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Después de pasar toda la comida hablando de las elecciones que venían, de Umberto Eco y de alguien que ese día no estaba con nosotros, ya en la sobremesa, lógicamente, acabamos hablando del Atlético de Madrid. Sin alharacas. Con cariño. No recuerdo bien en qué época estábamos, pero sí recuerdo que pasábamos por una de esas crisis que nunca lo son. Ya saben, el debate público volvía a poner en cuestión a Simeone por alguna causa peregrina que hoy ya he olvidado. Ella, al igual que yo, pensaba que el argentino había sido básicamente una bendición para el espíritu colchonero. Estaba muy tranquila en ese sentido. Despachaba el debate entendiendo que no había debate. Lo hacía además con esa enorme sonrisa inteligente que usaba en aquellas comidas. Yo mientras tanto, lejos de mostrar un talante tan reparador, lo que llevaba a la mesa era el inmenso enfado que me producía verme involucrado en aquella guerra en la que no tenía muy claro cuál era el enemigo. Me enfurecía discutir sobre lo accesorio y tener que obviar lo esencial. Ayer me acordé de ese momento porque creo que me va a costar mucho olvidar lo que Almudena Grandes me dijo ese día. “No pierdas nunca la felicidad”, me dijo. “La felicidad es también una manera de resistir”.
El mismo día que hemos tenido que despedirnos antes de tiempo de una persona maravillosa, quizá porque no podía ser de otra manera, el Atleti ha conseguido ayudar a los colchoneros a conservar esa felicidad que nunca deberían perder. Y es que a veces las cosas parece que encajan como si hubiese alguien con la misión de que sea así.
Los de Simeone llegaban a la Tacita de Plata con el marcador de optimismo bajo mínimos; con la mochila llena de dudas y con el ruido molesto de los que no toleran que los humanos actúen como humanos. Es decir, que no se enfrentaban a un partido fácil, por mucho que el equipo gaditano no estuviese pasando por su mejor momento.
De hecho, el partido comenzó donde lo habían dejado pocos días antes: con las dudas de un Giménez que no midió bien un cruce que parecía fácil y facilitando una primera llegada del cuadro gaditano. Afortunadamente, no hubo muchas más a lo largo del partido. Los de Simeone, por alguna razón, se refugiaron en un 4-4-2 algo improvisado que salió bastante bien. Con Llorente y Hermoso, que no son laterales, haciendo de laterales. A partir de ahí, lo que intentaron fue sobre todo no desequilibrar el equipo. Y lo consiguieron, porque apenas hubo ocasiones del rival en todo el primer tiempo. El problema es que tampoco las hubo por parte del cuadro rojiblanco, más allá de un remante a las nubes de Luis Suárez en una acción impropia de él. Por el camino tuvimos que asistir a varios errores de bulto en la salida del balón, generalmente causados por un desconocido Koke que sigue sin coger la forma. Aun así, creo que el equipo dominó el juego con solvencia y no dio muestras evidentes de fragilidad. Es más, mostró varios puntos positivos. Por ejemplo, la profundidad de Llorente en banda derecha que tanto se había echado de menos, o el dinamismo de un Carrasco que sigue entonado y el de un Lemar que hace que el Atlético de Madrid sea otro equipo cuando él está entonado.
El resultado era incierto al descanso y el estado de ansiedad seguía flotando sobre las cabezas rojiblancas. Las sensaciones que me llegaban desde los foros del ciberespacio no parecían ser muy optimistas, pero el que esto escribe, quizá por el recuerdo de quien ya saben, intentaba verlo de otra forma.
Y la moneda salió cara. Lo que en la primera parte solamente fuimos capaces de intuir, acabó haciéndose realidad en la segunda. El conjunto colchonero salió al campo con el mismo plan en la cabeza, pero el trabajo pudo traducirse en gol y eso lo cambió todo. Un gran pase desde la izquierda llegó hasta la cabeza de Lemar, que suspendiéndose en el aire fue capaz de abrir el marcador. El rostro de Simeone en ese momento fue el mío y el de tantos otros. En esos segundos en los que el argentino resoplaba en una esquina del banquillo con cara de estupor entendí muchas cosas. Respetando la opinión de cualquiera, a mí denme personas que vivan el fútbol de esa manera. El fútbol o la vida, que para el caso es lo mismo.
A partir del gol, asistimos seguramente a lo mejor del partido para los rojiblancos: la gestión del balón con el marcador a favor. Si otros días se habían quedado a mitad de camino entre cerrarse en su área, algo para lo que este equipo no está diseñando, o malgastar la posesión del balón en pases estériles y miedosos que solamente servían para hacer crecer al rival, en esta ocasión, por fin, el Atleti consiguió dominar el partido con la pelota en los pies. Sin romperse, sin especular y sin asustarse de su propia sombra. Y así llegó un golazo de Griezmann a pase de Llorente. Y así llegó un golazo de Correa tras pase de Griezmann. Y así llegó un golazo de Cunha, que cada vez genera mejores sensaciones. En mitad de la fiesta se coló también una carambola imposible de Lozano, que hizo que el balón entrase por la escuadra madrileña de forma inverosímil y que nos recordó que Oblak es también un ser humano.
Aunque, siempre habrá alguien capaz de subrayar los peros y de torcer el gesto, creo que la familia colchonera acabó abrazada a la felicidad cuando concluyó el domingo. A la suya, claro. A lo que no debería renunciar por mal tiempo que haga o por más gritos que reciba desde esa otra parte del mundo donde funciona otro tipo de energía. Creo que hay motivos para ello. Sí, porque como decía Almudena, la felicidad es también una manera de resistir.
Después de pasar toda la comida hablando de las elecciones que venían, de Umberto Eco y de alguien que ese día no estaba con nosotros, ya en la sobremesa, lógicamente, acabamos hablando del Atlético de Madrid. Sin alharacas. Con cariño. No recuerdo bien en qué época estábamos, pero sí recuerdo que pasábamos por...
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