Editorial
Votar con la pinza en la nariz
12/11/2021
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Finalmente, y en medio del ruido y el bochorno, el Congreso de los Diputados ratificó el 11 de noviembre la elección de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional pactados entre el Gobierno y el Partido Popular. Tal y como es costumbre, la elección de los miembros de la más alta magistratura ha estado salpicada de alegaciones sobre la dudosa imparcialidad ideológica y la talla ética de varios candidatos, y sobre el pasteleo entre los partidos mayoritarios en el reparto de cuotas. El acuerdo entre un supuesto sector progresista y otro conservador se ha consolidado como la mecánica habitual en los nombramientos de la cúpula de la judicatura, con el consiguiente desprecio de su función como jueces solventes, imparciales y garantes de la aplicación del Derecho. Pero quizás en esta ocasión el pacto entre los partidos de la coalición de gobierno y el partido dominante de la oposición ha traspasado límites que quienes han votado por “responsabilidad de Estado” y con la nariz tapada no han valorado oportunamente.
La renovación del Tribunal Constitucional se inserta en el contexto de un chantaje, secuestro y bloqueo institucional del PP, que amenaza con hacer colapsar esta y otras instituciones básicas como el Tribunal Supremo y el CGPJ. El pacto “de responsabilidad institucional” sirve para aliviar la tensión entre un gobierno que no ve reflejada su mayoría parlamentaria en las instituciones de gobierno de los jueces, y una oposición acosada por su propia corrupción, que defiende sus mayorías y su pretendido control sobre las instituciones judiciales. Un principio pésimo para cualquier solución.
Es cierto que la renovación de los cuatro magistrados pactados mejora las cuotas de reparto progresista, ya que había un magistrado adscrito a ese sector dimitido y sin voto, y que lo hará aún más cuando al Gobierno le toque nombrar por decisión propia a los dos siguientes magistrados del TC, dentro de unos meses. Pero la solución adoptada, pese a las saludables deserciones de algunos diputados y diputadas, subirá sin duda un peldaño más el descrédito que sufren la justicia y los partidos, con la consecuencia inevitable de incluir a Unidas Podemos en el saco del cinismo institucional que solía ser exclusivo del bipartidismo.
Los profesionales del Derecho añoran el tiempo en el que la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional se regía por un criterio de mérito y prestigio profesional. Los integrantes de los altos tribunales eran personas de las que se podía predicar una tendencia ideológica más o menos conservadora o progresista en lo político y social, no se esperaba otra cosa, pero aun así tenían un prestigio por su labor jurídica que cualquier profesional podía reconocer, además de una mochila ética contrastada y un historial limpio. Durante años, las sentencias del TC eran respetadas y apoyadas por miembros “progresistas” o “conservadores” ateniéndose sólo a criterios de técnica jurídica, a la defensa del bien común y los principios de la Constitución. Sin embargo, con las sentencias sobre HB (1999) y el Estatut (2010), y sobre todo con la reforma exprés promovida por el Partido Popular en 2015, el Constitucional se convirtió de facto en un órgano de resolución política, pensando en clave del conflicto catalán; ilustres figuras como el magistrado Rubio Llorente señalaron entonces que aquello sería el principio del fin del Tribunal. No se equivocaron.
Desde entonces hemos asistido a un progresivo aumento del perfil partidista de los candidatos, hasta el punto de que algunos poseen una adscripción tan clara que en cualquier democracia normal se hablaría de conflicto de intereses. Aun peor, salvando la dignidad de algunos de los propuestos, a otros no se les conoce en el campo jurídico obra digna de mención. Con la elección actual se da un paso más en ese aplastamiento del Constitucional del que hablaba Rubio Llorente, pues el juez Arnaldo y la jueza Espejel no solo son activistas ultraconservadores sin méritos profesionales suficientes, sino que, por sus relaciones con los protagonistas de sonados casos de corrupción, carecen de todo blindaje ético.
A quienes invocan la responsabilidad institucional hay que recordarles que la elección de los miembros del Tribunal Constitucional puede permitir un cierto juego de adscripciones políticas, pero que asegurar el nivel profesional y la probidad de los candidatos debería ser una línea roja infranqueable. Al PSOE y a Podemos se les debe reprochar haber traspasado de la mano del PP esa frontera que degrada la dignidad institucional por convertir ante la ciudadanía la conformación del TC en un mero cambalache. Pero no hay que olvidar que el principal responsable de esta situación es el Partido Popular, que ha sometido la arquitectura institucional del Estado a una tensión intolerable y que nunca debería haber propuesto a un candidato directamente implicado en corruptelas e incompatibilidades, como hizo ya con Enrique López en 2014. No, teniendo como tiene a su disposición, a insignes juristas de perfil conservador a los que recurrir. El PP debería haber retirado la candidatura de Arnaldo tras la divulgación de los hechos que ponen en duda su integridad. Al forzar la mano y mantener a su pupilo, crece la sospecha sobre si se ha elegido a un magistrado o a un agente. Que el Gobierno progresista haya aceptado esa extorsión del PP sellando un pacto que ni siquiera conocemos en toda su extensión es una mala noticia. Que no haya encontrado alternativas es todavía peor.
Finalmente, y en medio del ruido y el bochorno, el Congreso de los Diputados ratificó el 11 de noviembre la elección de los cuatro magistrados del Tribunal Constitucional pactados entre el Gobierno y el Partido Popular. Tal y como es costumbre, la elección de los miembros de la más alta magistratura ha estado...
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