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BELÉN GOPEGUI / NOVELISTA

“Es preciso recordar a quien no puede con su estrella que esa estrella no es solo suya”

Eudald Espluga 5/11/2021

<p>Belén Gopegui.</p>

Belén Gopegui.

Mauricio Retiz

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Cada novela de Belén Gopegui supone una llamada de atención para los lectores. Tanto por el interés intrínseco del libro, como por ofrecernos la oportunidad de escuchar una voz lúcida e incisiva sobre cuestiones literarias y políticas. Aprovechamos la publicación de Existiríamos el mar (Penguin Random House) para conversar con ella.

El piso de Martín de Vargas no solo es un personaje más, como suele decirse, sino que se podría afirmar que es el verdadero protagonista de Existiríamos el mar. Qué espacios podemos habitar, cómo los habitamos y cómo los nombramos son cuestiones que sobrevuelan la lectura. Que los protagonistas sean “compañeros de piso” no solo sirve al lector de comentario político sobre la precariedad y la violencia inmobiliaria, sino que además invita a cuestionar la idea misma de vivienda unifamiliar y la organización de las ciudades en torno a esta atomización de los modos de vida (con la privatización de los cuidados que esto implica: una cocina por casa, una lavadora, etc.). ¿Por qué decidiste poner el piso en el centro de la historia?

Hay dispositivos narrativos, como el que mencionas, en los que no se suele reparar, quizá por lo habitual que es ligar la innovación formal a ciertos artificios que llaman la atención sobre sí mismos, debido, creo, a la idea persistente y confusa de que la forma puede transitar de un modo etéreo y separado de la materia que narra. Cuando escribía mi anterior novela encontré estas palabras de Eva Illouz: “Las aceleradas transformaciones sociales y las nuevas formas de experiencias pueden producir un lenguaje del yo obsoleto”. Diría que el género de la novela ha tendido a asumir un lenguaje del yo obsoleto sin siquiera plantearse la necesidad de renovarlo. Al mismo tiempo, me interesa continuar donde lo deja Illouz y plantear que a la novela, como a otras disciplinas, puede corresponder la tarea de cuestionar el yo en tanto constructo intocado, siempre igual a sí mismo, una ficción, al cabo, bastante convencional y limitada, diseñada por concepciones de la vida y el mundo tradicionales –¿vale decir, burguesas?–, o religiosas, o simplemente inanes. En este sentido, Martín de Vargas 26 quiere aportar una renovación, o un ensayo de renovación de eso que se entiende por yo. De modo que sí, claro que considero que está en el centro de la historia y me alegra que lo veas así, son formas de pensarnos en otras coordenadas más materialistas y precisamente por eso más capaces de integrar la realidad de los entrelazamientos, la gratitud, la necesidad, la imaginación, la rabia.

En la novela se hace explícito que los personajes que comparten piso rondan la cuarentena. Creo que esto también ayuda a romper con las lecturas generacionales sobre la precariedad, que a veces creo que pueden contribuir a embarrar un poco el debate público, creando falsas dicotomías (entre mis padres cuando tenían mi edad y yo ahora), difuminando otros condicionantes quizá mucho más importantes como pueden ser el machismo, el racismo o el estigma hacia las personas psiquiatrizadas. ¿Qué te llevó a construir la historia desde ese enclave generacional en concreto?

A menudo he citado esta frase de Günther Anders: “Llámese cobardía a esta esperanza”. Parece muy dura porque no deja lugar para el consuelo. Y sin embargo, tal vez lo más duro sea seguir en el consuelo, pensando que la vida será otra, que pasará algo, y entonces hemos consumido una década y otra y otra y ya la vida mengua inevitablemente. La juventud es, de un modo casi lógico, la edad de la esperanza. Pasada largamente la treintena, la frase de Anders cobra sentido. Hoy los movimientos ecologistas podrían hacerla suya, y algo de eso está presente como una vibración de fondo en la novela. Pero se trataba también de regresar a aquellas ideas de Marx cuando dice: “La crítica (a la religión) ha deshojado las flores imaginarias de la cadena, no para que el hombre arrastre la cadena que no consuela más, que no está embellecida por la fantasía, sino para que arroje de sí esa esclavitud y recoja la flor viviente”. Relaciono esto con que elegir esa generación implica no idealizar su opción de vida. Para un sujeto de cuarenta años en la situación de mis personajes, no hay consuelo y sin embargo eso no significa que no haya canto, dicho en el sentido de fuerzas que organizan sonidos, actos y silencios para dar, glosando de algún modo a Ceśar Vallejo, una parte de la vida a la vida. Como el contenido es la forma o viceversa, ese canto no puede ser esperanza etérea ni estar embellecido por la fantasía. No puede tampoco ser resignación, ni el gemido de quien a los, pongamos, setenta y muchos, ve su vida partir y embellece lo que pasó.

La literatura, ni apenas nada, puede ser exclusivamente personal

En septiembre se publicó en El Salto un muy buen artículo de Layla Martínez, “Invocación a los muertos para que nos guíen hacia el ecosocialismo”: “La fe”, escribe, “es tan importante como los hechos. Una revolución es un salto de fe. Esto suena poco marxista, pero solo si eres idiota y crees que el marxismo es un caballo con las patas trabadas o un alfiler oxidado”. Se entiende más allá de las resonancias religiosas que la palabra fe pueda tener para algunas personas. Hay en la fe no religiosa algo que no es irracional, forma parte de la vida, si no se confía en lo que no está asegurado no podríamos ni salir a la calle pues casi todo es racionalmente incierto por más que sea probable. Necesitaba, entonces, una parte de una generación que no pudiera dejar de ver lo que está pasando, que no pudiera perderse en fantasías, y que tuviera todavía la energía suficiente para confiar en su propia acción organizada. Necesitaba separar lo que en la novela se llama “chapuza vital”, los desmanes de la materia con que está hecha la vida y ante la que el canto, e incluso cierto consuelo, es necesario, del daño que procede de la injusticia social y que ha de ser abordado.

El trabajo sindical y los grupos de autodefensa laboral están muy presentes en la novela. ¿Sabías desde el principio que querías introducirlo? ¿Cómo fue el proceso de investigación y documentación? Lo pregunto porque más allá de los conflictos concretos que aparecen, el libro explora la percepción que ellos mismos (y sus compañeros) tienen de su labor sindical: los hechos nunca están desligados de las narrativas sobre la posibilidad de que realmente se puedan cambiar las cosas.

Pedí que me pusieran en contacto con sindicalistas y personas trabajadoras en distintos sectores que no suelen aparecer demasiado en las novelas. Las conversaciones que tuvimos fueron fundamentales, sin ellas habría escrito otra novela. Por eso creo que nunca basta con los agradecimientos, que no hay retórica en la frase de que la literatura, ni apenas nada, puede ser exclusivamente personal, las herramientas con que se piensa, la estructura de sentimiento descrita por Williams, las preguntas que llaman a la puerta de una época y lo que no se mira porque no hay siquiera conceptos con que mirarlo pertenecen a las colectividades, conforman la norma literaria y escribir, lo que al menos las voces que me interesan llaman escribir, empieza por ver lo implícito de esa norma y cómo se conecta con otras asunciones impuestas y qué colectividades las disputan, y sumarse, o a veces, raras veces, inaugurar las disputas en torno a aquellos preceptos que se juzguen errados o ilegítimos. En este sentido me interesa lo que dices de los hechos, no sé si en las facultades de Filología o en los estudios audiovisuales hay espacio para preguntarse qué cuenta de un mundo el que el hecho predominante en la mayor parte de sus narraciones sea la investigación de un crimen, de origen individual y patológico, ya cometido.

Creo que es Hugo quien afirma que “el colchón económico altera la percepción de la realidad”. Mientras lo leía, le respondí mentalmente que la falta de ese colchón también la altera, o el hecho que ese colchón sea un poco o mucho más fino. Lo menciono porque me gusta mucho cómo tratas la dimensión afectiva del dinero, su capacidad para definir estructuralmente nuestra subjetividad. Me recuerda a las ideas de la socióloga Vivian Zelizer, en su ensayo La negociación de la intimidad, donde defiende que la intimidad y la economía nunca han sido dos esferas separadas e independientes, que un buen día fueron corrompidas, sino que sus mundos se conectan y se entrecruzan constantemente.

Lo que corrompe del dinero, a mi modo de ver, es el lugar de donde se extrae, el dinero es tiempo de trabajo de otros, también propio, pero en nuestros países sabemos que el dinero es sobre todo explotación, tiempo de personas que trabajan en malas condiciones aquí, y en condiciones mucho peores lejos de aquí. Por eso hay algo tan obsceno en su exhibición, habría que transparentar no ya el trabajo que hay detrás de cada objeto, sino el que hay detrás de cada precio; aunque en alguna rara ocasión tras un mueble de madera solo haya el trabajo realizado con calma por un ebanista y por personas que cortan los árboles en condiciones asumibles y sin destrozar la reproducción del bosque, el dinero con que se paga ese trabajo casi siempre son horas de vida de gentes a quienes no les queda ni energía para existir. Los precios llevan, aunque no se vea, especies de bocadillos de cómic donde se representa a decenas o centenas de personas en fábricas envasando objetos y respirando aire viciado. Imagino mejor lo que comentas del libro de Zelizer en una sociedad razonable donde los flujos del trabajo sean más o menos equivalentes y de ahí provengan los intercambios. En un mundo tan desigual como el nuestro, a veces es imposible incluso trazar el origen de una mercancía –recuerdo por ejemplo el libro Anatomy of an AI System, su tímido intento de trazar el recorrido del trabajo y de los materiales presentes en un altavoz de Amazon–, y resulta difícil establecer esas negociaciones sin sumarse a la rueda de la desigualdad. En todo caso, explicitarlas es útil, ver lo que hay en lo que hay y, como bien dices, lo que no hay, lo que falta, lo que no se alcanza o no se mira: es una de las funciones que me interesan de la literatura.

Algo parecido puede decirse del trabajo, que cada vez más ha pasado a formar parte de nuestra identidad. Se nos dice que trabajar de lo que nos gusta es imprescindible para ser felices, para realizarnos como personas. El personaje de Jara está marcado por el desempleo, incluso cuando es consciente de que la centralidad del trabajo productivo (que no de los cuidados) es ideológica y el paro un problema estructural: “tendría que quitarse de la cabeza ese miedo a no ser si no trabaja”. ¿Crees que podemos luchar contra este modelo que nos hace “empresarios de nosotros mismos” y nos responsabiliza de nuestros fracasos sin cuestionar al mismo tiempo la centralidad que el trabajo productivo ha tenido históricamente para la izquierda?

Esa retórica de buscar la pasión en el trabajo y seguir tus sueños, y un poco de Steve Jobs y un poco de quien se tercie, me parece vacía, puesto que basta mirar el mundo para ver las tareas que son necesarias y ver cuán pocas hay que puedan encajar en lo que podría llamarse pasión o vocación. Incluso entre esas pocas, cuando las condiciones en que se realizan son de extrema tensión y agotamiento, cualquier vínculo con la llamada pasión desaparece, a no ser que se tome, claro, en su sentido literal de padecimiento. Considero que sí existe una función de utilidad que la mayoría de los seres humanos valoran. La utilidad está ligada al sentido y al despliegue de las facultades y creo que incluso si el trabajo no fuera obligatorio muchas personas querrían aportar algo a la sociedad y a su entorno próximo. Como no cabe, me parece, hablar de un mundo donde todas las tareas necesarias se realicen por arte de magia y haya, a la vez, un modo de cubrir el sustento de cada habitante, es preciso reflexionar acerca de cómo distribuir tareas obligatorias pero que, si se realizan con el máximo reconocimiento de la comunidad, lo que es como decir en buenas condiciones, no serán demasiado gravosas. Esto exigiría no solo tender a igualar la pirámide salarial, sino invertir sus presupuestos: cuanto más gravoso es un trabajo (no cuanto más escaso sea) mejor pagado habrá de estar y con mayor tiempo de descanso deberá realizarse.

Basta mirar el mundo para ver las tareas que son necesarias y ver cuán pocas hay que puedan encajar en lo que podría llamarse pasión o vocación

Como señalas, el trabajo productivo y el de los cuidados deberían seguir lógicas distintas; sin embargo, hoy la tendencia es incluir parte del trabajo de los cuidados en la lógica del trabajo productivo, mientras otra parte se mantiene en un vacío legal de explotación y patriarcado –y otra, claro está, queda ligada a la vida y probablemente no deba monetarizarse siempre que se asegure que quien la elige no está sufriendo ningún tipo de violencia que le obligue a realizarla–. Todo esto parece lejano, pero podría ser un modo persistente de organizar la lucha y las reivindicaciones que vaya más allá de las dicotomías entre trabajo sí y trabajo no, y de la adjetivación, por completo confusa a mi entender, entre trabajo digno y trabajo indigno.

En la novela, Lena está conversando mentalmente con Jara, sumida en la nostalgia y la tristeza. Afirma que se niega a rentabilizar esa nostalgia, no la quiere invertir. “Dietas perfectas, hábitos perfectos, perfecta gestión emocional y luego, ¿qué?”. ¿Debe haber espacio para la defensa de los afectos tristes en nuestro día a día? No lo digo en el sentido de combatir el estigma que rodea la enfermedad mental, sino más bien como politización y colectivización de un malestar cuyas causas son materiales (económicas, políticas, nacidas de la discriminación o la exclusión). ¿Crees que la nostalgia puede servir para canalizar ese malestar hacia un proceso emancipatorio? Lo pregunto teniendo en mente, por un lado, la deriva reaccionaria de la nostalgia en libros como Feria, de Ana Iris Simón, y por el otro la defensa en clave posmarxista de una “hauntología”, como la llama Mark Fisher: a través de la memoria, recuperar la potencialidad del pasado, los futuros perdidos, para acabar con la impotencia del “no hay alternativa”.

Sin duda el pasado importa, uno de los textos más impresionantes para mí de Walter Benjamin es su tesis doce de la filosofía de la historia, donde dice que mientras Marx describía a la clase oprimida que lucha como “la vengadora, que lleva hasta el final la que es la obra de la liberación en nombre de generaciones de vencidos”, en cambio la concepción socialdemócrata “se ha complacido en asignar a la clase obrera el papel de mera redentora de generaciones futuras”. De este modo, dice “ha cortado los nervios de su fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Puesto que ambos se nutren de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”. Por circunstancias personales, y no solo personales, detesto la palabra sacrificio, prefiero generosidad, prefiero combate; pues no se trata de sacrificar nada a los dioses, sino de entregar la energía y la fuerza a quienes harán con ella algo que podamos respetar y no la extracción ventajista que lleva a cabo hoy. La nostalgia reaccionaria que mencionas es bien distinta de lo que refiere Benjamin, es incluso la opuesta, se reivindican hipotéticos recursos de las generaciones pasadas sin recordar, por un lado, qué pocos gozaron de esos recursos, y sin contextualizar, por otro, su procedencia.

El peso de la politización tampoco se puede cargar sobre el sujeto aislado, porque si no hay espacio ni tiempo para encontrase con otros, entonces politizar no es posible

Entrando ya en el núcleo de tu pregunta, cuando Lena se niega a rentabilizar su nostalgia está hablando de la presión actual que pasa por exprimir al sujeto cargándolo, junto con el trabajo y la angustia económica, con la carga de lo que se llama gestionar bien las emociones. Importa, sí, como propones, politizar, por ejemplo, la tristeza, y ese “no puedo más” que llega a ser revolucionario. Y saber que, a veces, hasta la rabia exige una energía que no se encuentra, saber que el peso de la politización tampoco se puede cargar sobre el sujeto aislado, porque si no hay espacio ni tiempo para encontrase con otros, entonces politizar no es posible. Por eso me parece fundamental el verbo que usas, canalizar, hay que construir los canales porque los que hay ahora los han construido quienes no quieren que ese malestar se politice, y aunque podamos usurparlos, no es verdad que las herramientas sean neutrales: es más difícil usar un sacacorchos para cortar queso, aunque se pueda hacer, y es absurdo usar una pistola para cortar queso; es preciso trabajar tanto en la construcción de canales como en el desvío de los existentes. Canales donde recordar, también con actos, a quien no puede con su estrella, que esa estrella, esa mala estrella, no es, nunca, solo suya.

No puedo no preguntarte por la conversación entre Hugo y Renata, cuando dicen “que le den a la autenticidad” y rechazan la cantinela del “ser uno mismo”. Precisamente el ensayo sobre la nostalgia de Fisher que te comentaba antes concluye así: “Es difícil para cualquiera ser uno mismo (y más si estamos forzados a vendernos). La cultura, y el análisis de la cultura, son valiosos en tanto nos permiten escapar de nosotros mismos”. ¿Qué te sugiere esta idea? ¿Hasta qué punto la novela nos permite escapar realmente de nuestro “yo mismo”?

En un artículo de 1995, titulado “Yo, literalmente”, Carlos Piera ya decía: “Toda la sociedad está organizada en torno a la exigencia que constantemente oímos: ‘Sé quien eres, sé tú mismo’. Aunque también es verdad que es seguramente más fácil percibir ahora hasta qué punto es dudoso el camino que eso abre: los mismos suelen añadir exactamente qué ropa, qué ideas, qué cuerpo, qué cara –qué trabajo, añadiría hoy yo– hay que revestir para ser el que uno es”. Piera defendía que si en algo consiste buscar quién se es, sería en despojarse de todas esas exigencias impuestas a mayor beneficio de los interesados en imponerlas. A su vez, en Minima Moralia, Adorno ataca a la autenticidad con argumentos nítidos, la llama “la glorificación de lo fáctico”, “la defensa de la supremacía del origen sobre lo derivado” a la cual “todas las capas dominantes asentadas desde antiguo apelan” o “la última sublimación de la brutalidad del bárbaro en el sentido de que el que estaba primero es quien más derecho tiene”. Todo lo contrario, en fin, de la visión implícita en la que suelen complacerse numerosos autores literarios, para quienes una supuesta autenticidad pura sería el objetivo y la manifestación de la, también supuesta, esencia de lo literario. En tales casos, la respuesta a la pregunta sobre si la novela permite escapar de uno mismo, sería que no, que a veces las novelas no desmienten el engaño, lo alimentan.

He sabido que vas a publicar un libro titulado No seas tú mismo y en cuanto aparezca lo leeré con enorme interés, pues apunta a uno de los eslabones débiles de nuestro tiempo, en la línea que señalas de Fisher. En este asunto, para mí una de las cuestiones difíciles es dónde colocar la subjetividad, porque no se trata de borrar lo que hay tras cada nombre, la constancia, también señalada por Piera, de que los seres humanos somos todos distintos y somos todos iguales, y de que, diría, ninguna de las dos cosas pesa más que otra. ¿Cómo respetar y alentar esa lucecita única, hecha de recuerdos, experiencias, percepciones, cómo sustraerla de la imposición de un tú mismo auténtico, pretencioso, elaborado desde fuera, cómo lograr que esa lucecita no se confunda con el ego y que al mismo tiempo no se apague?

Estoy de acuerdo en la importancia de alentar y respetar esa singularidad al margen de la autenticidad impuesta, pero quizá es cada vez más difícil hacerlo en un contexto de capitalismo de plataformas donde tanto los cuerpos como las subjetividades digitales son monitorizadas, medidas y parametrizadas en base a los patrones elaborados por los rastros que dejan estas diferencias y singularidades. Esto es algo que creo que estaba ya muy presente en Quédate esta noche y este día conmigo, donde la duplicidad de voces se resistía a la normalización impuesta por la IA. Y lo veo también aquí: ¿no es el piso de Martín de Vargas una forma de encontrar esta luz propia al amparo de otras narrativas del yo, que incluso escapan a la lógica de las plataformas?

Sí, sí, ojalá, como te decía, para mí es un recurso fundamental en la novela, originado en la crítica a las dicotomías público/privado o individual/colectivo. No hay colectividad sin individuo, no hay lavado de cerebro que nos haga desaparecer, sino distintas situaciones, tal vez tensión, o violencia, o ventajismo obtenido por quienes defienden el individualismo insertándose siempre, casualmente, en colectividades acaparadoras, o tal vez apoyo mutuo, y casi siempre personas que le dan vueltas a lo que hacen sea cual sea su procedencia social. Cito a uno de los personajes de la novela, Camelia: “Parece que pensamos que ‘la gente’, así, como expresión, ‘la gente no tiene mente’, ‘la gente’ es cómoda, ‘la gente’ está asustada. ¿Qué gente, cuánta gente, en qué momento? De la misma manera podríamos decir que ‘la gente’ piensa muchísimo las cosas y se guía por razones importantes”.

Tampoco hay individuo sin colectividad, no tendría lenguaje ni cobijo y moriría. Pero entre esas rejas se mueve aún el pensamiento, de tal modo en las plataformas se elaboran yoes y sí mismos, y autenticidades que, al mismo tiempo, son soldados, por así decir, de una colectividad no democrática, la plataforma, luchando por algo que no han elegido. Y, pese a ello, en esas plataformas hay voces cuya singularidad compartida nos ayuda a vivir, y siempre pueden plantear conflictos y alianzas. Importa, me parece, tener presente la dialéctica entre el adentro y el afuera, las plataformas lo hacen y se amparan en un capital que parece estar al margen, fuera. Muchas voces singulares han de abrirse camino dentro para sobrevivir, porque hoy tener una marca digital es una exigencia más, y no disponen de capital, pero sí de una existencia, no separada, afuera, donde afianzar la amistad y los lazos de lucha y aprendizaje compartidos, y construir un valor que no pueda capitalizarse.

Toda la obra de Juan Carlos Rodríguez está volcada en desentrañar las consecuencias de algunos blancos en la literatura, pero en particular del que dice: yo soy, que detrás solo puede contener, yo soy sujeto libre y, detrás, sujeto libre para ser explotado, o para imponer la libertad de explotar. Rodríguez investiga cómo nace la construcción del sujeto libre en la literatura y de qué modos distintos se calla el origen de esa libertad y cómo se usa –también cómo se busca desmentir, transformar– por quienes la construyen como ficción. Martín de Vargas quiere ser, sí, un modo de salir de la ficción del “yo soy”; es la relación de interdependencia que nombras quien dice en la novela, en lugar de “soy”, “somos”, y pone palos en las ruedas de un “para ser explotado” que, en cambio, se conjuga en singular, y alcanza a contar, aun si sea un instante, un seríamos, un existiríamos.  

Por último, la contraposición entre designio y azar es un tema que aparece de forma recurrente, a partir del poema de Carmen Martín Gaite. Y creo que en muchos sentidos Existiríamos el mar se revuelve contra el determinismo y la lógica de la necesidad para fijarse en lo contingente: ni la derrota ni la victoria son nunca absolutas. Leyéndola no podía dejar de pensar en el concepto de “suerte moral”, discutido por Bernard Williams, que parece una especie de contradicción, pero que apunta a algo muy importante: que hay cosas que escapan a nuestro control, que no dependen de nuestra agencia, y aun así deben someterse a consideración moral, nos hacen sentir mal o bien, nos animan a la acción o nos desmovilizan. ¿Qué te interesa de está tensión entre el designio y el azar? ¿Es una forma de explorar narrativamente la zona de grises éticos y políticos entre la libertad incondicionada y el determinismo radical?

La tensión entre designio y azar es el motor de cualquier narración, ya antes de que exista la novela tanto la épica como la tragedia se enfrentan a ella, tratan de deslindar el destino, que es una forma de llamar al azar, del designio. Es una trampa no querer saber lo que se sabe y hoy el conocimiento de las determinaciones va en aumento. Narraciones sobre seres embrujados se explican por la epilepsia, ya no se atribuye la dislexia a una falta de motivación, la lista crece, y conocer esas determinaciones lejos de hacernos más crueles e indiferentes permite un mejor uso de la inteligencia y la compasión; el neuroendocrinólogo Sapolsky preguntaba en qué momento se puede detener la cadena de causas que originan un comportamiento: ¿un minuto antes, diez, en los años que dieron lugar a las hormonas que luego intervinieron en la formación de un cuerpo concreto, en las generaciones cuyo modo de vida dio lugar a un material genético y epigenético responsable del desarrollo de posteriores circuitos cerebrales y de sus interferencias? Y sin embargo, al mismo tiempo, no hay cosa más absurda que la idea de que si dios no existe todo está permitido. A mi modo de ver, aun si un día queda demostrado –no estamos lejos– que el libre albedrío es una invención, la narración seguirá manteniendo su sentido, y probablemente mejore su calidad: nos libraremos de sentimientos un tanto huecos y engolados, como la culpa, que tantas malas novelas han generado, y pasaremos a tratar de comprender cómo intervienen en la vida los conjuntos de causas, no a la manera de un ensayo, sino con ficciones que permitan asistir al camino de cada vida en la lucha contra las determinaciones visibles e invisibles. Pues un desarreglo químico es una causa, pero también lo es una idea errónea del mérito, y esa idea errónea interviene en la redacción de leyes y en la resignación ante la desigualdad, lo que a su vez interviene en la biografía de las personas y puede convertirse, o no, en acelerador de esos desarreglos químicos.

Si un día queda demostrado –no estamos lejos– que el libre albedrío es una invención, la narración seguirá manteniendo su sentido, y probablemente mejore su calidad

En cuanto a la idea de suerte moral, forma parte de una corriente de pensamiento que cada vez amplía más su campo; pienso por ejemplo en Miranda Friker y su propuesta sobre la injusticia epistémica, con la que designa a aquellas personas que por sus circunstancias o bien no son creídas o bien no llegan a ser entendidas, y eso acaba impidiéndoles articular su propia experiencia. De fondo hay, estimo, en estos autores una conciencia de cómo el determinismo se amplía y alcanza terrenos en los que no se le solía dejar entrar. Aún así, hay que vivir. Si bien el determinismo tiene a su favor que impide la vanidad de los afortunados y acoge a quienes viven en el infortunio, sucede que al mismo tiempo pesa, porque no parece dejar salidas más allá de remontarse a unas cadenas de causas que parecen no tener fin. Diría que aquí solo nos queda aceptar el hecho que vivimos en estratos, capas, franjas onduladas, se dice en la novela, y tal como para mover una mesa no necesitamos tomar en consideración su estructura atómica, tampoco necesitamos conocer la causa última de que una persona no pueda adquirir comida para tomar la medida que le permita hacerlo. Podemos enfrentarnos a aquellas determinaciones que conocemos, entre ellas sobresale la explotación. Por eso procuro siempre citar no solo la frase conocida, sino su continuación, en el diálogo del Galileo de Brecht, cuando Galileo dice a un pequeño monje: “La victoria de la razón solo puede ser la victoria de los que razonan”. Galileo reclama, en consecuencia, el despertar de los campesinos: “¡Qué diablos!”, dice, “yo veo su divina paciencia, pero, ¿qué se ha hecho de su divino furor?”. Entonces el pequeño monje contesta: “¡Están cansados!” Tal sería para mí el campo de juego de la libertad, tomarla como tarea, cambiar las situaciones que impiden llevar a cabo lo que se juzga necesario, o las que impiden realizar cabalmente ese juicio sobre lo que es o no necesario.“La vida”, decía Juan Carlos Rodríguez, “estallando para recordar que acaso no es como debería ser: placer incluso bajo la niebla”. Algo así, salvando las distancias, procuran algunas novelas, desbrozar selva, contar las hojas, el verde, la corteza de las ramas, el sol almacenado, la duración del estallido.

 

Cada novela de Belén Gopegui supone una llamada de atención para los lectores. Tanto por el interés intrínseco del libro, como por ofrecernos la oportunidad de escuchar una voz lúcida e incisiva sobre cuestiones literarias y políticas. Aprovechamos la publicación de Existiríamos el mar (Penguin Random...

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