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El 19 de septiembre asistí a la inauguración de la exposición Close-Up en la Fundación Beyeler en Basilea. Sin miedo y emocionada, admito que es una de las exposiciones más importantes a las que he acudido en mucho tiempo y desde entonces no he podido dejar de pensar en ella. En Close-Up se muestran diferentes obras, de nueve artistas mujeres fundamentales para la Historia del arte moderno. Más de cien cuadros firmados por la pintora francesa Berthe Morisot y la artista estadounidense Mary Cassatt, ambas activas en las décadas de 1870 y 1880 en París; la pintora alemana Paula Modersohn-Becker, que se mudó desde la ciudad de Worpswede, en el norte de Alemania a la cosmopolita París desde 1900 hasta 1907; la artista alemana Lotte Laserstein, activa desde 1925 hasta 1933 en el Berlín de la República de Weimar; la pintora mexicana Frida Kahlo, que trabajó desde finales de la década de 1920 hasta alrededor de 1950 en la Ciudad de México; la artista estadounidense Alice Neel, con una práctica que abarca desde finales de la década de 1920 hasta principios de la de 1980; Marlene Dumas, que creció en Sudáfrica en el apogeo del Apartheid antes de mudarse a Ámsterdam en 1976; la artista estadounidense contemporánea Cindy Sherman, que reside en Nueva York, y la pintora estadounidense Elizabeth Peyton. La exposición que fue retrasada un año por la pandemia y que explora la evolución del retrato moderno lleva como título Close-Up. Una manera especial de ponerle broche a un tiempo en el que no nos hemos visto la cara, y en el que nos volvemos a leer el rostro. Es la primera vez que me invitan a quitarme la mascarilla para disfrutar de la muestra, y ahora comprendo que es también algo simbólico: vernos, volver a vernos, ver las obras de esas mujeres, ver sus rostros, desvelar el mundo que quisieron enseñarnos, entenderlas.
Cuando he podido asistir a exposiciones temporales de arte, a menudo, el protagonismo de las mujeres ha sido meramente anecdótico, como también es anecdótica la presencia de las mujeres en la mayoría de las colecciones permanentes. Si lo sé es porque desde hace ya años me dedico a contar y a apuntar en una libreta las mujeres que son expuestas. Creedme si os digo que el resultado es desalentador. Unos pocos cuadros firmados por mujeres, o una exposición de vez en cuando dedicada a la genialidad de una mujer en concreto, parece ser suficiente para muchas instituciones. Muestras en las que las viejas narrativas siguen siendo las protagonistas, donde la falta de perspectiva de género sigue brillando por su ausencia. Un arte y unas instituciones que en general desoyen a la audiencia. Esta forma de escurrir el bulto a menudo entorpece el acceso y el desarrollo de una mirada crítica que contemple la parcialidad y el desprecio con el que las mujeres fueron y han sido tratadas.
El año pasado cuando visitaba Estocolmo me acerqué una tarde al Moderna Museet donde una sala llamó poderosamente mi atención. Se llamaba Una habitación propia, en clara referencia al libro homónimo de la escritora Virginia Wolf. Lo más interesante de aquella sala era que se trataba de una lugar de desagravio. El museo y su dirección entendían que era necesario no solo dar espacio a las obras pintadas por mujeres sino reflexionar y hacer reflexionar en profundidad a la gente que visitaba aquel espacio, sobre la manera en la que nuestras miradas habían sido educadas. No se trataba tanto de exponer a mujeres y callar bocas, algo a lo que nos tienen acostumbradas las instituciones, sino de ser críticas con la Historia del Arte protagonizada, escrita, consumida, comprada y expuesta por el hombre occidental, blanco, y cis-hetero. De entender por qué hay más genios que genias, por qué las carreras de algunas mujeres son trágicamente cortas o por qué algunas solo han conseguido exponer siendo ya mujeres ancianas, o como en el caso de Berthe Morisot, unos meses antes de morir. En aquella sala también se cuestionaba el mercado del arte, se preguntaban abiertamente por las razones que había detrás de cada carrera artística y su valor en el mercado ¿En qué condiciones se pinta y se crea? Sabemos que, por ejemplo, Henri Matisse pintaba desde la cama cuando estuvo enfermo al final de su vida, ¿Quién le daba de comer? ¿Quién limpiaba su cama y su casa? ¿Quién le limpiaba el culo a Matisse? ¿Podemos imaginar cuál sería el resultado si hubiese sido una mujer la pintora enferma? No. No podemos porque probablemente aquella mujer murió tras dar a luz, o no llegó jamás a pintar porque su marido se lo impidió.
Mientras camino por las salas de la fundación Beyeler estoy tan emocionada que no soy capaz de centrar mi mirada en ninguno de los cuadros. De todas las artistas expuestas he hablado y escrito, y siento como si estuviera asistiendo a una reunión con amigas, como si al mirarlas, a través de los autorretratos que se hicieron a sí mismas, estuviéramos compartiendo secretos, información, vivencias, incluso pesares. Agarro a mi novia del brazo todo el tiempo, me acerco a su oído y le pregunto si ha mirado ese cuadro, y aquel, y aquel otro. Me alejo corriendo y mis carcajadas resuenan en la segunda sala de la exposición, la dedicada a Mary Cassatt. Me aproximo a un lienzo que conozco muy bien. Un cuadro del que he hablado. Un cuadro que marca para mí, para mi escritura y mi forma de entender el arte y por ende el mundo, un momento fundamental. Se trata de In the Loge, 1878 de la artista Mary Cassatt. Recuerdo lo que dijeron los críticos cuando se expuso por primera vez: “Surpassed the strength of the most men”, “supera en fuerza a la mayoría de los hombres”. Una mujer vestida de negro mira a través de sus anteojos una escena representada en un teatro. Es ella la que mira y observa. Así representó Mary Cassatt a esa mujer de la alta burguesía que acudía al teatro. La mujer de Cassatt es sujeto de la mirada, pero a la vez es objeto observado, porque a lo lejos en otro palco, un hombre la mira a su vez. Cassatt contrapone en el lienzo dos miradas, por una parte, reivindica la mirada independiente de la mujer y por otra, denuncia la del hombre. Precisamente lo que estamos haciendo aquí. El hecho de que la mujer esté representada mirando de una forma tan activa, escribe Griselda Pollock, impide que sea objetualizada, confirmando así que la mujer es el sujeto de su propia mirada. Sigo paseando por el museo y pienso en todas estas mujeres artistas, pintándose a sí mismas, mirándonos fijamente, diciéndonos a través del tiempo y del espacio que son creadoras de mundos artísticos infinitos y que ninguno de ellos palidece al ser comparado al de sus compañeros, siempre alabados por la crítica, por la institución y por el público.
Hay en Close-Up dos narrativas que fluyen juntas. De una parte, la aparente heterogeneidad de la muestra queda descartada cuando comprendemos que es a través del retrato y de los autorretratos donde todas estas autoras fueron capaces de expresar su forma de ver el mundo que las rodeaba. Por otra parte, el poner de manifiesto cómo las mujeres siguen siendo ignoradas a la hora de trazar una historia del arte y un canon moderno. Si bien cada una ha logrado reconocimiento a través de exposiciones individuales, su agrupación en Close-Up tiene como fin cambiar el énfasis de las historias de vida individuales por el poder de la mirada del artista. Al seleccionar obras tan diversas como las escenas de maternidad de Cassatt y las grotescas caricaturas fotográficas de Sherman, realmente me pregunto: ¿quién hizo y hace arte excelente y desafiante, y quién en su tiempo dio un nuevo paso en la historia del retrato? La respuesta la tengo alrededor. Los pasteles de Cassatt, ese primer autorretrato de Paula Modersohn desnuda y embarazada, Frida sin Diego, sin enfermedad alrededor, intentando descubrir su identidad, el desnudo de una mujer andrógina pintado por la artista lesbiana Lotte Laserstein, los malos tratos que Alice Neel capturó en el retrato a Peggy, el juego de máscaras de Cindy Sherman adelantándose décadas al selfie y a los filtros de Instagram, o la interesante Marlene Dumas que ya no pinta a modelos, que pinta a partir de fotografías encontradas, como en The Painter, un inquietante lienzo basado en una fotografía de su hija pequeña manchada de pintura después de jugar en el jardín. Dumas convierte a la niña desnuda en una figura fantasmal y escultural, de dos metros de altura.
No quiero dejar de recordar la sala final, la sala diez. Dedicada a las biografías de las artistas y al material audiovisual, pero sobre todo a otra pintora fundamental del arte moderno, Marie Bashkirtseff, cuya sección en la muestra se titula Prólogo. La escritora, pintora y escultora rusa vivió desde 1858 hasta 1884, y aunque sobre todo es conocida por sus diarios, sus dos obras Autorretrato con paleta (ca.1883) y The Académie Julian (1881) exhibidas ambas en la Fundación Beyeler demuestran que era una pintora talentosa que tal vez podría haber logrado el éxito si hubiera vivido más tiempo. Quiero acabar con palabras entresacadas de su diario: “Si fuese a morir así, súbitamente, tal vez no conocería el peligro, me lo ocultarían... y no quedaría nada de mí... nada... ¡nada!... como si no hubiese existido jamás... Si no vivo lo suficiente para ser ilustre, este diario será interesante; siempre es curiosa la vida de una mujer, día a día, como si nadie en el mundo debiera leerla, pero también con la intención de ser leída”.
El 19 de septiembre asistí a la inauguración de la exposición Close-Up en la Fundación Beyeler en Basilea. Sin miedo y emocionada, admito que es una de las exposiciones más importantes a las que he acudido en mucho tiempo y desde entonces no he podido dejar de pensar en ella. En Close-Up se muestran...
Autora >
Deborah García
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