse pasar por un chico para mantener a su madre viuda y a su abuela. Como en otras películas afganas, la rica tradición oral del país impregna toda la acción, narrada con múltiples hallazgos visuales, como la manifestación inicial de viudas que, tapadas con burkas azules, son duramente reprimidas por los talibanes cuando piden trabajar para poder comer. Estos últimos días hemos podido ver que las mujeres afganas vuelven a las calles y siguen siendo reprimidas por los mismos fanáticos por defender su derecho a estudiar y trabajar. Al igual que Osama, premiada en Cannes, La piedra de la paciencia (2012), del franco-afgano Atiq Rahimi, tuvo una importante repercusión internacional, precedida por el éxito de la novela homónima en la que se basaba, escrita por el propio cineasta y galardonada con el premio Goncourt. La película, con una estructura en algunos aspectos similar a Cinco horas con Mario de Miguel Delibes, trascurre en un país musulmán en guerra, trasunto de Afganistán, en el que una mujer, al irle contando todos sus secretos a su marido en coma, acaba liberándose de muchas de las ataduras del machismo imperante en su casa y su país.
Mientras que algunos trabajos periodísticos escritos (véase, por ejemplo, el esclarecedor No Good Men Among the Living, del estadounidense Anand Gopal) permitían atisbar las razones de un posible regreso de los talibanes al poder, propiciado no solo por el conservadurismo de la sociedad afgana, sino por la corrupción y la violencia generalizadas del régimen amparado por los estadounidenses y sus aliados, no nos han llegado, sin embargo, muchas películas que anticiparan esa situación. Pero cineastas como Shahrbanoo Sadat, directora de Wolf and Sheep (2016), una delicada indagación en la infancia de una pareja de pastores en un apartado pueblo del centro de Afganistán, sí se han expresado con claridad respecto a la corrupción: “[Afganistán] es un país absolutamente corrupto”. Como otras profesionales, Sadat ha tenido que abandonar ahora el país y, entrevistada en el pasado festival de San Sebastián, ha criticado el cine afgano de los últimos años: “Las películas que se han hecho y que han pasado por festivales internacionales... eran obras de cineastas que viven en el extranjero y que viajaban a Afganistán solo para rodar”.
Sea o no cierto lo que afirma Sadat , sí podemos constatar que el cine afgano realizado por profesionales formados en el exterior ha dado obras notables, como algunas de las anteriores o el documental Kabul, ciudad en el viento, de Aboozar Amini (graduado de la Gerrit Rietveld Academie de Ámsterdam). Con una fotografía terrosa y desvaída, que parece en blanco y negro, Amini asiste a la vida cotidiana de varios personajes de los arrabales de Kabul, entre ellos dos niños cuyo padre ha tenido que huir del país.
Dadas las circunstancias, no cabe duda de que el conflicto afgano seguirá generando reflexiones fílmicas de todo tipo en los próximos años, quizá arrojando luz sobre importantes aspectos que aún desconocemos.
Cuando los soviéticos entraron en Afganistán en diciembre de 1979, supuestamente para ayudar al gobierno socialista amigo instaurado un año antes, se inició una nueva fase de lo que los británicos habían llamado en el siglo XIX “el gran juego”: la rebatiña de las grandes potencias por el control de Asia Central....
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