PENSADORES ESPAÑOLES, 1
La ética maravillosa de Adela Cortina
‘¿Para qué sirve realmente la ética?’, ensayo con el que Adela Cortina obtuvo el Premio Nacional en 2014, supone y desarrolla una interpretación económica de la ética
Ramón Mistral 3/07/2021
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Los que nos dedicamos a la filosofía sabemos lo que se cuece en los departamentos de Ética: los profesores más espantosos que uno pueda imaginar, individuos abyectos, de traje desgastado y tez amarillenta, maquinan complejísimas teorías cuyo único y verdadero propósito es ocultar su miseria moral. En privado, practican toda clase de aberraciones y se entregan al pecado, mienten, roban, asesinan y fornican con animales; en público, nos dicen a los demás cómo deberíamos vivir. Y si lo primero es dudoso, falso si quieren, lo segundo es verdad, y con eso basta. No se trata de que jueguen al despiste; de que, hablándonos una y otra vez de la virtud, la bondad y la auténtica felicidad, pretendan desviar la atención de sus incontables defectos. Sino que es el empeño por determinar qué son esas tres cosas, la insistencia con la que tratan de convencernos de sus supuestos descubrimientos, lo que los sitúa por debajo de usureros, proxenetas y verdugos. Permítanme un único ejemplo: ¿Para qué sirve realmente la ética?, ensayo con el que Adela Cortina ganó en 2014 el Premio Nacional de Ensayo.
Me lo acabo de leer y casi me da un patatús. Se trata de un libro (como mucho) de divulgación, en el que se van recorriendo los problemas pretendidamente centrales de la disciplina, mientras se dan opiniones al respecto. Absolutamente todas están equivocadas, son mentira, carecen de justificación o pertenecen al género de la autoayuda. A lo largo de sus ciento ochenta y cuatro páginas, sólo he podido encontrar siete líneas en las que se intente demostrar algo, por supuesto sin éxito. ¿Debería haber escogido otro libro de la autora? Probablemente sí, pero eso cuénteselo a los que premiaron éste en lugar de Ética mínima o Ética sin moral –que están un poco mejor. Me dirán que, de todos modos, peco de injusto, porque si mi desacuerdo con Cortina es tan grande como parece, ¿no sería mejor haber escrito un sesudo comentario de su obra, que además podría intentar publicar luego en una revista peer-reviewed internacional? Esa es la trampa que nos tienden los libros de filosofía, en la que, lo digo ya y que valga para toda esta serie sobre pensadores españoles, trataré de no caer nunca. Consiste en lo siguiente: si la crítica que vamos a formular no se sustenta en una lectura y una argumentación rigurosas, entonces carece de legitimidad y no es efectiva; pero si se trata de una verdadera crítica, honesta y en profundidad, entonces tanto da su contenido, porque el libro se ve inmediatamente validado por el esfuerzo invertido en él. Y así debe ocurrir con algunos libros de filosofía, pero no con todos. Desde luego no con los malos, donde la veda está abierta y me parece que hay lugar para la exageración, la ironía, la diatriba y hasta para las frases sacadas de contexto, como, por ejemplo, éstas que Cortina pone en boca de su alter ego al comienzo de Por una ética del consumo: “El consumo es una forma de comunicarme a mí misma y a los demás que he triunfado en la vida y por eso llevo un Mercedes o compro la ropa en Valentino, que no he fracasado como otros. Es una forma de demostrar a los presuntuosos vecinos, colegas, conocidos, que soy por lo menos igual que ellos, porque yo también me voy de viaje al Caribe”. ¿Sabían, por cierto, que Adela Cortina dirige la Fundación para la Ética de los Negocios y las Organizaciones Empresariales? Quizás por eso escribe –esta vez sí, en el libro que nos ocupa– que la ética sirve “para abaratar costes en dinero y sufrimiento en todo aquello que depende de nosotros, e invertirlo [sic, ¿el dinero o el sufrimiento?] en lo que vale la pena, sabiendo priorizar”.
Todo el libro supone y desarrolla esta interpretación económica de la ética. Cualquiera que alguna vez haya intentado ayudar al prójimo sabe, sin embargo, que es completamente falsa. Hacer las cosas bien entra frecuentemente en conflicto con nuestros intereses particulares. Aunque pueda resultar lucrativo –posibilidad remota pero real– actuar correctamente no tiene por qué ser rentable, y por lo general no lo es. ¿Por qué algunos individuos mienten, roban y faltan a sus promesas? No porque desconozcan los beneficios económicos de una conducta recta, sino porque están dispuestos a sacar provecho de su falta de escrúpulos morales. En su libro, Cortina parece, en cambio, sostener que sólo les haría falta un sencillo cálculo matemático para que se decidiesen a emprender la senda de la moralidad. Si echáramos cuentas, dice, nos percataríamos de lo caro que nos sale ser malvados. “Si las gentes no tomamos nota de lo cara que sale la falta de ética, en dinero y en dolor, si no nos negamos decididamente a pagar ese astronómico precio, el coste de la inmoralidad seguirá siendo imparable”.
Cortina insiste: la Ética debería dar dinero. ¿Ustedes se lo creen? Yo no. La esclavitud es un buen contraejemplo. Durante siglos, los pueblos se han esclavizado continuamente los unos a los otros
Cortina insiste: la Ética debería dar dinero. ¿Ustedes se lo creen? Yo no. La esclavitud es un buen contraejemplo. Durante siglos, los pueblos se han esclavizado continuamente los unos a los otros. Y lo han hecho, en gran parte, porque tener esclavos es mucho más barato que no tenerlos. Esto es, no porque carecieran de conocimientos económicos o porque ignoraran el sufrimiento que eso suponía para los afectados –los esclavistas se cuidaban muy bien de no ser ellos mismos esclavizados–, sino porque la esclavitud es rentable para el que se beneficia de ella. Hicieron falta otras cosas, todas bastante antieconómicas, para que, mucho tiempo después, empezara a retroceder. A esto se podrá objetar que Cortina habla de dinero… y de dolor. Que, si se compara el sufrimiento de los esclavos con las ganancias obtenidas de su explotación, se llegará a la conclusión de que el primero fue proporcionalmente mucho mayor, que la humanidad salió perdiendo, y que Cortina tiene, por tanto, razones para rechazar la esclavitud (¡solo faltaría!). Sin embargo, es la suposición de que dinero y sufrimiento son conmensurables (que la autora introduce para salvar los muebles, pues, en efecto, algo económicamente desastroso puede ahorrar mucho sufrimiento) la que, en el fondo, hay que rechazar. La ética no sirve para ahorrar, sino para decidir en qué momento no hacerlo. Aceptar el supuesto de Cortina tiene consecuencias desastrosas; implica, de entrada, reconocer la posibilidad de que hacer sufrir a los demás sería moralmente bueno si comportara el suficiente beneficio económico. Y como ya veo me venir a sus incondicionales, sepan que poner muy alto el umbral no cambia absolutamente nada. Un solo esclavo es suficiente para rechazar moralmente la esclavitud, aunque con su trabajo se pudiera alimentar a toda la humanidad.
Este economicismo está presente desde las primeras líneas de la introducción. Cortina razona allí de la siguiente manera. Dado que todos los seres humanos disponemos de moralidad, es decir, de la capacidad para valorar, decidir, actuar y para reflexionar sobre nuestros valores, decisiones y actos, entonces “lo más inteligente” es “sacarle un buen rendimiento”. O como dice el refrán: aprovechar bien la lumbre es buena costumbre. “De esto quiere tratar este libro, de cómo sacar partido de nuestro irrenunciable ser morales”. Parece un punto de partida sensato, un buen consejo que tal vez valdría la pena seguir. Pero resulta que nuestras facultades no son unas patatas que se van a poner malas, ni unos ahorros que la inflación va a devaluar. No componemos música para aprovechar que tenemos orejas, no investigamos los fundamentos del universo para tener algo en lo que emplear nuestras neuronas, y tampoco nos comportamos con justicia para aprovechar nuestra capacidad de ser justos, porque también tenemos la capacidad de ser malvados… y entonces qué. De hecho, en el caso de la ética, la pregunta “¿para qué sirve?” tiene menos sentido que en ningún otro. Constituye un caso absolutamente singular, sólo comparable a preguntas como “¿adónde conduce conducir?”, “¿qué decido decidiendo?” y “¿para qué quiero querer?”, cuya respuesta es siempre la misma: adonde quieras, lo que quieras y para lo que quieras. Esto no significa, como a veces se sugiere, que la moral no sirva para nada, sino que se relaciona con el valor de otra manera, pues con ella se determina qué vale y qué no, qué sirve y qué no.
Aceptar el supuesto de Cortina tiene consecuencias desastrosas; implica, de entrada, reconocer la posibilidad de que hacer sufrir a los demás sería moralmente bueno si comportara el suficiente beneficio económico
Preguntarse para qué vale valorar es, por así decir, plantear la pregunta antes de tiempo, porque, antes de valorar, nada vale todavía. Igual que no hay nada decidido antes de decidir. Esta anterioridad, que Cortina no puede no conocer, sólo tiene sentido ocultarla si se considera que los valores ya han sido bien establecidos. O que no hace falta discutirlos. Y eso es lo que ocurre continuamente en ¿Para qué sirve realmente la ética? Al decir que “lo más inteligente” es sacarle rendimiento a cierta facultad, Cortina nos está escamoteando esa decisión previa, que es lo verdaderamente importante. Nos oculta así que dispone desde el principio de un criterio por el cual algo le parece o deja de parecer “inteligente”, un criterio que es tan cuestionable como cualquier otro. La expresión “lo más inteligente” esconde de este modo una regla práctica (y no teórica, como la alusión a la inteligencia sugiere), es decir, un principio capaz de orientar nuestras decisiones, eso que Kant llamaba una “máxima”. La prueba es que dicha expresión se podría sustituir perfectamente por expresiones como “lo correcto” o “lo que considero más útil”. ¿Cuál es ese criterio? ¿En qué consiste? Ya lo hemos dicho: en la rentabilidad. Para Cortina, de lo que se trata, al actuar moralmente, es de sacarle rendimiento a las cosas, abaratar costes y enriquecerse (uno mismo o en comunidad), aunque, es cierto, no exclusivamente con dinero, también con sufrimiento negativo, es decir, con bienestar o placer, por emplear los términos clásicos.
Y no pasaría nada, o no mucho, si ésta fuera una decisión individual de Adela Cortina. En lugar de presentarla como una evidencia ética, podría habernos dicho que es ella la que ha decidido conducirse de ese modo y compartir con nosotros sus razones para hacerlo. Pondríamos el libro en la sección de autoayuda y ya estaría. Pero la autora pretende ir más lejos. Lo hace sin duda porque contempla un caso –el único– en el que sus previsiones acerca de los beneficios económicos, de ser moralmente buenos, se cumplen. Es posible, en efecto, imaginar una situación en la que una conducta recta sí tenga necesariamente consecuencias económicamente positivas, en que ser bueno sea siempre rentable. A saber, aquella en la que todos y cada uno de los individuos de una sociedad se comportasen como a Cortina le gustaría. Si nos cuidáramos los unos a los otros en lugar de comportarnos como lo hacemos ahora –es decir, a veces bien y a veces mal–, entonces, sostiene Cortina, habría menos sufrimiento y ahorraríamos dinero. Para ese viaje no hacían falta alforjas: si todos fuésemos buenos, estaríamos mejor. Cortina insiste. ¿Cuántos hospitales se podrían construir con lo que nos ahorraríamos en equipamiento militar? “Esos gastos en industria bélica, increíblemente elevados, que detraen para la defensa o la muerte lo que podría emplearse en educación, en atención a las enfermedades, en empoderar a las gentes para que puedan organizarse una vida feliz…”. Este es el nivel de la argumentación. Pero tampoco me sorprende. Cortina incurre en los dos errores más comunes entre los profesores de Ética: por un lado, al pasar del yo al nosotros sin cambiar de registro, la autora termina dando soluciones morales a problemas políticos – “las armas están mal, muy mal”–; por otro, nos dice lo que debemos hacer, cuáles deben ser nuestras normas morales, olvidando tanto que, para que se pueda simplemente hablar de moralidad, tiene siempre que haber varias normas igualmente válidas entre las que elegir –y no sólo las que a ella se le pongan–, como que es cada individuo el que debe decidir las suyas, lo cual resulta directamente incompatible con el deseo de que todos los demás actúen igual que uno mismo.
Al pasar del yo al nosotros sin cambiar de registro, la autora termina dando soluciones morales a problemas políticos
El economicismo de Cortina tiene probablemente una explicación. Al recorrer las páginas del libro, uno sospecha con cierta frecuencia que la autora se dirige a un auditorio muy determinado, formado exclusivamente por empresarios infantiles –¡larga vida a la Fundación ETNOR!– a los que intenta convencer de que tienen que comportarse. “Si todos fueseis buenos, ganaríais más dinero”. “¡Empresarios, os lo suplico, actuad correctamente, por favor!”. Y no le hacen caso (ni se lo harán) por un único motivo: no son imbéciles. Todos ellos saben que se tiene el control sobre las propias decisiones (y a veces ni eso), pero nunca sobre las de los demás. Por eso, en lugar de pagar salarios dignos a sus empleados, cualquiera de ellos, si pudiese, evitaría hacerlo. No porque todos sean seres malvados (aunque un poco también), sino porque saben que, si sus competidores pagan mal, ahorrarán costes, obtendrán una ventaja competitiva y harán que sus propios negocios retrocedan hasta desaparecer. Así que harán lo mismo, pues saben que actuar moralmente acabaría con su modo de vida. Y si no lo saben, si lo ignoran o deciden ignorarlo, tarde o temprano dejarán de ser empresarios. Es por esto por lo que la ética nunca es suficiente: los demás pueden ser egoístas, descuidados o simplemente malos. Si como sociedad queremos que actúen correctamente hay que coaccionarlos. Y ahí entra la política. A los empresarios hay que obligarles a pagar salarios dignos, porque son individuos libres y si les dejásemos elegir, unos lo harían y otros, sospecho que la mayoría, no. Cortina piensa, por el contrario, que si no actúan correctamente por sí mismos es porque no son realmente libres. La verdadera libertad le parece incompatible con el individualismo, el egoísmo y la inmoralidad. “Este hacer sin responsabilidades, sin mirar a quién se daña no es libertad.» Está equivocada. ¡Cómo si la libertad no pudiera usarse para hacer el mal! “El relato del egoísmo inteligente”, escribe, “ha triunfado, como también el de creer que somos seres esencialmente egoístas. […] Pero también somos seres predispuestos a cuidar de nosotros mismos [sic, ¿esto no es el egoísmo?] y de otros”.
Alguien debería decírselo: el egoísmo, el mal en general no es un relato, sino una posibilidad que no puede suprimirse sin dañar algo fundamental. ¿Puedo ser bueno si no puedo ser malo? ¿Se puede obligar a alguien a ser moralmente bueno? Desde luego que no. Como mucho puedo intentarlo yo, obligarme a mí mismo. Y está bien que así sea. Todo el mundo lo acepta, al menos implícitamente. De hecho, es por ese motivo por lo que las sociedades democráticas instituyen procedimientos (leyes, jueces, policía… ya saben) que tienen por objetivo no tanto impedir que sus miembros sean egoístas o perversos, sino disuadirles de tomar ciertas decisiones indeseadas. El libro de Cortina es dañino porque expresa el deseo contrario: que no hagan falta leyes, que la sociedad sea moralmente tan homogénea que éstas puedan volverse un día innecesarias. Es verdad, la autora admite que la política es imprescindible… de momento. Pues en el fondo, lo que desea es renunciar a ella, quedarse con la ética. ¿Por qué si no empeñarse en proponer soluciones morales al mal uso que los demás hacen de su libertad? “Las leyes y los controles”, escribe, “con ser imprescindibles, no bastan para conseguir que se cumplan las leyes de la cooperación, hace falta la convicción personal”. En última instancia el problema no es político, sino moral.
Cortina piensa que si no actúan correctamente por sí mismos es porque no son realmente libres
Así, cuando, por ejemplo, analiza la crisis económica del 2008, Cortina termina declarando que “en el fondo de todo ello, [había] malas costumbres empecinadamente arraigadas”; que “mucho de lo que ha pasado podría haberse evitado si personas con nombres y apellidos, entidades y organizaciones con un nombre registrado hubieran actuado siguiendo las normas éticas que les corresponden, explícitas o implícitas”. Bien mirado, aquello sólo fue la consecuencia de nuestra pobre moralidad. Y la solución tiene, por consiguiente, que ser del mismo orden. ¿Para qué conformarse con obligar políticamente a las susodichas personas a acatar esas reglas? Es mejor soñar con el progreso ético de nuestra sociedad. Tiene sentido: como el delirio economicista sólo es verdadero si todos los miembros de una sociedad se comportaran adecuadamente, la ética debe ocupar el lugar de la política. Y su sujeto debe expandirse. Empieza ciertamente en las personas, pero se extiende hasta las instituciones y organizaciones empresariales y acaba en los pueblos.
Sí, han leído bien, Adela Cortina reivindica la moral de los pueblos. Lo hace porque, dice, del mismo modo que uno mismo se forja su propio carácter, también lo hacen los grupos de personas. Y añade que, en ambos casos, si se hace adecuadamente aumentan nuestras probabilidades de ser felices… Menuda gilipollez. Disculpen. Sigo. Con esto del carácter de los pueblos, Cortina asegura que no se refiere a la “historia de sus mentalidades”, la cual “tacha a unos [pueblos] de trabajadores, a otros de holgazanes, a unos de tolerantes y abiertos, a otros, de intransigentes y cerrados”, sino al hecho de que hay pueblos moralmente diferentes (que es exactamente lo mismo, sólo que introduciendo cierta maleabilidad en el asunto). “Me refiero a las costumbres que potenciamos libremente y que tienen efectos en la vida cotidiana, porque la ética es efectiva”. La idea de Cortina es que, igual que una persona mejora o se envilece, también lo hacen las comunidades a las que pertenecen y, por tanto, que hay pueblos moralmente mejores –es decir, más trabajadores, tolerantes y abiertos– que otros. Por supuesto, no da ni un solo ejemplo. ¡Con lo que al lector le habría gustado saber cuál de ellos ganaría los Juegos Olímpicos de la moralidad!
Con todo, lo peor del libro es, como digo, el deseo, apenas disimulado, de limitar la libertad de los demás. En un determinado momento, la autora se pregunta: “¿Cómo se convence a la población de asumir obligaciones moralmente?”. La coacción política no sirve, porque no tiene efectos sobre la moral, y mientras sea posible eludirla –esto es, virtualmente siempre– los malvados tratarán de hacerlo. Además, explica, dicha coacción nunca es suficiente, porque siempre hay “un último punto que es incontrolable y depende de la convicción personal”. En lugar de aceptar esta indeterminación –la libertad de cada cual para actuar moralmente o no–, Cortina piensa que sería bueno poder determinar completamente la toma de decisiones de la ciudadanía. Su único problema es saber cómo. Examina tres opciones. La vergüenza social le parece un tipo más de coacción, y, por tanto, insuficiente, pero además especialmente peligrosa porque la ejerce el grupo, al que Cortina no considera (¡menos mal!) totalmente digno de confianza, o no tanto, al menos, como a las instituciones jurídicas de un régimen democrático. También está la llamada educación integral (escuela, familia, medios de comunicación, ejemplaridad pública…), que le parece el sistema más eficaz, sin duda porque resuelve el problema antes de plantearlo. Tener un sistema educativo, unas familias, unos medios de comunicación y unos personajes públicos moralmente buenos ya es tener una sociedad moralmente buena, que es lo que se pretende conseguir con todo ello. La última opción es sin duda la mejor. La he dejado para el final porque le permite a uno darse cuenta de la verdadera estatura moral de Adela Cortina. Con ella me despido: “[Otro] camino para convencer a la población de asumir obligaciones moralmente es el recurso a lo que se ha llamado ‘mejora moral’ con tratamientos biomédicos o genéticos. Si la moralidad humana tiene una base biológica, entonces algunos autores proponen mejorar la motivación moral con un tratamiento biomédico o genético, es decir, recurriendo a sustancias como la oxitocina, la serotonina o el ritalin, o interviniendo en el cerebro. Actuaciones como éstas permitirían, por ejemplo, fomentar nuestro sentido de la justicia y nuestra capacidad para el altruismo, complementando la propuesta que sigue teniendo más éxito, que es la educación”.
Dos más dos: la mejora moral biomédica hará que nuestro pueblo sea moralmente mejor. Y eso nos hará ahorrar dinero y sufrimiento. Seguro que cuando dije que los profesores de Ética eran seres abyectos pensaron que estaba exagerando.
Los que nos dedicamos a la filosofía sabemos lo que se cuece en los departamentos de Ética: los profesores más espantosos que uno pueda imaginar, individuos abyectos, de traje desgastado y tez amarillenta, maquinan complejísimas teorías cuyo único y verdadero propósito es ocultar su miseria moral. En...
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Ramón Mistral
Ramón Mistral (1990) es doctor en filosofía por la Universidad de Estrasburgo y especialista en filosofía francesa contemporánea.
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