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“Era España”, resumirían sus estudiantes en un escrito de homenaje, tras su muerte en 1970. “Con él, recorrimos los pueblos, aprendimos la tierra de España y el sabor de las naranjas de Orihuela”, decían de su profesor de civilización y literatura española en la universidad de Rennes, con el que habían descubierto a Unamuno, Machado, García Lorca, Hernández, Dalí, Buñuel y tantos otros.
Poco hablaba de él Antonio Otero Seco. Se sabía que ese “caballero triste y melancólico”, “bondadoso y retraído a la vez”, como lo recuerda su discípulo, el hispanista Jean François Botrel, era un exiliado republicano –“la encarnación de la España exiliada”, diría uno de sus alumnos. Algunos habían leído sus críticas literarias en Le Monde. Muy pocos conocían su considerable obra de poeta, dramaturgo, novelista, periodista.
Otero Seco, cuya poesía completa publica por primera vez la editorial Libros de la herida, bajo el título Poemas de ausencia y lejanía, nacido en 1905 en Cabeza del Buey, en Extremadura, comprometido desde el primer momento en la defensa de la República y perseguido por el régimen franquista, había tenido que exiliarse en 1947.
Vivió su destierro “rodeado de nostalgias, sitiado de recuerdos”, como decía, y murió en 1970 sin haber podido ver su obra publicada y sin haber vuelto a pisar esos pueblos a los que daba vida y alma en sus poemas de juventud.
Luz, color, geometría, ritmo y movimiento, con perspectiva abierta al campo y al pasar del tiempo traducen entonces su alegría de compartir esa tierra, tan hondamente suya. La tierra, y su gente.
“Las casas son como espejos/ que hacen más oscuro el ocre /de los corrales. La cal/alterna con el adobe, /ajedrez de plano urbano/ donde disputan dos torres”, dice de Marchena.
En Álora, “Un niño rubio, descalzo, / perseguido por su sombra /rubrica el aire queriendo/ cazar una mariposa”. En Málaga un acordeón marinero “tiene en la voz reuma y aguardiente matarratas”. En Marbella un niño mira la rueda del barquillero. “Con la ruleta giraba la bolita de sus sueños”, apunta Otero Seco.
Joven periodista, puso su pluma al servicio de la República en El Heraldo de Madrid, Estampa, La Voz, El Sol, Mundo Gráfico, entre otros. “Reportero de calle”, al estallar la guerra pasó a ser también “reportero de trincheras” y cronista de la vida y la resistencia en el “Madrid heroico”.
Sus poemas escritos en la cárcel son un desesperado intento de diálogo con sus compañeros de cautiverio condenados a muerte y fusilados
Su novela Gavroche en el parapeto –“medio reportaje, medio novela”, decía él; la primera escrita sobre la guerra civil, en 1936– da la palabra a los “bravos luchadores por la democracia, la libertad y la emancipación de los eternos esclavos”, que bajo su pluma se hacen defensores de la primavera, la naturaleza, la vida, y mueren “con un mapa de España grabado en la pupila”.
“La mañana es hermosa. De tibia primavera anticipada. Hay mucho sol, mucha alegría, en la naturaleza. Todo sonríe…Mañana de vida… ¡Qué alegres están los cielos y la tierra! … Los árboles son más bellos. Todo esta lleno de color y de vida”, escribe, relatando el inicio de un día de combates. Pero luego vendrán “las noches sin sueños, empapadas de los ruidos de la muerte” donde “no se oye más que la metralla por todos los lados”, los combatientes “llenos de fango y de sangre” y los muertos tirados boca abajo con los ojos llenos de tierra.Y cuando una bala enemiga atraviesa el corazón de un miliciano, “la sangre surge a borbotones como una furiosa floración de claveles”, y muere “con los brazos abiertos, abrazando a la tierra”. Sus compañeros le darán sepultura “junto a un olivo silvestre, entre la tierra roja, salpicada de flores”, no omite de precisar Otero Seco, como si esa tierra le devolviera el abrazo, lo arropara y lo fuera a mecer.
Arrestado el 9 de abril de 1939, acusado de “activísima campaña periodística contra el Movimiento Nacional y apología de la causa marxista” y condenado a 30 años de cárcel tras una parodia de juicio, fue recluido en la madrileña cárcel Diaz Porlier y luego en el penal de El Dueso (Santander).
Sus poemas escritos en la cárcel son un desesperado intento de diálogo con sus compañeros de cautiverio condenados a muerte y fusilados: Pedro Luis, yuntero de Badajoz –“claro, limpio y sutil como la aurora”. “¿Hasta cuando/ este gotear constante de la sangre/ que el corazón de España está vaciando?”, le pregunta– o Martin Manzano, alcalde de Móstoles –con “su serenidad de justo su sonrisa de niño”. “Mañana, cuando se oigan avanzar nuestros pasos/ tu estarás con nosotros porque sigues viviendo”, le dice.
Se dirige a su padre, de cuya muerte tardó en enterarse: “Estabas muerto y muerto y yo no lo sabía. / Cuando fui a buscarte/ la muerte era tu novia y yo no lo sabía”, a Miguel Hernández, su “compañero del alma”, “su inseparable”, con su grito al saber de su muerte: “¡No, que la canción se ha muerto!”, a María, su esposa, “Tu tan lejana y triste. Yo tan triste y lejano. / Tu tan próxima y clara. Yo tan claro y tan próximo. / Tu tan lejos, tan cerca… Al alcance furtivo/ de mi mano irreal, de mis labios de aire”.
Conmutada su pena en “prisión atenuada en su domicilio”, salió de la cárcel en 1941 para juntarse con su esposa y su hijo Antonio en un Madrid que definiría como “una cárcel con tranvías” en donde “el mundo se nos había arrugado y estrechado hasta convertirnos en una pequeña pelota”.Un trabajo de corredor en una empresa de perfumes le sirvió de cobertura para poder establecer contactos con los grupos de resistencia en todo el país. Las autoridades franquistas sin embargo lo sometían a una vigilancia y brutal hostigamiento constantes.
“Varias veces al mes la policía venía a casa generalmente por la noche, a buscar a mi padre. Registraban todo el piso y devastaban la biblioteca buscando papeles. Se llevaban los libros que les daba la gana con el pretexto de que estaban prohibidos, pero existía un mercado negro de libros prohibidos en Madrid. Es probable que los vendieran”, recuerda su hijo Antonio.
Finalmente tuvo que optar por el exilio y pasó clandestinamente a Francia, en 1947.
Todo, a partir de entonces, se volvió ausencia y lejanía.
Se llevó con él toda la España que pudo, toda la memoria de lo que de ahora en adelante sería el “allí”, como una herida incurable. “Allí en España - ¡qué triste decir allí!”, le escribiría en 1959 a su amigo Antonio Salgado. En París, trabajó los primeros tiempos de peón, ebanista descargador, y todo lo que se presentaba, no en la miseria, decía, pero en una pobreza “pastueña, domesticada”, colaborando al mismo tiempo con “la emigración combatiente” y los órganos del gobierno republicano en el exilio. Fue igualmente traductor para varios organismos internacionales.
Un trabajo de corredor en una empresa de perfumes le sirvió de cobertura para poder establecer contactos con los grupos de resistencia en todo el país
“Yo soy un exiliado sin amor ni camisa/ con los huesos pelados vestidos de horizonte… los cuáqueros me han dado el traje de otro hombre/ sin reparar que tengo un metro ochenta y uno”, escribe en su primer poema fuera de España, Dejadme.
No es mera anécdota. Ese traje demasiado pequeño le significa que se ha convertido en un pelele al que visten sin siquiera mirarlo, en un número, un nadie, como “símbolo inútil de vivir en la muerte y morir en la vida”.
Habrá que salir día tras día en búsqueda de una identidad perdida, reconstruir una historia que tenga sentido con los fragmentos salvados del desastre en una “lucha constante por encontrarse a sí mismo cada minuto del día”, como escribe entonces a su cuñado y amigo Antonio Piñeroba. “La vida es tan dura, tan llena de amargor diario, tan pródiga en ceniza”, le comenta.
Vida de desterrado que se le hace infierno como lo evoca en Mirada interior:
“Este sabor de náufrago, esta angustia de cielo …. / Este caer constante en abismos oscuros… Este mar… Esta ausencia de mar…esta agonía… /
Este rumor antiguo bogando por mis venas / Este sol… Esta sal… Esta luz… Esta presencia… / Esta ausencia… Esta voz… Este morir constante”.
Otero Seco vive la ausencia en lo más íntimo, como una sensación palpable. “Llevo tus guantes puestos, hermana madre mía /Cada malla en su trama es un minuto tuyo / como un eco pequeño de tus ojos cansados/…Mi mano en la distancia sigue sobre tu hombro/te oigo y te veo y te hablo”, escribe en el poema Madre. Y más adelante, cuando la muerte de su hermana Jacinta: “yo no puedo cerrártelos desde lejos / pero siento / la seda de tus parpados/ en el temblor de los dedos”.En 1952 es nombrado profesor en Rennes y en 1956 puede reunirse con su esposa y sus tres hijos, a los que las autoridades franquistas habían negado el pasaporte hasta entonces. “Al verlo tras nueve años de separación, sentí un cambio profundo. El exilio había cambiado su vida”, dice su hijo Antonio.
Sus múltiples colaboraciones en diarios y revistas de Latinoamérica, que más tarde ampliará como crítico literario en Le Monde, le permiten dar a conocer lo mejor de la literatura española contemporánea y adquirir reconocimiento. Pero aún así le escribe a su amigo Hermenegildo Casas, también exiliado: “Cada día tengo una nostalgia más aguda y más insoportable de España” y, todavía en 1959, le comentaría: “Yo, como tú, estoy triste. Nos falta el suelo –la tierra– y el cielo de España para ser felices”.
Pero a pesar de todo quiere creer en el futuro. “Mañana volveremos a estar sobre los mares / en los ríos que peinan su cola de caballo, / en las madres que vuelven a mostrar nuevas sendas / y en la rosa y el nido y en la cuna y la escuela”, escribe en el poema A los españoles muertos en el exilio. “Amigos: no habéis muerto. Ahora estamos nosotros / muertos por vuestra vida, vivos por vuestra muerte. / Alumbrad nuestra vida que siente la nostalgia / de vuestra muerte viva cabalgando en lo eterno”, agrega.
Otero Seco recopiló parte de su “poesía de dolor personal y trágica solidaridad con los amigos muertos”, como la define el poeta y amigo Luis Amado Blanco, en lo que llamó una antología secreta, bajo el título España lejana y sola, que no llegó a publicar.
Cuando el 31 de marzo de 1969 el poder franquista publicó el decreto-ley sobre prescripción de los delitos derivados de la Guerra civil con anterioridad al 1 de abril de 1939, Otero pensó que por fin cumpliría su sueño de regresar a España y acudió esperanzado al consulado de España. Allí le explicaron que el decreto no le concernía ya que sus delitos eran posteriores a esa fecha…
Y como exiliado, desterrado, desarraigado falleció el 29 de diciembre de 1970. “Muerto de pena, muerto de angustia, muerto de España”, diría el escritor francés Jean Cassou.
“Era España”, resumirían sus estudiantes en un escrito de homenaje, tras su muerte en 1970. “Con él, recorrimos los pueblos, aprendimos la tierra de España y el sabor de las naranjas de Orihuela”, decían de su profesor de civilización y literatura española en la universidad de Rennes, con el que habían...
Autor >
Edouard Pons
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