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Es difícil encontrar la perspectiva correcta desde la que abordar el relato de un partido como el disputado en Milán. Quizá por ello, para evitar que luego se olvide, lo más sensato sería comenzar por lo más importante: el equipo colchonero ha derrotado al equipo rossoneri en su propio estadio de San Siro. Y es que, si uno se para un momento a reflexionar sobre un titular como ese, se dará cuenta de que es lo suficientemente contundente como para matizar cualquier interpretación posterior. Ténganlo en cuenta si deciden adentrarse en lo que viene a continuación.
Para el que esto escribe, el Milan fue mejor equipo en el global del encuentro. Creo que no mereció salir del partido sin puntos, pero ya sabemos que esto de merecer algo (o no) es un concepto tan irrelevante en el mundo del fútbol como lo es en tantos otros aspectos de la vida. Los partidos se ganan o se pierden en base a un montón de factores que rara vez se pueden modelizar en torno a una línea recta. Eso sí, diga lo que diga el marcador, desde el lado rojiblanco debería tenerse en cuenta lo que ocurrió en el césped porque fue significativo.
Había en la grada milanista un gran tifo que apelaba al orgullo de poder volver a pasearse por la máxima competición europea y aquello debería haber funcionado como aviso. El equipo italiano tiene una gran necesidad de volver a sentirse grande y eso hizo que saltase al campo con la rabia del que está convencido de merecerse el mundo. Como lo hacía el Atlético de Madrid hasta hace cuatro días, sin ir más lejos.
Los primeros 25 minutos de partido fueron un monólogo de los rossoneri que rozó el KO técnico para su rival; un Atleti que parecía querer contener el tsunami con un paraguas de promoción. Hace años que sobrevuela entre los aficionados el runrún de que el ritmo de la Liga española se ha quedado muy atrás respecto a lo que es el fútbol ahora mismo en Europa. El partido de San Siro no es un buen ejemplo para contradecir esa percepción. El equipo italiano fue más rápido, más intenso, más físico, más ambicioso y además jugó mejor al fútbol. Durante esa primera media hora, el Atleti pareció que practicaba una versión anticuada de ese mismo deporte. Era tan incapaz de quitarle la pelota a su rival como de conservarla más de quince segundos. Mientras los italianos construían fútbol vertical y mordían en cada disputa que planteaba el juego, los rojiblancos era incapaces de llegar a la casilla de salida. En el tiempo que un futbolista del Atleti se giraba con el balón para iniciar un pase, los milanistas eran capaces de leerse el Decamerón y hacer un resumen. Era muy frustrante. Los de Simeone acumulaban errores y parecían aturdidos en cualquier zona del campo. También en su propia área, donde Koke fue incapaz de quitarse el balón de encima y sus compañeros fueron tibios cerrando el disparo de Leao que abrió el marcador.
La sensación en ese momento era que el partido se resolvería en los siguientes minutos. El Atleti no respiraba y el Milan no parecía que fuese a cansarse. Pero esa sobrexcitación les jugó una mala pasada y Kessié, que ya tenía tarjeta amarilla, llegó demasiado tarde a una disputa que acabó en pisotón por detrás. Me recordó a Vrsaljko en el Emirates londinense. Como entonces, se juntaron dos cosas: un jugador sin temple y un árbitro sin complejos.
Aunque la diferencia de jugadores bajó el ritmo e igualó la contienda, tuvimos que esperar hasta la segunda parte para ver los efectos. Simeone puso todo lo que tenía en el campo (Suárez, Correa, Griezmann, João, De Paul…). El equipo comenzó a vivir noche y día en campo contrario, pero las ocasiones no eran particularmente claras. El dominio era ficticio, porque venía provocado por el agrupamiento voluntario del Milan en su propia área. El Atleti parecía seguir jugando con esa velocidad más propia de la Play Station 2 que de las consolas de última generación.
Hasta que saltó Lemar al campo y cambió el modo de juego. El francés, que sí daba la sensación de pertenecer a eso otro fútbol, aportó dinamismo, velocidad y algo de magia. Asociándose con João y De Paul (ambos parecen ir cogiendo tono) consiguieron llevar el encuentro hasta un lugar en el que ya sí era posible creer. Y en ese caldo de cultivo apareció Griezmann para demostrar por qué está vestido de rojiblanco. Es muy sencillo: está porque tiene gol. En el momento más crítico apareció su zurda para enganchar una entrega de Lodi desde la izquierda. Faltaban cinco minutos y los italianos estaban muertos físicamente. Aun así, después de una hora jugando con diez, tuvieron una clara ocasión de gol tras el enésimo error de la zaga colchonera.
Pero la suerte estaba del lado rojiblanco esa noche, igual que otras muchas noches no lo estuvo. En mitad del acoso en el que se transformó el tiempo de descuento, apareció una mano absurda de Kalulu que Luis Suárez convirtió en gol tras un lanzamiento de penalti que estuvo entre la pifia y el exceso de personalidad. Y los tres puntos se vinieron a Madrid.
El Atleti está mal y la fotografía de Milan, aunque bonita, sale borrosa. Insisto en pensar que el problema fundamental, más allá de la preparación física o el estado de forma de algunos jugadores, sigue siendo anímico. Por eso creo que hay que encararlo desde la prudencia, la discreción y haciendo piña. Esto último lo digo sobre todo porque, como decía Cervantes, no hay cosa más excusada y aun perdida que el contar el miserable sus desdichas a quien tiene el pecho colmado de contentos.
Es difícil encontrar la perspectiva correcta desde la que abordar el relato de un partido como el disputado en Milán. Quizá por ello, para evitar que luego se olvide, lo más sensato sería comenzar por lo más importante: el equipo colchonero ha derrotado al equipo rossoneri en su propio estadio de San...
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