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Las elecciones tienen sus momentos divertidos y matemáticos, capaces de deleitar a los politólogos, a la gente que estuvo encantada con sus respectivas asignaturas de estadística y a nadie más. Vamos a hablar de uno de esos momentos, que acontece ahora mismo en Francia. Sé que suena a comienzo de un cuento de miedo, pero no se vayan. Lo haremos divertido, como si esto fuera Barrio Sésamo. Para ello, con tal de situarnos, dejemos a Francia tranquila. Pensemos en España. ¿Qué se necesita para presentarse a las elecciones? Lo dice una ley de 1985. Para las europeas, los partidos, coaliciones, federaciones y agrupaciones de electores necesitan 15.000 firmas. O 50 cargos electos. En las generales, los partidos necesitan menos que las agrupaciones de electores. Un 0,1% de avales, cuya cantidad se calcula según los inscritos en el censo electoral. No tanta gente. Si no estás en descomposición, el requisito de los avales se olvida y parece un mero trámite. Si sólo eres una plataforma líquida, puedes tirar con la firma de cualquiera.
Volvamos a Francia. ¿Qué se necesita para presentarse a las elecciones? En Francia hay varias (convocatorias, digo), pero una de ellas, de influencia casi monárquica, es más importante que todas las demás: sólo hablaremos de las presidenciales. Es importante conocer por qué en Francia el presidente tiene tantísimos poderes: es uno de esos azares de la historia de los que se puede responsabilizar casi a un solo hombre, aunque el susodicho se inscriba en un linaje, una serie, y el hombre en cuestión es Charles de Gaulle. Ocupa tanto espacio en las cabezas francesas que los galos a veces parecen haber olvidado que a partir de 1945 hubo otros presidentes y no un Gobierno eterno gaullista. Como Léon Blum, líder en 1936 del Frente Popular francés y en su día presidente del Consejo de Ministros. También el de la no-no-intervención durante la guerra civil española.
De Gaulle ocupa tanto espacio en las cabezas francesas que a veces parecen haber olvidado que a partir de 1945 hubo otros presidentes y no un Gobierno eterno gaullista
De Gaulle tiene su historia atada a muchos referéndums. Nos saltamos Argelia, por aligerar, que ocuparía ochenta artículos enteros y también tiene sus propias consultas, así que simplifiquemos: dos referéndums. Hay uno fundamental que gana y uno que pierde. Gana el de 1962 después de haber encadenado tantos como para creerse eternamente victorioso, y ratifica que el presidente de la República será elegido por sufragio universal directo (o sea, por el pueblo) y no por un colegio electoral, blindándose las espaldas y dándose un baño de masas preventivo en el proceso; pierde el de 1969 en un acto casi suicida. Es tras el de 1962, el de la modalidad del sufragio, cuando se instaurará por primera vez lo de los avales. Entonces eran cien: cien cargos electos. El sistema se vio desbordado en las elecciones presidenciales de 1974, con doce candidatos distintos, y modificó la Constitución en 1976 para subir el umbral a quinientos. Ni siquiera Le Pen padre logró entonces presentarse por culpa de una escasa implantación territorial.
Francia convive hoy con ese mismo sistema, legado, como otras tantas cosas, de los tiempos excepcionales de De Gaulle. Es una particularidad en el seno europeo. El sistema de avales importa, e importa mucho. Y, dentro de él, importan particularmente los pueblos más pequeños de Francia. La Francia Insumisa tiene mucho más músculo electoral con Mélenchon como candidato que el Partido Comunista con Roussel… pero los de Roussel tienen varias veces más cargos electos. De hecho, en las elecciones de 2017, buena parte de los avales de Mélenchon procedía de alcaldes de pequeños feudos comunistas, de menos de 3500 habitantes. Y eso significa que, esta vez, habrá turbulencias.
La escasez de cargos electos de la mayoría de partidos sin excesiva implantación territorial, es decir, de prácticamente todos (salvo los de Macron, que son socialistas y republicanos escapados de sus partidos, y los socialistas y los republicanos), hace que la carrera por los quinientos avales esté bastante nivelada: todos, tengan la intención de voto que tengan, tendrán que llamar a la puerta de alcaldes de pueblos muy, muy pequeños. Como la alcaldesa de un pueblo del departamento de las Landas de 130 habitantes, que ha dado el suyo a Anasse Kazib, candidato de una escisión del Nuevo Partido Anticapitalista, sindicalista e hijo de inmigrantes, autodefinido como “la peor pesadilla de la extrema derecha francesa”. Anasse Kazib se merece su propio perfil, al cual ya llegaremos: es una de las caras que tendrá el voto protesta de la izquierda en estas elecciones. Como nadie espera que la izquierda gane, ese voto podría ser bastante grande: habrá al menos cuatro o cinco candidatos a la izquierda de Jean-Luc Mélenchon. Todos, otra vez, compitiendo por pescar en el mismo terreno de avales posibles: los alcaldes.
Como explicaba un reportaje en Mediapart sobre el laborioso proceso de recogida, se recorren territorios como Ardenas, en la región del Gran Este. Y no son zonas nuevas, sino que se inscriben en una larga tradición: las televisiones ya informaban, a finales de los años ochenta, de cómo los “candidatos pequeños” recogían avales en zonas del norte como la histórica región de Picardía. Por aquel entonces eran Jean-Marie Le Pen y Pierre Boussel (del “Movimiento para un partido de los trabajadores”) los apadrinados por alcaldes de pequeños pueblos rurales; décadas después, las cosas no han cambiado tanto.
¿Cuál es la fecha límite de entrega de los avales? Un mes y medio antes de las elecciones. A finales de febrero se acabará el tic, tac, y conoceremos quién ha pasado el filtro. De aquí a entonces saldrán muchos artículos de política ficción, que advertirán de muchos mundos posibles: uno en el que Zemmour, por ejemplo, no conseguiría los avales necesarios, al ser la lista de avales pública y no querer alcaldes de la derecha tradicional ver su nombre asociado al candidato de la extrema derecha. Pero es muy poco probable: los estudios sociológicos disponibles sobre el tema no nos conducen a pensar que haya una cantidad limitada y pequeñísima de alcaldes de pueblos rurales dispuestos a firmar por los candidatos. Si la hubiera, los que caerían serían los más minoritarios, completamente desconocidos. Hay, en estos momentos, cuarenta personas que han afirmado su aspiración a ser candidatos a las presidenciales: caerán la mitad, pero es que a esa mitad no la conocía nadie. Las firmas para un candidato que cosecha enormes resultados en las encuestas están más que aseguradas. Lo de contar hasta quinientos tiene su gracia matemática, pero lo que es casi seguro es que nos encaminemos a unas elecciones que tendrán entre doce y veinte candidatos. Si la alternativa es contar de veinte en veinte, no suena tan descabellado contar hasta quinientos.
Las elecciones tienen sus momentos divertidos y matemáticos, capaces de deleitar a los politólogos, a la gente que estuvo encantada con sus respectivas asignaturas de estadística y a nadie más. Vamos a hablar de uno de esos momentos, que acontece ahora mismo en Francia. Sé que suena a comienzo de un cuento de...
Autora >
Elizabeth Duval
Es escritora. Vive en París y su última novela es 'Madrid será la tumba'.
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