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Hablar de fútbol para analizar lo sucedido en el Levante-Atlético de Madrid me parece tan ridículo como preocuparse por el aspecto de tu peinado cuando acabas de ser apuñalado. Sé que podría hacer de tripas corazón y seguir caminando ufano por la Gran Vía del análisis futbolístico (al fin y al cabo, es lo que hacen la mayoría de los profesionales que viven de esto), pero a mí no me sale. Lo siento. Donde unos ven rigor profesional, yo veo tergiversación. Donde unos ven centrarse en lo importante, yo veo desviar la atención. Creo que fue Tom Wolfe el que dijo que con una mentira es posible que engañes a alguien; pero cualquier mentira te dice a ti mismo una gran verdad indiscutible: eres débil.
Es imposible analizar la labor del árbitro, un tal González Fuertes, desde la lógica, el rigor o la justicia. Lo es, porque resulta difícil imaginar un sentido de la interpretación tan torticero que puede justificarse en la simple negligencia. Especialmente en un partido en el prácticamente no hubo situaciones conflictivas y donde el susodicho necesito recurrir a la imaginación para dejar su firma de estrella pop. Si vieron el partido observarían, por ejemplo, como João Félix recibió una o varias faltas cada vez que tocaba el balón. A veces sutiles, a veces toscas. A veces con las manos, a veces con los pies. Pues bien, al concluir el partido, Simeone había recibido casi tantas tarjetas él solo como todo el equipo levantino junto. Nueve se llevaron los rojiblancos. Unos guarismos propios del Wimbledon de Vinnie Jones. Raro. Sobre todo, si uno vio el partido. Raro, cuando la primera tarjeta amarilla que sacan a Hermoso es por un pisotón a Morales que cinco minutos después, cuando es el propio Morales el que repite exactamente la misma acción, no recibe el mismo trato.
Hay gente que piensa que la estadística está emparentada con el esoterismo. No es mi caso. Uno, que es de ciencias, sabe que la estadística lo que hace es aportar información precisa sobre una realidad que a veces no se muestra de forma evidente. Dicho lo cual, analicen el siguiente dato: el Atlético de Madrid es el equipo de primera división que menos faltas ha hecho y el que más tarjetas ha recibido.
Pero la madre de todos los delitos llegó a falta de pocos minutos para el final del partido y en forma de una de esas manos alucinógenas que sirven como alimento a los que viven del cuento. Una mano que no lo es, que nadie vio y que ningún jugador protestó. Una mano tan evidente como la geometría de un dibujo de M.C. Escher, que varios minutos después de que sucediera (sí, varios minutos después) llegó al pinganillo de uno de esos árbitros profesionales que parecen incapacitados para repartir justicia. Sí, uno de esos que años más tarde calentarán la butaca de alguna redacción deportiva soltando soflamas con la gracia de una vedette y el acierto de una vidente. Uno de esos que dará la cremita que ahora recibe y que justificará lo injustificable con tal de mantener a salvo un cortijo que ya no es capaz de contener el hedor. La duda es saber cuánto hay de negligencia y cuánto hay de seguir el libreto. Aunque da igual, porque se han cargado el fútbol por el camino.
Habrá quien piense que un arbitraje que podría pasar por delito no debería eclipsar el mal juego del Atlético de Madrid y puede que tenga razón. Los de Simeone no hicieron un buen partido y eso no es ya una novedad. El equipo está inmerso en una dinámica extraña, que potencia su falta de confianza y que lo lleva a navegar entre arenas movedizas o a tener que hacer malabarismos sobre un equilibrio inestable. La buena imagen de los primeros 20 minutos, donde vimos un equipo dinámico, vertical y consciente de lo que hacía, se difuminó como vapor de agua cuando se pusieron con el marcador a favor. ¿Por qué?
Mi lectura de un fenómeno tan extraño no coincide con la famosa teoría del “pasito hacia atrás”, sino con algo que entiendo más complejo. Mi sensación es que el Atleti no tiene un plan definido para cada situación del partido, que es lo que siempre ha tenido. Cuando iba ganando en el Ciudad de Valencia a un equipo que todavía no había comparecido, lo que hizo fue sacar a relucir su falta de confianza. Se quedó sin saber qué hacer. Defender junto al área con una plantilla que no estaba diseñada para eso no parecía buena idea. Pero seguir manteniendo la verticalidad y la misma personalidad de antes les dio miedo. Al final, terminaron por quedarse a mitad de camino, que es lo que no se puede hacer. El Atleti no sabe jugar a defender sin querer, ni a marear el balón sin intención de hacer algo con él. Cada vez que lo hace, lo que últimamente es bastante común, acaba cometiendo errores, principalmente en ataque, que provocan ocasiones claras para el rival. Un córner sacado con el criterio de niños de primaria, un (gili)pase horizontal en zona comprometida, una pared absurda… El Atlético de Madrid fue el que metió al Levante en el partido. De hecho, fue un error propio (balón mal despejado y torpeza de Luis Suárez) lo que provocó el penalti que supuso el empate.
De esa forma, se igualaron las fuerzas por abajo. Los de Simeone no volvieron nunca a la versión original y los valencianos entendieron que estaban dentro del partido. Y no pasó nada, bueno o malo, hasta que a falta de diez minutos Cunha marcó un gol que parecía definitivo. Hemos visto poco al jugador brasileño, pero cada vez que sale al campo aporta algo que personalmente echo mucho de menos: ilusión.
El partido parecía entonces encarrilado, aunque podría haber ocurrido cualquier cosa en los pocos minutos que faltaban. Lamentablemente fue el momento que eligió González Fuertes para aparecer junto a su infalible ejército de la incompetencia.
Y se acabó el fútbol.
Hablar de fútbol para analizar lo sucedido en el Levante-Atlético de Madrid me parece tan ridículo como preocuparse por el aspecto de tu peinado cuando acabas de ser apuñalado. Sé que podría hacer de tripas corazón y seguir caminando ufano por la Gran Vía del análisis futbolístico (al fin y al cabo, es lo que...
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