Identidad
El historiador frente a la nación
Desmentir los mitos historiográficos de los que se sirve el nacionalismo es una tarea importante, pero también lo es proponer alternativas y denunciar las debilidades de un discurso que parte de presupuestos históricos falsos
Francisco Gómez Martos 18/11/2021
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El oficio de historiador tiene varias particularidades. Una de ellas es la difícil y comprometida situación en la que se ve al ser, se entiende, experto en materia del pasado. Pues el pasado es una parte muy delicada de la identidad, o mejor de las identidades, de los seres humanos. El asunto se complica aún más cuando vemos que los gobiernos, partidos y distintas organizaciones utilizan el pasado para sus propios fines políticos. Así visto, el trabajo que realizan los historiadores está muy vinculado con la definición de esas identidades y con la legitimación política.
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Los problemas y debates que en la actualidad suscita la práctica historiográfica en numerosos países se deben en gran medida a esa particularidad del oficio de historiador. Quienes se adentran en estas discusiones suelen señalar la pasividad de los historiadores y su incapacidad para conectar con el público general como factores que explican la manipulación de la historia y el auge del populismo historiográfico. Aunque esos factores ciertamente tienen que ver con los abusos que se hacen de la historia desde la política, considero conveniente añadir un par de matices.
Las opciones de que formas alternativas de hacer historia se hagan un hueco entre los medios de comunicación y el público general y no sean usadas para fines políticos son pocas
En primer lugar, el historiador no puede orientar su trabajo únicamente a desmentir las falacias que se dicen en los medios de comunicación sobre la historia. A los médicos, atender a los pacientes y estudiar el desarrollo de la medicina les deja poco tiempo para corregir la divulgación de su ciencia. De igual forma, la mayor parte de los historiadores consumen su tiempo en obligaciones docentes y tareas de investigación que, coherentemente, se centran en el estudio del pasado más que en el del presente. Además, el historiador tampoco puede ser responsable de los usos que se hagan de ese pasado, ni es su tarea decirles a las personas que piensen de una u otra forma. Aunque entre sus cometidos está el buscar la verdad de los hechos, y por tanto desmentir afirmaciones que son manifiestamente falsas, el historiador no puede entrar en el terreno de lo que una persona quiere creer. Numerosos historiadores y arqueólogos, si no todos, afirman que las pirámides egipcias fueron construidas por seres humanos, pero eso no impide que haya quien piense que son obra de extraterrestres. A su vez, por mucho que los expertos en historia antigua consideren la Biblia como un texto literario y construido a lo largo del tiempo, todavía habrá quienes piensen lo contrario y sigan profesando su fe a partir del texto bíblico. Llega un punto en el que el historiador no puede ni tiene por qué hacer más para cambiar esas opiniones. De la misma forma que al ateo no le corresponde desmentir la existencia de Dios, el historiador no es responsable de explicar por qué los extraterrestres no construyeron las pirámides. Eso le robaría mucho tiempo de sus cometidos, que por lo general suelen ser más interesantes.
En segundo lugar, en los debates historiográficos en los medios de comunicación, sobre todo en España, se incide mucho, pero con demasiada frecuencia de manera acrítica, en la idea de nación. Es en el contexto de la historia nacional en el que se suele colocar al historiador en medio de la palestra, pues la historia es para la nación lo que el caldo es para una sopa. Sin un pasado que legitime la nación, esta última no tiene sentido. Esto no es nada nuevo y una mirada somera a la historia de la historiografía contemporánea revela claramente que los “combates por la historia” de la actualidad son vino nuevo en odres viejos.
Podríamos decir, generalizando mucho, que los historiadores se dividen en dos grupos. En un lado están aquellos que piensan que las naciones son una invención del ser humano, y más precisamente de unas élites con ánimos de dominación, que tiene lugar en unos momentos y en unos espacios determinados. Ni las naciones ni los Estados han existido desde siempre, ni a lo largo de su existencia han sido inmunes a los cambios. Si algo define a la historia –y también, claro, a la historia de las naciones– es, precisamente, el cambio. Es en la época moderna, sobre todo a partir del siglo XIX, cuando las diversas nociones de nación que habían existido antes comienzan a adquirir un sentido político asociado al Estado. En el otro lado están todos aquellos historiadores que no creen, o no quieren creer, lo dicho anteriormente. A este último grupo pertenecen los historiadores y, sobre todo, propagandistas de la historia que suelen acaparar los focos de la atención mediática.
En España, la práctica historiográfica está en boca de muchos porque existe un debate intenso, y parece que eterno, en torno a la historia nacional, en los últimos años motivado en gran medida por el movimiento independista catalán. En ese debate participan felizmente historiadores y pseudohistoriadores que raramente cuestionan el marco nacional como referencia. A estas alturas, con los partidos políticos y buena parte de la sociedad bipolarizada por ese debate sobre la nación, cuestionar ese marco es tremendamente difícil, pues supone salirse de las líneas marcadas por el discurso dominante. ¿Qué puede hacer en España un historiador que cuestione las bases del nacionalismo cuando la clase política se desgarra por defender el nacionalismo español, el catalán, el vasco, el gallego, o varios de ellos simultáneamente? Poco, y no sólo porque haya muchos historiadores que no estén interesados en profundizar en esa crítica, sino porque el contexto global del país no es el más apropiado para llevarla a cabo.
Téngase en cuenta, por ejemplo, que en España el fútbol es casi como una religión, y que a la selección nacional no la cuestionan ni los partidos de izquierda. En este sentido, es curioso que se señalen las expresiones ultraderechistas de un futbolista extranjero, pero que apenas se hable de los problemas legales (que van más allá de los frecuentes fraudes fiscales) que han salpicado a los futbolistas de la selección española, algunos de los cuales tampoco esconden sus simpatías por la extrema derecha, por no hablar de los casos de corrupción en el seno de la Federación Española de Fútbol que no hace mucho se destaparon. Íñigo Errejón se atrevió incluso a decir que había que hacer una excepción con los jugadores del conjunto nacional para que se vacunaran antes de que les llegara su turno.
Los historiadores están sobrados de razones para cuestionar la legitimidad de las naciones, cuya defensa sólo es sostenible a partir de criterios exclusivistas y discriminatorios, de la vanagloria de la violencia contra los enemigos y de moldear deliberadamente la diversidad cambiante del pasado hasta dar forma a la falacia de la nación. Muchos historiadores (por ejemplo, Eric Hobsbawn, uno de los historiadores contemporáneos más leídos en el mundo) han llevado a cabo ese cuestionamiento de la nación repetidamente y otros lo seguirán haciendo. Ahora bien: ¿está la sociedad española, y más precisamente su clase política y sus medios de comunicación, dispuesta a escuchar y dar voz a esas críticas? ¿Van los medios de comunicación de mayor difusión en España a dar cabida a ese tipo de opiniones en detrimento de, digamos, la desmesurada atención que le dedican a las trivialidades del fútbol o de la familia real, símbolos de la pretendida unidad nacional?
Las opciones de que formas alternativas de hacer historia se hagan un hueco entre los medios de comunicación y el público general y no sean usadas para fines políticos son pocas, pues las instituciones públicas y los grupos de poder que controlan esos medios tienden a llevar las discusiones al marco de referencia nacional. Piénsese, por ejemplo, en la llamada “historia social y económica” que estuvo de moda entre los historiadores en la segunda mitad del siglo pasado. Pues eso, la moda pasó pronto y ni esa ni otras tendencias, como la llamada “historia cultural”, pueden compararse con la largamente dominante y siempre recurrente “historia política”.
Desmentir los mitos historiográficos de los que se sirve el nacionalismo, que en España son nacionalismos, es una tarea importante del historiador, pero también lo es proponer alternativas y denunciar las debilidades de un discurso que parte de presupuestos históricos tan falsos como el de pensar que existe una línea de continuidad entre, digamos, un judío andalusí y una taiwanesa, hija de una mujer nigeriana y otra uzbeka, y nacionalizada española. Para muchos, oír las dudas que existen sobre la escaramuza de Covadonga, que la feria de Sevilla la inventaron un vasco y un catalán, o que durante la guerra civil Barcelona se rindió a Franco sin pegar un tiro mientras Madrid seguía resistiendo, sería como para don Quijote oír que los molinos de viento no son gigantes. Las fantasías caballerescas de la nación no empiezan ni terminan en la pluma del historiador. No se trata tanto de corregir imprecisiones, ni de cambiar a unos héroes por otros, ni de reescribir la historia nacional desde ángulos distintos, que es lo que suelen hacer los historiadores orgánicos del poder, como de abrir espacios a perspectivas que ayuden a comprender mejor la diversidad de los seres humanos ayer y hoy, fuera de los estrechos e insolidarios marcos de la nación.
El oficio de historiador tiene varias particularidades. Una de ellas es la difícil y comprometida situación en la que se ve al ser, se entiende, experto en materia del pasado. Pues el pasado es una parte muy delicada de la identidad, o mejor de las identidades, de los seres humanos. El asunto se complica aún más...
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