PENSADORES ESPAÑOLES (II)
¿Quién […] es Cándido Mirantes?
Sobre la existencia o la inexistencia de una figura enigmática, y un poco también sobre José Luís Pardo
Ramón Mistral 12/11/2021
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En La verdadera historia del padre McKenzie, Cándido Mirantes escribe lo siguiente: “A todas luces se diría que este personaje [se refiere al protagonista de Tercero izquierda, un abogado no demasiado prestigioso interpretado por José Luis López Vázquez] más que trabajar o ganarse la vida, fingía hacerlo. Se atrincheraba durante algunas horas en su despacho del tercero izquierda para no tener que salir de casa a probar su virilidad, hacerse un nombre y descubrir su identidad, aunque seguramente exagero en mi recuerdo. Y, pese a que su subsistencia y su familia fueran precarias, el hecho mismo de que una semana tras otra volviese a aparecer en la pantalla sentado en su despacho y consiguiendo comer y vestirse era una prueba de que se podía lograr ese objetivo, aunque supusiera caminar día tras día sobre una cuerda floja y tener que sortear todo tipo de reproches y que pasar algunas vergüenzas por falta de honor. Desde entonces en adelante, he intentado una y otra vez utilizar la escritura como coartada para no tener que salir de casa, para no tener que buscar mi identidad en el campo del honor, y ha sido sin duda de ese modo como he llegado a ser lo que soy, es decir, un simulador que sólo escribe páginas en blanco con la pretensión desmesurada y siempre frustrada de salvaguardar la felicidad y de sustraerla a la culpa y al afán de reconocimiento”.
Me topé con estas líneas hace algunos años mientras leía Esto no es música. Introducción al malestar en la cultura de masas (Galaxia Gutenberg, 2007), donde aparecen citadas por José Luis Pardo, más o menos a la mitad del libro (página 216 para los curiosos). El de Pardo es uno de los mejores libros de filosofía que se han escrito en español, pero en aquel momento lo que más llamó mi atención fue el textito de Cándido, en el que yo, jovencísimo estudiante de Filosofía –tenía dieciocho o diecinueve años–, vi reflejadas mis propias pretensiones respecto de la escritura, la felicidad y el reconocimiento. Estuve algunos meses intentando encontrar aquel libro, que, según se indicaba, había sido publicado por una pequeña editorial cántabra en 1995. Consulté catálogos de bibliotecas, visité librerías de viejo, pregunté aquí y allá, pero al final desistí. En Internet no había ninguna información acerca de Cándido Mirantes, nada acerca de dónde nació, qué hizo o qué más escribió, salvo un texto publicado en un pequeño blog, que parecía extraído de su autobiografía. Lamentablemente he perdido ese fragmento. Recuerdo, eso sí, que escribí en varias ocasiones al propietario de aquel sitio web, sin obtener ninguna respuesta, hasta que un día me olvidé del asunto y lo dejé estar.
Cándido y el autor del Diario íntimo podrían ser personajes ficticios inventados por Pardo con el objetivo de apuntalar alguna tesis filosófica
Mientras tanto seguí leyendo los libros de Pardo. Disfruto, dicho sea de paso, mucho más con los de la segunda etapa, los que ha escrito a partir de los años 90, menos deleuzianos, por así decir. De todos ellos, el que más me impresionó fue La intimidad. Allí, el autor, para refutar la que él llamaba teoría frutal de la intimidad, –y según la cual “el sujeto es como un aguacate”–, citaba varios testimonios y diarios, el de Andy Warhol, el de Wittgenstein y uno titulado Diario íntimo de un hombre común, de autor anónimo. En cuanto leí los fragmentos de este último supe que los había escrito Cándido Mirantes. “Nunca he tenido casa, ni barrio, ni pueblo, siempre he vivido en casa de otros, en el barrio y en el pueblo de otros. No he hecho nada importante y no soy nadie en especial. Por eso no puedo hacer como hacen la mayoría de mis semejantes, por eso no puedo contar mi vida. […] La gente tiene cosas que contar porque las ha vivido, porque las retiene, porque no las deja escapar. Yo, en cambio, las he perdido: todas las cosas importantes se me han escapado de entre las manos, no he conseguido retener nada que merezca la pena contar”. ¡Era él! Estaba seguro. El mismo estilo, el mismo ensalzamiento del anonimato, la misma idea de que, para ser feliz, lo mejor era no ser nadie, no hacer nada importante. Me alegré mucho. Habían pasado algunos años, pero por fin tenía otra pista para intentar hacerme con uno de sus libros, para descubrir quién era Cándido y qué pensaba exactamente, por ejemplo, sobre los problemas filosóficos en los que Pardo le hacía intervenir.
Enseguida me di cuenta de que la situación, difuminada por mi entusiasmo inicial, no había hecho sino empeorar: esta vez no sólo me faltaban el lugar y el año de publicación, además ahora tenía la certeza de que se trataba de un escritor que no quería ser encontrado, o, como él diría, reconocido. Aquellas páginas lo dejaban bastante claro: “[Los que me buscan] están, como yo, en tránsito, recorren incansablemente los desiertos, los vertederos, las escombreras y las tétricas estaciones de ferrocarril. Me buscan y no puedo dejar de buscarles [sic, por el leísmo], pero sin que se note. Fingirse un transeúnte distraído que se dirige a alguna parte con resolución, llevando equipaje, para evitar la pregunta ‘¿A quién busca?’ para no tener que responder la verdad: ‘A nadie’”. Ni que decir tiene que el segundo intento, a pesar de mis renovados esfuerzos, fue igual de bien que el primero. Idéntico resultado: ninguno. No hallé absolutamente nada, los buscadores y catálogos web no devolvieron ni una sola mención al Diario y, por tanto, nada que me sirviera para atribuírselo a Cándido, algo de lo que sigo convencido. Todo aquello tenía para mí, al principio, una explicación completamente verosímil: se trataba, sin duda, de un escritor con escaso éxito, que había hecho editar uno o dos de sus libros, probablemente bajo seudónimo –según el Instituto Nacional de Estadística, “Mirantes” es un apellido “muy poco común”–, los cuales habrían terminado de algún modo en manos de José Luis Pardo. Yo mismo tengo algún libro así, que no sé de dónde ha salido y cuyo autor podría ser cualquiera. Sin embargo, poco a poco comencé a considerar una hipótesis alternativa, que al lector, más despierto e indiscutiblemente menos crédulo que mi yo adolescente, seguro que ya se le ha pasado por la cabeza.
Por su manera de expresarse, pero sobre todo por lo que piensa de sí mismo, Cándido Mirantes recuerda a ciertos personajes literarios relativamente célebres. Por ejemplo, a Fritz Zorn en Bajo el signo de marte. O a Bernardo Soares, el heterónimo de Pessoa, cuando declara: “Es otra vez el horror de siempre: el día, la vida, la utilidad ficticia, la actividad sin remedio […] Cada día viene a citarme ante un tribunal. Voy a ser juzgado en cada hoy. Y el condenado perenne que hay en mí se agarra a la cama como a la madre que ha perdido”. Pero sobre todo Cándido se parece al protagonista del Diario de un hombre humillado de Félix de Azúa. “No he tenido ocasión de medirme con nada ni con nadie, así que carezco de medida. No quiere ello decir que yo sea desmesurado, […] quiere decir que soy mediocre, a saber, portador de esa medida tan molesta que no mide nada singular, sino más bien lo general e insignificante, aquello que no sobresale, lo que difícilmente se percibe, se oye, se toca…, en resumidas cuentas, lo EVIDENTE”. De Azúa podría haberse inspirado perfectamente en el diario de Cándido: “Escribo este diario con el fin de que ninguno de los múltiples Mimismos que me habitan sobresalga, me tiranice. La gran empresa es impedir el monopolio de una sección efímera del alma que acabaría por hacer de mí un hombre de carácter fuerte. Así pues, escribo este diario porque no tengo nada que decirme, ni maldita la falta que me hace”. Pero lo contrario también podría ser cierto: Cándido y el autor del Diario íntimo (en el caso de que fueran dos y no uno) podrían ser personajes ficticios inventados por Pardo, inspirados a su vez en Soares o en cualquier otro, con el objetivo de apuntalar alguna tesis filosófica. Después de todo, el único que parece conocer a Mirantes es el filósofo madrileño. Desde este punto de vista, sería Pardo el que se expresaría a través de estos personajes –pero ¿cómo? y sobre todo ¿por qué?
A favor de esta hipótesis, varias cosas: la primera es que no se trata de una ocurrencia tan extravagante como podría parecer. Filósofos del todo respetables han puesto en boca de individuos imaginarios parte de su pensamiento. En su Emilio, Jean-Jacques Rousseau prueba por intermediación de un joven vicario saboyano la existencia de Dios, del orden del mundo y de la inmortalidad del alma, demostraciones en las que, como es sabido, se sustenta toda su filosofía. De igual manera, los discursos recogidos en Así hablo Zaratustra, no los pronuncia Friedrich Nietzsche, sino precisamente, el Zaratustra que él mismo inventa (o reinventa) para la ocasión. Y por supuesto Platón, cuya obra está protagonizada prácticamente en su totalidad por un Sócrates que nadie confunde con el personaje histórico, y que desde luego no nos transmite la filosofía de éste, sino la del propio Platón. Además, y aunque yo no lo sabía, Pardo ha insistido en numerosas entrevistas sobre las preocupaciones literarias que atraviesan su obra, especialmente en lo relativo al empleo de personajes y citas de terceros –aunque nunca se ha pronunciado públicamente sobre Cándido Mirantes, que yo sepa.
El autor del Diario íntimo de un hombre común podría ser uno de esos personajes y Cándido Mirantes, el resultado de su evolución diez años después
En una de estas entrevistas, concedida después de la publicación de La regla del juego, un jovencísimo Daniel Saldaña le preguntó por una alusión a la muerte de José Ángel Valente. “Podría decirse que este libro”, escribe Pardo en La regla del juego, “comienza con la muerte de un hombre, aunque ese día yo no supiese que había comenzado […] uno de los mejores poetas que ha habido en nuestros días”. ¿Qué papel desempeñó ese poeta en la génesis de La regla del juego? –pregunta Saldaña. “Eso forma parte, responde el autor, de una ficción que el propio libro involucra. Es decir, que de hecho yo no podría responder a esa pregunta; es una pregunta que habría que hacer al narrador del libro, que no soy exactamente yo… aunque tengo algunas relaciones con él”. Que los libros de filosofía tienen narrador y que éste no tiene por qué identificarse con el autor –y cuando lo hace, ¿según qué procedimientos?– es algo en lo que, ciertamente, José Luis Pardo viene insistiendo desde hace tiempo. En otra entrevista: “Cuando estaba escribiendo La intimidad creo que sabía bastante bien lo que quería decir, pero me costó muchísimo dar con el tono para poder escribirlo. Y, de pronto, […] descubrí que me era más útil poner una minibiografía de Margarita la Rubia (una imputada por el tribunal de la Inquisición española en el siglo XV), que esas diez o quince líneas eran mejor que todo un párrafo para dar a entender lo que quería poner ante el lector. Me di cuenta de que necesitaba personajes, aunque fuera personajes un poco alicaídos, un poco desdibujados”. El autor del Diario íntimo de un hombre común podría ser uno de esos personajes y Cándido Mirantes, el resultado de su evolución diez años después, los que separan La intimidad de Esto no es música.
Porque volvamos a este último. Se trata de un comentario filosófico de la famosa portada del disco de los Beatles Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band –que como es sabido, y Pardo no deja de recordar, no está interpretado por los Beatles, sino por los músicos de la banda de sargento Pepper, situados en la portada junto a las figuras de cera de sus alter egos–, un comentario con el que Pardo pretende diagnosticar el origen de la crisis del Estado de Bienestar. Recuerda –él o el narrador– a su padre afeitándose los domingos por la mañana mientras canta un tango parecido a la portada en cuestión: “¡Qué falta de respeto! ¡Qué atropello a la razón! ¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón! Mezclao’ con Stavisky van Don Bosco y La Mignon, Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín…”. La pregunta que entonces se plantea y que estructura el ensayo es esta: ¿y si la crisis que atraviesan nuestras sociedades hubiera nacido de la desjerarquización de la que hace gala la portada del Sgt. Pepper’s cuando mezcla y sitúa en pie de igualdad a Bob Dylan, Stockhausen, Karl Marx, Marilyn Monroe, Albert Einstein, Sonny Liston y Mae West? A la que, a lo largo del ensayo, se responde que, a pesar del parecido, simplemente no.
El pop-art y la progresiva constitución del Estado del Bienestar van de la mano, ambos surgen de la aparición de una soberanía que ya no tiene origen divino
Porque no todas las crisis son iguales. Antes de que nacieran John, Paul, George y Ringo, hubo, efectivamente, una muy importante de autoridad, de la que trata la canción de Enrique Santos Discépolo, pero también, aunque viéndola con buenos ojos, el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. El desorden del arte y la música pop posterior a la segunda Guerra Mundial, del que los Beatles son un ejemplo privilegiado, es de muy otro tipo. Según explica Pardo, antes de que esto ocurriera, el ideal emancipatorio de las clases populares requería –digamos, en el siglo XIX—–que éstas entraran en el terreno de la Historia Universal y que, por tanto, se situaran por primera vez al mismo nivel que los individuos histórico-universales de los que hablaba Hegel. Ya saben: Napoleón y la Fenomenología. Y así ocurrió. De este modo los condenados de la tierra se convirtieron, por primera vez en la historia, en protagonistas de guerras y revoluciones y de la política en general. Estas luchas tuvieron como correlato un arte, que hoy llamaríamos político o comprometido. Ahora, al mismo tiempo y en paralelo, comenzaron a surgir también, de la mano de las mismas clases populares, formas artísticas diferentes, que evidentemente tampoco retomaban el ideal clásico de belleza, pero que, y esto es lo esencial, no buscaban suplantarlo ni convertirse en arte revolucionario. Pardo recorre la historia de este arte popular, que es el que está representado en la portada del álbum de los Beatles y que va del Music Hall a Simon Rodia, pasando por el cine mudo, Chaplin, Oscar Wilde, Shirley Temple, Pigmalión y hasta la zarzuela, y llega a la conclusión de que la inversión de los valores de la que allí se trata, en el arte popular y la portada del Sgt Pepper’s, tiene que ver con una interrupción de la historia –y no tanto con la entrada en ella de los que estaban privados de historicidad. Estos artistas y su público no buscaban con sus acciones (como artistas y público) realizar un ideal de justicia, sino simplemente y mucho más modestamente pasar un buen rato, ser felices, es decir, detener por un instante las hostilidades a las que sus padres y abuelos estuvieron toda la vida acostumbrados. No quieren ir a la guerra, no quieren salir en busca del reconocimiento. Quienes, en estos años, se dedican al arte popular y quienes lo consumen son individuos que por fin han logrado no tener que trabajar desde los doce años, que pueden ir al instituto, algunos hasta a la universidad, y que tiene la posibilidad de ir a un concierto, a una exposición, comprarse un libro, un disco, o por lo menos escuchar la radio e ir a la biblioteca, y que, incluso, pueden, a veces, ganarse la vida y vivir holgadamente dedicándose a hacer canciones o dibujos animados.
Evidentemente, para el que se sitúa desde el punto de vista de la historia –tanto da si conservadores o revolucionarios– las pretensiones de estos jóvenes sólo pueden aparecer como una impostura. Y, sin embargo, es dicha impostura, sostiene Pardo, la que fundamenta el Estado de Bienestar. Pues éste ya no pretende únicamente garantizar las condiciones materiales de existencia, sino hacer posible este algo más, el ocio, la felicidad, el fin de las hostilidades –¿la paz perpetua?–. Por eso el pop-art y la progresiva constitución del Estado del Bienestar van de la mano, ambos surgen de la aparición de una soberanía que ya no tiene origen divino, pero que tampoco es nacional, que es precisamente popular y que quiere cosas distintas. Los Beatles que cantan “We all want to change the world / But when you talk about destruction / Don't you know that you can count me out” y que fueron por ello tachados de contrarrevolucionarios constituyen para Pardo el paradigma desde el que comprender este proceso –“podría decir [que] los Beatles son la banda sonora del Estado del Bienestar, pero no sé si esto es exagerado”–, pero no son el único ejemplo y desde luego no el único imaginable: ahí estarían él mismo y, por supuesto, Cándido Mirantes.
La voz narradora “cuya biografía se va deshilachando capítulo a capítulo”, y que hemos visto recordar a su padre cantando Cambalache, recuerda también el día en que le obligaron por primera vez a salir de casa para ir a la escuela: “Me sentí como un niño abandonado”. Esta salida, escribe Pardo, es el preludio de todas las salidas en busca de la hazaña, del nombre propio y de la propia identidad, es decir, en busca “de la culpa y la infelicidad”. Si los niños no salieran nunca de casa, dice, nadie haría nunca nada, no habría guerra, no habría historia, pero serían felices. O al menos podrían serlo. “Su felicidad le parecería a todo el mundo injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aun el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas esas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz”. Pardo confiesa justo después que él no logró ser ese niño, pero, añadimos nosotros, Cándido Mirantes, por lo que sabemos de él, sí. Escritor real o imaginario, el autor de La verdadera historia del Padre McKenzie –¿no es el padre McKenzie uno de los personajes mencionados en Eleanor Rigby?– su papel en Esto no es música parece ahora claro: es el único pensador contemporáneo que podría estar junto a los Beatles en la portada del Sgt Pepper’s. Si creemos lo que nos dice, él, a diferencia de Pardo y la mayoría de nosotros, sí habría conseguido seguir siendo, en algún sentido, infantil. Habría renunciado a las victorias y las derrotas que inevitablemente conlleva la lucha por el reconocimiento, la historia, el trabajo, la escuela, la cultura, la sociedad, etc., y, por eso, habría podido poner por escrito, en aquel Diario, los momentos de felicidad que vivió. Por tanto, tiene sentido sospechar que Cándido Mirantes sea un personaje filosófico, un alter ego como el vicario saboyano o incluso el Genio Maligno, inventado por Pardo, con el que expresar el testimonio de alguien que sí ha logrado eludir a la Historia Universal, y, además, divirtiéndose un poco, que es de lo que se trata.
Hace unas semanas, cuando me propuse escribir este artículo sobre Cándido Mirantes, llamé a José Luis Pardo preguntándole al respecto. A los pocos días recibí en casa un dossier con textos escritos por Cándido Mirantes que desbarataban mi hipótesis: algunos fragmentos de su tesis doctoral, un par de capítulos de una de sus “desternillantes novelas de curas” y una carta con algunas explicaciones sobre el asunto, que resumo libremente para que él lector tenga toda la información.
Cándido Mirantes nació en Villabaruz de Campos en 1943 y murió en Santiago de Cuba en 2008. Estudió Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, en la que intentó doctorarse con una tesis sobre Velázquez y Descartes, que nunca terminó. Iba a titularla El hombre inesencial, pues allí afirma que “el hombre moderno no es el hombre reducido a su esencia”. En vida sólo publicó un artículo, titulado Vacaciones y media, que apareció en el número 8 de la revista Mayo, de la que Pardo también fue colaborador. Autor inédito, Mirantes trabajó toda su vida como funcionario de Correos y Telégrafos en Madrid, donde conoció a José Luis Pardo y con el que entabló amistad a partir de su compartida afición por los Beatles. Aquejado por problemas de salud, se retiró a mediados de los 90 a Santiago de Cuba, dejándole a Pardo como “regalo de despedida” un volumen titulado La verdadera historia del padre McKenzie, un ejemplar impreso, perfectamente maqueado, ideado para confundir al lector mediante la ficción de una editorial (L. Martin). De este volumen proceden los fragmentos citados en La intimidad y Esto no es música –“Bueno, digamos ahora toda la verdad, lo del Diario íntimo, me lo inventé yo cuando escribía La intimidad”–. Una carta de Cándido Mirantes dirigida a Zacarías Melgar puede leerse en el libro Encuentro sin fin editado por Jesús Moreno Sanz (Endymion 1996, éste sí existe, lo he comprobado). El resto de su obra, “voluminosa, dispersa y asistemática”, está parcialmente en posesión de Pardo, que, al constatar el precario estado de los textos, a menudo ininteligibles, todavía no ha decidido qué hacer con ella. Desde aquí le animamos a que emprenda su publicación.
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Las entrevistas mencionadas son:
“Entrevista a José Luis Pardo”, por Daniel Saldaña, Letras Libres, enero de 2006.
“Una elegía del Estado de Bienestar”, José Luis Pardo entrevistado por Belén Quejigo y Héctor Vicaíno, Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, 2015, número 47, pp. 60-82.
En La verdadera historia del padre McKenzie, Cándido Mirantes escribe lo siguiente: “A todas luces se diría que este personaje [se refiere al protagonista de Tercero izquierda, un abogado no demasiado prestigioso interpretado por José Luis López Vázquez] más que trabajar o ganarse la...
Autor >
Ramón Mistral
Ramón Mistral (1990) es doctor en filosofía por la Universidad de Estrasburgo y especialista en filosofía francesa contemporánea.
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