crisis del capitalismo
El ‘negocionismo’
Tan contentos estábamos con que se consiguiera por fin un acuerdo sobre el cambio climático que no hemos denunciado que algunos de nuestros nuevos ‘aliados’ habían venido a hacer negocio
Juan Bordera / Antonio Turiel 22/10/2021
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Mire a su alrededor con precaución. Quizá tenga a alguno cerca de usted y no se haya percatado. En su trabajo, en su familia, tal vez en su grupo de amistades, o quizá pueda serlo usted mismo. La figura del negocionista está en boga aunque aún no se le había puesto nombre por su conocida y temida habilidad de camuflarse cual gattopardo. Su apetito voraz de recursos –los que dice defender– no parece tener fin.
¿Qué es un negocionista? Alguien que ha mutado hábilmente sus posiciones desde el negacionismo (en sus múltiples formas posibles: climático, energético, político, económico…) a una posición más sutil en la que puede seguir sacando tajada ahora que los tiempos están cambiando. También puede ser alguien que sabe aprovechar el curso de los vientos para que su cuestionable posición sea vista como aceptable y así sacar rédito de ella. ¿Greenwashing? Sí, gracias. ¿Crecimiento? Hasta el infinito y más allá. ¿Fondos Next Generation? Todos para Iberdrola, Endesa y San Florentino Pérez, defensores a ultranza de las generaciones venideras.
Aunque la lucha contra el cambio climático se ha vuelto una cuestión central, eso no significa que las medidas que se tomen sean contraproducentes y elitistas
Hagamos un pequeño repaso histórico antes de mirar hacia el futuro. Corría el año 2007 cuando M. Rajoy consiguió que su primo se arrepintiera de haberse dejado llevar por el calor del vino –¡viva!– en la última cena familiar. En aquella época el PP abanderaba el negacionismo climático patrio; la lucha contra la que hoy en día se reconoce como la mayor amenaza existencial para nuestra especie era desdeñada desde uno de los principales partidos políticos de nuestro país. El propio Jose María Aznar dijo en 2008 que no tenía sentido destinar recursos, como solicitaban “los abanderados del apocalipsis climático”, “a causas tan científicamente cuestionables como ser capaces de mantener la temperatura del planeta Tierra dentro de un centenar de años y resolver un problema que quizá, o quizá no, tengan nuestros tataranietos”.
Tan solo dos años más tarde, en 2010, Aznar fichó por el Global Adaptation Institute, en un giro absolutamente copernicano. Muchos recordamos un vídeo en el que el expresidente decía que incluso si uno no creía en el cambio climático, apostar por las medidas de su mitigación era una buena idea, y podía ser un buen negocio. Negocio. La palabra clave. Pavlov la usaría para hacer salivar a todo buen negocionista que se precie.
Han pasado 11 años desde ese telúrico momento. Y ya no queda nadie en el PP que se atreva a alzar la voz en público denostando a los que hace poco más de una década consideraban “alarmistas climáticos”. Incluso mientras Trump, negacionista contumaz, ha permanecido en la Casa Blanca, nadie en el PP ha desempolvado esas fobias, que ahora se han convertido en feudo exclusivo de una ultraderecha rancia. Esta, cuando aún sea más evidente la gravedad del asunto, tratará de mutar también –probablemente hacia las coordenadas de algún tipo de ecofascismo que ahora ya maneja subliminalmente. Al tiempo.
Sin embargo, aunque la lucha contra el cambio climático se ha vuelto una cuestión central y transversal aceptada por la inmensa mayoría de la sociedad, eso no significa que no haya otro gran problema: que las medidas que se tomen sean contraproducentes y elitistas, y logren poner a la misma gente en contra de un proceso que es su mejor esperanza para evitar mucho sufrimiento.
Tan contentos estábamos con que se consiguiera por fin, si no un consenso, al menos un acuerdo mayoritario sobre una cuestión tan crucial para el futuro de nuestra especie, que no hemos denunciado tanto como sería necesario que algunos de nuestros nuevos “aliados” en realidad tenían unos planes bien distintos a luchar contra el cambio climático. Básicamente, habían venido a hacer negocio. Y en realidad querían hacerlo como lo han hecho siempre, de manera extractiva y devastadora, sin ningún respeto real por el medio ambiente. Todo el dinero que antaño iba a la negación, se empezaba a destinar a la negociación.
A ellos los reconoceréis sin problema porque sus argumentos son vacíos. Utilizan el cambio climático como coartada. Si alguien cuestiona el modelo basado en macroparques eólicos o fotovoltaicos con el que pueden destruir una parte de los valores naturales y ecosistémicos de nuestro país, te tachan de insolidario, de no comprender la gravedad del problema, de “oponerte a las soluciones necesarias e imprescindibles”. Tiene que venir una buena parte de la comunidad científica a decir lo que ellos jamás se atreverían a afirmar, no sea cosa que su posición de privilegio se tambalee: que el capitalismo es insostenible –señalado en el informe filtrado del IPCC que dio la vuelta el mundo– y el decrecimiento un aliado para enfrentar la intersección de los enormes retos climáticos y energéticos. Además, otro magnífico ejemplo de negocionismo ha ocurrido hace pocas horas: se han filtrado las “recomendaciones” –32.000– que los lobbies y los gobiernos han hecho para tratar de modificar ese informe. Cuando llegue el momento, podremos comparar.
Dicen ser los adalides de la defensa del medio ambiente, pero no les importa arrasar reservas de la ya maltrecha biodiversidad. Les importa el medio ambiente, pero no del todo, solo medio. Sobre todo el medio que les permite medrar. No les preocupa la contaminación por metales pesados, tampoco la pérdida de capacidad de fijación de carbono de los suelos o la destrucción de los bosques y del bentos marinos. Es un interés selectivo, y cuando uno contrapone otros valores medioambientales argumentan que el suyo (el que avala su negocio) es superior, cuando el medio ambiente no es un aspecto concreto, sino la compleja suma de todas sus partes.
Dan por sentado que el único modelo de producción renovable es el de las renovables eléctricas, cuando a estas alturas hay muchas dudas de que haya materiales suficientes para llevarlas a cabo en todo el mundo como se quiere hacer creer, cuando tampoco está claro cuánta energía neta se podría producir con ellas, y todavía está menos claro cómo electrificar ese setenta por ciento largo de la energía final que no es eléctrica.
El trayecto de “el pico del petróleo” a “el pico de todo” es además breve por la relación directa entre energía, crecimiento y el coste de producción del resto de materias
Todo se fía a un progreso tecnológico milagroso que va a llegar a tiempo porque interesa a su negocio. Instalaremos decenas de gigavatios de parques fotovoltaicos y eólicos, a pesar de que probablemente faltará plata para los paneles y neodimio o disprosio para los aerogeneradores. Todo el mundo tendrá coches eléctricos, aunque la propia Agencia Internacional de la Energía reconoce que la extracción anual de litio tendría que multiplicarse por 100 y la de cobalto y níquel por 40, valores tan absurdamente elevados que son completamente imposibles de conseguir. También se producirá hidrógeno de origen renovable, hidrógeno verde que te quiero verde, para mantener en marcha la maquinaria pesada, a pesar de que las pérdidas de conversión para el uso en motores son tan abultadas que la propia Estrategia Europea del Hidrógeno reconoce que Europa no podría autoabastecerse de hidrógeno verde. Lo fiaremos todo en nuestros modelos y escenarios climáticos a que las tecnologías de captura y secuestro de carbono vengan al rescate. Si hace falta, creeremos en que las centrales nucleares de torio o la eternamente esperada fusión nuclear nos esperan a la vuelta de la esquina. Todo menos asumir que si no llegan muchos de estos milagros a la vez, y rápido, más nos valdría estar preparándonos para adaptarnos a los límites.
Pero hay un negocio inmenso esperando y no va a venir ahora nadie a arruinar la fiesta del negocionismo. Y si se tiene que cubrir España con el hormigón de las zapatas de soporte de los paneles fotovoltaicos o del de los aerogeneradores, se hará, igual que a principios de siglo se recubrió todo de ladrillo, en la última gran burbuja. Que conste en acta que esto no es una enmienda a la totalidad, algún macroparque habrá que hacer, pero no desde una mentalidad economicista de “aquí, que el suelo es más barato”, tendría más sentido instalarlos en polígonos cercanos a las ciudades que van a suplir, por ejemplo, y apostar con fuerza por el autoconsumo.
Pero lo peor es que lo que quieren cubrir con cemento y con líneas eléctricas son los últimos recursos críticos de España, los que necesitaremos cuando la crisis energética y de materiales en curso se agrave. Porque mientras los negocionistas se relamen pensando en sus ingresos, la producción de petróleo, de carbón, de uranio y ahora también la de gas natural, ha comenzado a bajar. Es un proceso geológico previsible y previsto, del que se ha venido alertando desde hace años y que, aunque habrá vaivenes y se venderán espejismos de recuperación cuando pase el invierno, a corto plazo es ineludible.
Hemos superado el máximo productivo o pico de muchas de las materias primas energéticas, y eso está acelerando el pico de todos los demás materiales. Es el pico de todo. Temido desde hace tiempo y completamente inevitable para una sociedad como la nuestra, basada en el crecimiento económico ilimitado y en el extractivismo. Tenía que llegar tarde o temprano, y está llegando ahora. El trayecto de “el pico del petróleo” a “el pico de todo” es además breve por la relación directa entre energía, crecimiento y el coste de producción del resto de materias.
Y en medio del marasmo de esta crisis total del capitalismo, de este pico de todo, cuando deberíamos estar centrándonos en relocalizar lo esencial, producir nuestros propios alimentos, asegurarnos los suministros básicos y el saneamiento del agua, los negocionistas pretenden seguir con el pie en el acelerador.
Cuando sus proyectos fracasen, cuando muchos queden sin terminar por falta de recursos pero con la cicatriz ya hecha sobre el terreno, cuando los parques que funcionen proporcionen una energía eléctrica que no necesitamos tanto como de otros tipos, nos daremos cuenta de que los voltios no se comen. Pero si llegamos a eso será ya demasiado tarde. Los planes que se pretenden poner en marcha no son la transición que nos salvará, sino la que en parte nos condena.
Condena como la que ha recibido un joven investigador y exprofesor de la Universidad de Deusto, Adrián Almazán, al que acaban de purgar por sus opiniones e ideas, por no arrodillarse ante el negocio. No es el primer caso pero necesitamos que sea el último. A las personas que denunciamos que el rey (modelo actual y sus defensores) está desnudo (es insostenible), nos cuesta perder oportunidades de todo tipo y críticas de mucha gente poderosa y de los medios que poseen. Todo por ir en contra del zeitgeist de una época que la historia juzgará sin compasión, y que en el modelo de las cinco etapas del duelo de Kübler-Ross se resiste a pasar de la tercera. Recordemos: negación (el primo de Rajoy), ira (Trump), negociación (Next Generation y la mayoría de las propuestas de Green New Deals), depresión y aceptación.
El negocionismo es simplemente el encuentro en la tercera fase –entre inversores y legisladores. El acomodamiento en ella. Cuando lo que habría que hacer es arriesgarse como esa parte de la comunidad científica que filtró los informes del IPCC. Alcemos más claramente la voz, arriesgando nuestra posición de privilegio: alguien muy sabio dijo que aquellos que tienen el privilegio de saber tienen la obligación de actuar.
Se acerca la COP26 (del 1 al 12 de noviembre. A ver si a la vigesimosexta va la vencida). Es imprescindible que tras dos años de parón desde la última, y tras un verano de eventos extremos y récords de temperatura que no son sino el tráiler de lo que está por venir, se pueda transitar aceleradamente por las dos fases que nos quedan, una sana y breve depresión que nos permita asumir la gravedad de la situación que tenemos enfrente –más el duelo necesario para superarla–, y así pasar a la fase de aceptación en la que se deben implementar medidas acordes a lo que no negocia, los límites, la atmósfera y la termodinámica.
Urge una democracia más participativa para que la inteligencia colectiva ayude a resolver de la manera más justa posible esta transición. Y que no se beneficien los de siempre. Habrá, por lo tanto, que potenciar un debate sano. Una tribuna de 2.000 palabras no da para esbozar siquiera un bosquejo de plan. Aunque todos pasarían por asumir el reto de colaborar, de divulgar la problemática de una manera cruda que permita entender que no hay otra opción que recuperar el control estratégico de sectores clave como el energético. Ese sector en el que España es la vergüenza de Europa en cuanto a empresas públicas de energía se refiere porque los negocionistas llegaron primero.
Mire a su alrededor con precaución. Quizá tenga a alguno cerca de usted y no se haya percatado. En su trabajo, en su familia, tal vez en su grupo de amistades, o quizá pueda serlo usted mismo. La figura del negocionista está en boga aunque aún no se le había puesto nombre por su conocida y temida...
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Juan Bordera
Es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició. Es coautor del libro El otoño de la civilización (Escritos Contextatarios, 2022). Desde 2023 es diputado por Compromís a las Cortes Valencianas.
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/ Antonio Turiel
Investigador Científico en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC.
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