Cine
Cartas al padre: a propósito de la versión cinematográfica de ‘El olvido que seremos’
La cinta de Trueba, al privilegiar una determinada concepción de belleza expositiva y sentimentalidad, esquiva aspectos profundos del libro de Abad Faciolince y le hurta su voluntad esclarecedora del pasado propio y paterno
Jesús Cuéllar Menezo 5/06/2021
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Si el pasado es “un país extranjero” en el que las cosas se hacen “de otra manera”, como decía L. P. Hartley al inicio de su novela El mensajero (1953), quizá lo sea todavía más cuando se trata del pasado en el que fuimos niños; cuando se vuelve la vista a la propia familia, a los progenitores. La búsqueda de las raíces, de la identidad se diría ahora, ha recurrido con frecuencia, y especialmente en la corriente de autoficción artística de los últimos años, a la indagación en el pasado familiar y, en concreto, a los referentes paternos y maternos. Quizá el padre, principal figura tradicional de autoridad, haya sido objeto de algunos de los más sonados homenajes o invectivas: desde las sentidas y elegíacas Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique (siglo XVI), al dolido resentimiento de un hijo herido que constituye la clásica Carta al padre de Franz Kafka (1919).
La segunda mitad del siglo XX latinoamericano, pródiga en sangres, militancias truncadas y dictaduras de todo pelaje, ha dado lugar a diversas miradas retrospectivas en las que quienes fueron niños y niñas rodeados de convulsiones político-sociales dan cuenta de cómo sus padres y madres intentaron aislarlos de ese entorno agresivo o, en otros casos, cómo los hicieron partícipes o directamente víctimas de sus tomas de posición.
En 2006 el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince publicó El olvido que seremos, una desgarradora carta de amor a su padre, el médico Héctor Abad Gómez, asesinado en 1987 por paramilitares después de una vida dedicada a defender el derecho a la salud y la dignidad de los más desfavorecidos en un país atravesado por las desigualdades y la violencia. En su libro, que se convirtió casi inmediatamente en un gran éxito de ventas en los países de habla hispana, Abad Faciolince retrataba a un hombre repleto de virtudes que trató de llevar vacunas y medidas de salubridad a los más pobres de sus conciudadanos en Medellín, enfrentándose tanto a la oposición institucional y violenta de los sectores conservadores y acomodados de Colombia (a los que tanto su familia como la de su esposa pertenecían), como a los abusos de la guerrilla. Sin embargo, aunque ese ambiente turbulento que en los años setenta y ochenta del siglo pasado acabó llevándose por delante al padre de Héctor Abad y a tantos otros políticos e intelectuales colombianos se colaba en la bulliciosa casa de los Abad Faciolince (en la que “vivían diez mujeres, un niño y un señor”), todo allí parecía tamizado, y protegido, por el amor de un padre hacia su familia, y muy especialmente hacia su único hijo varón.
La Colombia que describe Héctor Abad Faciolince en su libro, en la que las FARC se iban deslizando hacia el narcotráfico, la Iglesia, pletórica de beatería, pero escasa de compasión, abandonaba a los pobres, Pablo Escobar extendía su imperio, y el sistema político tradicional se centraba en mantener su poder a toda costa, fue también el escenario de la infancia de María José Pizarro, hija de Carlos Pizarro Leongómez, líder del M-19. Después de una buena parte de su vida entregada a la lucha armada, Pizarro fue asesinado en 1990 en Bogotá, al poco de haber firmado la desmovilización del M-19 y cuando concurría a las elecciones presidenciales en su país. María José Pizarro, exiliada durante bastantes años, protagoniza el documental Pizarro (2016), dirigido por Simón Hernández.
Al igual que Héctor Abad Faciolince, María José Pizarro busca respuestas en el recuerdo de su infancia. Pero su experiencia en nada se pareció a la de Abad, ya que su niñez no fue la Arcadia protegida, llena de cariño e incluso de mimo del escritor, sino un periodo nómada, casi siempre lejos de sus padres, que parece que antepusieron la militancia y la guerrilla a la vida familiar. De manera que el testimonio de Pizarro, aun desde la admiración al padre, plantea más preguntas que certezas: ¿por qué volvió a la lucha armada después de la amnistía de 1982? ¿Por qué creó una familia para luego no atenderla?
La primera adaptación cinematográfica del libro autobiográfico de Héctor Abad Faciolince la realizó en 2015, en formato documental, la hija del escritor, Daniela Abad
También con formato documental, otros hijos han indagado en el pasado de sus progenitores, empeñados en enfrentarse de diversas maneras al sistema imperante en Colombia. Doble Yo, de Felipe Rugeles (2019) se centra en una figura señera de la antropología, la arqueología y el indigenismo colombianos: Gregorio Hernández de Alba (1904-1973), y lo hace a partir del material gráfico y epistolar encontrado por su hijo Carlos. Hernández de Alba, que en los años cuarenta del siglo XX dirigió, a instancias del gobierno de Colombia, expediciones “civilizadoras” de índole patriótica en zonas indígenas de su país como Tierradentro, fue evolucionando hacia una defensa de esos colectivos marginados, lo que acabaría enfrentándolo a los terratenientes y a la Iglesia colombianos, y finalmente condenándolo al ostracismo y a una campaña de amenazas que incluyó un atentado con bomba en su casa de Popayán (departamento del Cauca). Por su parte, Las razones del lobo de Marta Hincapié Uribe (2019), vuelve, utilizando también el formato documental, a la privilegiada infancia de la directora y articula su discurso en torno al contraste entre la vida en un exclusivo club de golf de Medellín, al que ella y su familia pertenecían, y el mundo exterior que le llegaba a través de su madre, oveja negra dentro de su familia por su militancia izquierdista. Como Héctor Abad o como Carlos Hernández de Alba, Hincapié Uribe se debate entre el amor a su madre y la incomprensión, y a veces el rechazo juvenil, que le producen muchas de sus actitudes, absolutamente enfrentadas al entorno social circundante, y que restaban atención al entorno familiar.
La directora Laura Mora, cuyo padre, también profesor universitario como Héctor Abad Gómez, fue asesinado en 2002, optó por hablar de su experiencia a través de una obra de ficción, la película Matar a Jesús (2017). Con formato de thriller, actores no profesionales de Medellín y una cámara nerviosa pero muy eficaz para captar la desazón de la protagonista, Mora, que ya había sido codirectora de El patrón del mal (la magnífica serie realizada en Colombia en 2012 sobre el ascenso y caída de Pablo Escobar), narra la peripecia de una joven que, tras el asesinato de su padre, decide buscar al sicario que lo ha llevado a cabo. Y el encuentro depara todo tipo de sorpresas, a la joven y al asesino. Como los otros cineastas o escritores mencionados, Mora pretende homenajear a su padre y, además, destacarlo entre la multitud de asesinados en Colombia que no son grandes figuras, pero también trata de “humanizar” al sicario. “Si yo humanizo a ese chico y me pongo en su lugar es por la educación que recibí, de una profunda humanidad, mi padre fue incluso muy arriesgado en eso”, afirmó la directora cuando se estrenó la película. Esa humanidad, ese humanismo, son una constante en las obras mencionadas y también en la versión cinematográfica de El olvido que seremos que acaba de presentar Fernando Trueba.
El olvido que seremos en el cine
La primera adaptación cinematográfica que tuvo el libro autobiográfico de Héctor Abad Faciolince la realizó en 2015, en formato documental, la hija del escritor, Daniela Abad (junto con Miguel Salazar), y llevaba el título de Carta a una sombra, tomado de una cita del propio libro: “Casi todo lo que he escrito”, confesaba Héctor Abad, también coguionista del documental, “lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra”. En ese documental se veía a Héctor Abad en Colombia, conversando con sus hermanas y su madre, y rememorando la infancia común y los días terribles del asesinato del padre y la muerte de una de las hermanas. En sólo 73 minutos, Carta a una sombra captaba de forma concisa y emotiva las razones que habían llevado a Héctor Abad a escribir su libro y también servía para que su nieta ahondara en la dolorosa historia familiar que su padre le había transmitido.
El olvido que seremos, dirigida por Fernando Trueba, con guión de su hermano David Trueba, transita un terreno distinto. La película comienza en un cuidado blanco y negro, cuando el joven Héctor Abad estudia en Italia en los primeros años ochenta y le piden que regrese a Colombia para el homenaje que se prepara a su padre con motivo de su jubilación. Durante ese acto, en el que Héctor Abad Gómez (un magnífico Javier Cámara) pronuncia su discurso de despedida de la docencia, se inicia, con un flashback, el tramo en color de la película, el que cubre toda la infancia del protagonista (interpretado de niño por Nicolás Reyes Cano) y el que constituye el grueso del filme y de su mensaje. Héctor Abad Faciolince, que no quiso participar en el guión de la película de Trueba, pero que se ha declarado muy satisfecho con el resultado, ha manifestado: “La película le da a mi libro algo que le faltaba: menos muerte y más vida”. Trueba ha optado, sin duda, por privilegiar ese enfoque casi festivo, de celebración de la vida por encima de todo, muy presente en otras de sus películas como Belle époque (1992) o La niña de tus ojos (1998). Por supuesto, ese canto a la vida, al amor familiar en general y al amor paterno-filial en particular no dejaba de estar presente en el libro, pero las aristas de crítica, de reflexión, de cuestionamiento del propio relato, que salpicaban el texto de Abad Faciolince evitaban que cayera en la autocomplacencia y, si se quiere, en la sensiblería. Algo que no siempre logra Fernando Trueba, que capta con buen ritmo y empatía la vida de los Abad, erigiendo la casa familiar como un templo de bondad, casi sin paliativos, en medio de la barbarie (con magníficos planos secuencia interiores). Y aunque en el último tramo del filme, cuando se vuelve al blanco y negro para narrar los últimos años de Héctor Abad Gómez, los de su acrecentada militancia política después de la prematura muerte de una de sus hijas, se apuntan algunas disensiones propias de la juventud entre padre e hijo, fisuras en la indestructible relación paterno-filial, el tono hagiográfico sigue impregnando el relato y Trueba se empeña en dirigir nuestras emociones mediante un uso abusivo de la música en los momentos trágicos (como en el asesinato del padre). En el filtro que Trueba aplica se quedan las gotas de amargura que en el libro de Abad Faciolince se amalgamaban con el incuestionable cariño hacia su padre y el homenaje que suponían sus memorias. “Debía separarme de él”, decía Abad Faciolince, “así fuera matándolo... Un papá tan perfecto puede llegar a ser insoportable... por un confuso y demencial proceso mental, quieres que ese dios ideal ya no esté allí”. Con un enfoque más propio del Capra de ¡Qué bello es vivir! que de la acidez de su adorado Billy Wilder, Fernando Trueba ha eliminado prácticamente las ambigüedades y las zonas oscuras de su retrato.
En la novela La distancia que nos separa (1995), el escritor peruano Renato Cisneros, más cerca de Kafka que de Jorge Manrique, se embarcaba en la búsqueda de la verdad sobre su propio padre, el general Luis Federico Cisneros, “villano uniformado” y amigo de dictadores. Pese al contraste entre las respectivas figuras paternas, su empresa mostraba puntos de contacto con la de Héctor Abad y los otros artistas mencionados: “Así como un padre nunca está preparado para enterrar a un hijo, un hijo nunca está preparado para enterrar a un padre. Para la mayoría de huérfanos no es fácil desenterrar ni rebuscar”. La cinta de Trueba, al privilegiar una determinada concepción de belleza expositiva y sentimentalidad, ha esquivado aspectos profundos del libro de Héctor Abad Faciolince y acaba hurtándole su voluntad esclarecedora del pasado propio y paterno.
Si el pasado es “un país extranjero” en el que las cosas se hacen “de otra manera”, como decía L. P. Hartley al inicio de su novela El mensajero (1953), quizá lo sea todavía más cuando se trata del pasado en el que fuimos niños; cuando se vuelve la vista a la propia familia, a los progenitores. La...
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