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INDEPENDENCIA JUDICIAL

¿Y si elegimos el Tribunal Constitucional por sufragio universal?

El problema no es la corrupción y/o la no idoneidad de uno o dos candidatos hoy, sino el sistema oligárquico que los selecciona

Javier Franzé / Ismael García Ávalos 19/11/2021

<p>Justicia (in)dependiente.</p>

Justicia (in)dependiente.

Malagón

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La votación en el Congreso de los Diputados de algunos de los candidatos propuestos para el Tribunal Constitucional ha generado malestar político y social. La figura de Enrique Arnaldo, presentado por el PP, ha sintetizado ese rechazo. Las críticas que recibió fueron básicamente dos: que es incapaz por corrupto y/o por no cualificado. Ambos juicios negativos dejan intacto el sistema actual de elección que, según esta crítica, sería bueno para elegir magistrados independientes, idóneos y no corruptos, pero –en este caso– habría sido mal utilizado. 

El problema es que el sistema está parcialmente en manos de otro poder, el legislativo, dominado a su vez por los partidos políticos. Eso implica que la clave no está sólo en que los candidatos sean idóneos, sino en que en este sistema, aun si lo fueran (¡faltaría más!), no podrían ser independientes. 

La cuestión es especialmente delicada en virtud del órgano que nos ocupa. Si bien la independencia entre los poderes del Estado es siempre deseable, en el caso del Tribunal Constitucional lo es más si cabe, porque se encarga del control de constitucionalidad. Al TC se le suele enmarcar, erróneamente, en el Poder Judicial. A esta confusión colabora su nombre (“tribunal”), así como la denominación de sus miembros (“magistrados”), aunque, según el art. 159.2 de la Constitución Española, además de magistrados de la carrera judicial, pueden ser fiscales, abogados, funcionarios públicos y profesores de Universidad, siempre y cuando sean juristas con más de 15 años de ejercicio profesional.

Es importante aclarar que el Tribunal Constitucional se encuentra más allá de las fronteras del Poder Judicial, cuyo Alto Tribunal no es otro en España que el Tribunal Supremo. Estamos ante un órgano independiente y eminentemente político, como lo reconoce la propia Ley Orgánica que lo regula en su artículo primero. Este tipo de órganos constitucionales se asienta en Europa en el periodo de entreguerras. Su tarea es el control de la constitucionalidad de las leyes y la protección de los derechos de las minorías. En los Estados de corte federal, además, dirimen conflictos competenciales entre la federación y los estados federados.

El sistema de elección de los magistrados del TC se ha revelado incapaz de asegurar la independencia que está en el ánimo del Título IX de la Constitución

Este carácter de independencia frente a los demás poderes del Estado queda celosamente garantizado en el art. 1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que regula su exclusivo sometimiento a la propia ley orgánica mencionada y a la Constitución. En última instancia, el TC, en su calidad de “intérprete supremo de la Constitución” –según el mismo art.1 ya citado–, es el garante de que lo acordado por una gran mayoría cualificada –expresada en el pacto constitucional– no se vea lesionado por mayorías parlamentarias de coyuntura. De este modo, la Jurisprudencia del TC es la mejor prueba de que el pacto constitucional no se cierra de una vez y para siempre, sino que permanece abierto, en constante interpretación, adecuándose “de facto” a la producción legislativa de los gobiernos. Así deben leerse los recientes fallos de dicho tribunal sobre el Estado de alarma en relación a la covid-19, realidad que difícilmente pudo llegar a imaginar el constituyente en 1978.

Al contar con tan importante tarea, se entiende que en la elección de los doce miembros del TC –según el art. 159.1 CE– participen todos los poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial). Se busca, por un lado, la participación de todos los órganos y, por otro, las máximas garantías de independencia. Sin embargo, la designación de los doce miembros del TC queda indirectamente en manos de los partidos: ocho magistrados son elegidos directamente por el poder legislativo, dos por el partido de Gobierno y dos por el CGPJ, cuyos veinte vocales son, a su vez, elegidos por el poder legislativo. El bipartidismo que impera en nuestra democracia ha ido traduciendo esto en un intercambio de cromos entre los dos grandes partidos, con alguna participación puntual de candidatos de otras fuerzas de forma testimonial. En definitiva, el sistema de elección de los magistrados del TC se ha revelado incapaz de asegurar la independencia que está en el ánimo del Título IX de la Constitución Española.

Ahora bien ¿qué significa independencia? ¿Qué tipo de independencia se exige a un magistrado del TC? No la de ser neutro “ideológicamente”. (Valga una aclaración: usamos este concepto no en los términos del lenguaje político común, como sinónimo de “dogmático”, sino como cosmovisión, como un conjunto de valores que sirve para interpretar y decidir problemas sociales.) Si ser independiente equivale a no tener valores, eso convertiría a un magistrado en alguien no idóneo. Un miembro del TC debe tener criterio para interpretar la constitucionalidad de una norma y tomar decisiones en defensa de las libertades y los derechos fundamentales de la ciudadanía. En ese criterio, los valores de la Constitución son necesarios, pero no suficientes, pues la letra de la ley debe ser interpretada, no es unívoca. El propio hecho de que el constituyente decidiese dotarse de un órgano de interpretación constitucional avala que la Constitución pueda y deba ser interpretada. Si no hay una lectura unívoca y correcta frente a otras equivocadas ¿desde dónde debe ser interpretada la Norma normarum? En tanto que propia de un Estado social y democrático de derecho como el nuestro, no cabe otra respuesta que desde los diferentes y legítimos valores democráticos. Si convenimos que la política no es otra cosa que la lucha de una pluralidad de valores, esa interpretación de la Constitución deviene eminentemente política. 

El problema son las ataduras partidistas que su forma actual de elección conlleva, las cuales a veces trasladan el interés de poderes privados no sometidos a las urnas

Así que independiente no significa ausencia de valores ni exclusivo apego a la Constitución, pues eso sencillamente no es posible. De lo contrario, el TC no sería un órgano colegiado, ni su presidente podría utilizar el voto de calidad para desempatar, ni sus sentencias serían divididas. Por tanto, el problema no sería la politización de un órgano que es, per se, plenamente político. El problema de fondo es la partidización de los magistrados que lo componen. Dicho en otros términos, el problema no es que los magistrados tengan unos valores desde los que adoptarán decisiones políticas (que no partidarias), que es para lo que resultan elegidos. El problema son las ataduras partidistas que su forma actual de elección conlleva, las cuales –para más inri– a veces trasladan el interés de poderes privados no sometidos a las urnas. 

Si bien hoy nos escandalizamos por la designación de Enrique Arnaldo, el resto de designados en esta renovación tampoco están libres de ataduras partidarias: Concepción Espejel fue recusada en la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional del caso Gürtel por su cercanía al PP y fue vocal del CGPJ a propuesta de los populares; Ramón Sáez fue propuesto en su momento como vocal del CGPJ por IU –hoy integrada en UP– e Inmaculada Montalbán fue vocal del CGPJ a propuesta del PSOE. Curiosamente estos son los tres partidos que, con la nariz tapada –eso sí, cuando se elegían los candidatos del otro– han votado el acuerdo de renovación del TC. Más lejano, pero igualmente revelador, fue el caso de Pérez de los Cobos, quien llegó a ser nada menos que presidente del TC con el carné del PP en la cartera. 

El problema aquí es que los partidos poseen dos rasgos centrales: por una parte, tienen una ideología o conjunto de valores-guía; por otra, son una “institución”, un aparato con necesidades prácticas de funcionamiento (financiación, promoción interna, captación de votos, vínculos con la sociedad, etc.). No  se trata de ir contra los partidos. Estos juegan un papel clave en nuestra democracia en términos de pluralismo, formación de la voluntad popular y canalización de la participación (art. 6 CE). Pero el control de la constitucionalidad de los poderes del Estado no les corresponde.  

Los magistrados deben ser independientes del partido como aparato, de las necesidades y conveniencias de éste como factor de poder. Pero luego tienen inevitablemente un modo de entender el derecho, la justicia, la ley y los valores democráticos y constitucionales que los acercan, sin asimilarlos completamente, a los partidos. Esto hace que puedan y deban ser independientes de los partidos como aparatos y factores de poder, pero que no puedan ser completamente independientes de la cosmovisión que orienta a esas formaciones. Esto –vale remarcarlo– no tiene por qué redundar en que sus acciones formen parte de una misma y única línea de acción, lo que sería un grave incumplimiento del principio de separación de poderes. Esto es lo que hay hoy: partidización, lo cual –contra el sentido común mediático y político– impide la politización, entendida como debate público sobre distintas interpretaciones de, en este caso, lo jurídico.

Es precisamente por ello que esa orientación valorativa de los magistrados debe ser conocida y elegida por la ciudadanía. En efecto ¿por qué no pensar que el voto ciudadano podría ayudar a la independencia del órgano constitucional, en lugar de ser un factor de su presunta contaminación, tal como se lo ve en el sistema actual, que no sólo es opaco y corporativo, sino que –precisamente por ello– no es útil para construir un TC independiente? 

Si los magistrados fueran elegidos por sufragio universal no serían escogidos por los partidos en el Parlamento, ni por el partido de Gobierno de turno. Sólo por eso ya ganarían un grado de independencia que hoy no tienen. Por otra parte, estarían obligados a clarificar la orientación valorativa que inevitable y saludablemente tendrán. ¿Por qué no pensar en magistrados exponiendo, en debates y entrevistas previos a su elección, sus criterios para decidir sobre la constitucionalidad de una consulta en Cataluña o su definición como Nación histórica, los límites de la libertad de expresión en diferentes contextos o la adecuación del Estado de Alarma para hacer frente a una pandemia?  

Quienes argumenten que un magistrado tiene un saber técnico-jurídico que no puede ser evaluado por la ciudadanía, deberían decir lo mismo de los diputados y senadores

El sufragio universal permitiría avanzar en grados de independencia, al autonomizarlos del favor del partido que los escogió, y a la vez al vincularlos a una suerte de contrato electoral con la ciudadanía en virtud de su orientación. Ésta, por efecto de lo anterior, tendría además la posibilidad de primar en el desempeño de sus funciones. 

El sufragio universal, además, vale no sólo por sus resultados, sino en sí mismo. Quienes argumenten que un magistrado tiene un saber técnico-jurídico que no puede ser evaluado por la ciudadanía, y por eso debe ser escogido por sus pares (cosa que hoy no sucede, por otra parte), deberían decir lo mismo de los diputados y senadores, y por lógica del presidente del gobierno, pues éstos también deben tomar decisiones que implican rasgos de saber técnico específico (como las de infancia, eutanasia o transportes últimamente sancionadas).

Por el contrario, el sufragio directo de los magistrados del Tribunal Constitucional nos ahorraría varios malestares que hemos vivido recientemente. Para empezar, al caducar un órgano tan importante y vital para garantizar los derechos y libertades de la ciudadanía, sería inmediatamente renovado en las urnas, sin tener que asistir a vergonzantes periodos de interinidad o depender de cambalaches sonrojantes entre los partidos en negociaciones que incluyen otros órganos del Estado. En segundo lugar, y quizá más importante, en un estado de corte federal como es de hecho la España de las autonomías, los fallos del TC respecto a cuestiones competenciales, como en el caso del Estatut de Cataluña, difícilmente podrían volver a percibirse como un conflicto entre legalidad y democracia, entre lo que dicen unos magistrados técnicamente cualificados y lo expresado por los legítimos representantes de la soberanía popular. Al emanar la legitimidad de dichos magistrados igualmente de las urnas, sus fallos estarían revestidos de una legitimidad popular de la que hoy, si bien no carecen por completo, se encuentran ciertamente alejados.

En verdad, si el debate fuera democrático, quienes deberían aportar abundantes argumentos son los que defienden el sistema actual. No resulta difícil imaginar lo que estos “argumentarían” en contra de un eventual sistema de sufragio universal para elegir magistrados si produjera menos de la mitad de los resultados que hace años genera el modelo actual. 

El árbol de Arnaldo está tapando el bosque de la no independencia del TC. El problema no es la corrupción y/o la no idoneidad de uno o dos candidatos hoy, sino el sistema oligárquico que los selecciona. No resulta descabellado que una democracia avanzada, como presume ser la española, confíe en la ciudadanía la elección de aquellos encargados de la realización cotidiana del pacto constitucional que la hizo posible.

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Javier Franzé es profesor de Teoría Política de la Universidad Complutense de Madrid.

Ismael García Ávalos es jurista y politólogo. Investigador en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

La votación en el Congreso de los Diputados de algunos de los candidatos propuestos para el Tribunal Constitucional ha generado malestar político y social. La figura de Enrique Arnaldo, presentado por el PP, ha sintetizado ese rechazo. Las críticas que recibió fueron básicamente dos: que es incapaz por...

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Javier Franzé

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