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En la última ocasión, queridos lectores, que sus ojos danzaron conmigo sobre este lienzo de palabras, que más que un lienzo es un boceto de ideas con el pretexto de pensar, les había recomendado que se dispusieran a leer la novela El hombre sin atributos de Robert Musil. Yo hace tiempo que ya había comenzado su lectura, y precisamente ahora me viene a la mente el recuerdo de un personaje, Ulrich, que decía tener en ocasiones la impresión de haber nacido con atributos carentes hoy día de validez ¡Qué idea más delirante! ¡Nacer con atributos! Ulrich lo dice metafóricamente, claro, porque con los atributos no se nace, más bien al construirlos el hombre se hace humano. Pero tomemos la ficción por verdad e imaginemos que hemos nacido, en efecto, con atributos que, tal vez, ya no sean válidos para el tiempo en que vivimos ¿Qué podría significar estar viviendo o llegar a un mundo en el que sentimos que nuestros atributos están ya caducos? ¿A alguno de ustedes le ha atravesado un pensamiento tan irracional? ¡Sentir que el mundo corre a tal velocidad que hemos quedado desfasados con el transcurso de los días y que nuestros atributos ya no son válidos para este tiempo! ¿Que ya no tienen sentido? Sin pretender que respondan de inmediato, no me parece en absoluto una cuestión baladí. Además, siento la urgencia de preguntar si, en efecto, más allá de lo absurdo que pueda parecer tal interrogante, quizás sea algo cierto: me refiero a que nuestros atributos ya no tengan cabida en este mundo, en el cual la mayor virtud ya no consiste en saber hacerse humano, edificarse y vivificarse, como escribiera María Zambrano en Los sueños y el tiempo a propósito de nuestro Yo. Porque en el mundo en el que estamos lo importante no es la tarea de construirse, sino la añagaza de venderse. Y es aquí donde atestiguamos el nacimiento, señoras y señores, del hombre sin atributos. El predicador de la ideología del mercado en cuyo reino lo apremiante es convertir todo y hasta a uno mismo en la más seductora mercancía.
Esto pensaba yo tras encontrarme el otro día en un café con un viejo poeta que se quejaba de que hubiese ido tan poca gente a la presentación de su más reciente libro. Sobre todo, se asombraba de los poquísimos ejemplares que había vendido. Sin duda alguna, el asunto de fondo no era que su poesía careciese de valor, sino, en realidad, que no supiera venderla. Y yo lo escuchaba quejarse, amarga y coléricamente, mientras decía: “¡Yo soy poeta! ¡Mi oficio no es la venta! Al oírlo, me limitaba a asentir con la cabeza, mientras pensaba: ¡menos mal que escritores como Musil nacieron en otra época!, pues ¿cómo podría vender hoy su densa y voluminosa obra? Entonces, me imaginé a ese gran novelista grabando ridículos vídeos en TikTok, como se estila a hacer ahora, para poder llegar a más lectores, o, mejor dicho, para abarcar a los futuros clientes ¡Aquí comienza la tragicomedia del poeta y de todos los seres con atributos sin validez para el presente: ¡vivir con verdadera autenticidad y pasar, sin embargo, por inauténticos decadentes! ¡Vaya ironía! Porque he aquí el imperativo categórico de nuestro tiempo: no basta con que sepas hacer aquello que aprendiste con tanta dedicación y esfuerzo durante años, sino únicamente que sepas venderlo. Y para conseguirlo, además, deberás volverte visible. Hay, pues, que tener visibilidad. Y este es, señoras y señores, el que nos han vendido como el “mayor atributo” de nuestro tiempo, el gran negocio de los imagólogos, esos ideólogos de la imagen que han creado la realidad de la Imagología. Pero ¿quiénes son los imagólogos y en qué basan su disfrazado dominio y tiranía? Sólo un novelista como Milan Kundera nos ha podido brindar unas palabras para comprender el mundo actual con tanta lucidez: “Las agencias publicitarias, los asesores de imagen de los hombres de Estado, los diseñadores que proyectan las formas de los coches y de los aparatos de gimnasia, los creadores de la moda, los peluqueros y las estrellas del show business, que dictan la norma de belleza física”, puesto que “los imagólogos crean sistemas de ideales y anti-ideales, sistemas que tienen una corta duración y cada uno de los cuales es rápidamente reemplazado por otro sistema, pero que influyen en nuestro comportamiento, nuestras opiniones políticas”. Y así continúa el escritor con un largo etcétera en la lista de las atribuciones conseguidas por los imagólogos, esos diseñadores de nuevos sistemas que, bajo la Gran Mano Invisible, han ido remodelando no sólo los gustos sino también las mentalidades hasta fabricar una empobrecida existencia. Este es el espíritu de nuestra época, o, mejor dicho, la evidencia de su carencia. Porque la era de la Imagología es, pues, el imperio de individuos cuyas vidas se consumen en lo efímero de un presente vacío; individuos privados de una verdadera singularidad e interioridad, siempre tan necesitados de notoriedad y visibilidad. Esta es la constatación del hombre sin atributos. Dicho por David Riesman: “Una personalidad producida industrialmente, un patchwork” de las modas que consume y es consumido huyendo de sí mismo, que vive en el descargo de una angustia que le solicitaría edificarse otro futuro. Un futuro, tal vez, como el de los poetas que sufren el drama por vivir ahora y alcanzar la permanencia en el tiempo y en la memoria. Es decir, por alcanzar La inmortalidad. Por cierto, este el título de la novela de Kundera que líneas arriba mencioné y que podría ser un gran pretexto para refugiarnos del invierno que se aproxima, en vez de llenarnos las retinas con los anuncios por “fin de temporada” y vaciarnos con sus ofertas, dócilmente, los bolsillos.
En la última ocasión, queridos lectores, que sus ojos danzaron conmigo sobre este lienzo de palabras, que más que un lienzo es un boceto de ideas con el pretexto de pensar, les había recomendado que se dispusieran a leer la novela El hombre sin atributos de Robert Musil. Yo hace tiempo que ya había...
Autora >
Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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