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En la ciudad de México tras 26 meses –¡y vaya meses!– de ausencia. Primer viaje post-pandemia. Escombro, acomodo cajones, clasifico y rompo papeles, purgo libreros y trato, básicamente, de hacer más despejada y habitable la excéntrica y atiborrada casa en que pasé mi adolescencia. Reparo en un pequeño estante: ahí desde siempre, se me había vuelto invisible; sólo ahora aprendo a leerlo como signo…
A escasos tres metros de la cama en que duerme, mi fatigada madre –una mujer que, para bien o para mal, nunca alzó la voz– conserva en el pequeño anaquel unas tres mil páginas de Simone de Beauvoir. Libros de editoriales sudamericanas, en rústica, cuyos lomos con estrías verticales dan testimonio de una asidua lectura. Entre sus páginas hallo papelitos, quebradizas hojas de arce, los marcadores de libro con torpes dibujos de búhos o tiburones que mi hermano y yo solíamos hacer para mamá por su cumpleaños. Descubro también raros subrayados a lápiz. Son tenues, discretos.
¡Todo esto lo leyó!, me admiro.
Pensando únicamente en los títulos –nunca, confieso, he hollado el continente De Beauvoir, sesgo y falta graves que prometo resarcir– juego a ordenar en el estante los libros de manera que dibujen el arco de una vida –el arco, claro, de la vida de mi madre, nacida el último de abril de 1936.
Comienzo con La mujer rota, por el trauma adolescente que sufrió y del que sé sólo cosas muy vagas (sí sé, no obstante, que por cicatrizar aquellas heridas del alma decidió volverse psicoterapeuta, haciendo tanto bien a tantas y tantas familias desastradas). Coloco después Memorias de una joven formal. Mi madre, la bien nacida, sin duda lo fue. Luego coloco el primer tomo de El segundo sexo, por todo aquello que el patriarcado (todavía no se le bautizaba así) hizo por desalentar el desenvolvimiento de las mujeres de su generación. Al lado pongo La plenitud de la vida, pues sin duda tuvo un largo momento vital de plenitud y esplendor, en tanto profesionista, madre amorosa y alentadora, y –¡faltaba más!– ama de casa (con lo cual sus ambiciones intelectuales debieron, fatalmente, apocarse). Mi madre tuvo los hijos, plantó el árbol –dos higueras desbocadas enmarañan su modesto jardín–, pero, aunque estaba llamada a ello, el libro, no lo escribió… Coloco enseguida, el tomo 2 de El segundo sexo: decenios de ¿inevitable? sumisión a un marido artista, autoritario, genial a su modo, perseguido por sus propios demonios. Y ya entonces dudo, porque no sé si La vejez, la lenta y apagada vejez, debe de ir antes o después de La ceremonia del adiós… Hace apenas siete meses que mi padre murió. ¿Debería acaso desgajar ambos títulos y forzarlos a correr en paralelo?
Se me aparecen las limitaciones de mi juego de montaje y vuelvo a colocar los libros por tamaños, como ella los tenía, y con lo cual se optimiza un poco mejor el espacio.
En su silencio, en el ensimismamiento que la viudez le ha aguzado, ¿algo conserva mi madre de esa lectura, sin duda capital? La interrogo al respecto. Me responde que sí, que sí, que todos los leyó. Pretendiendo ir más lejos, tomo sus dedos fríos e inquiero sobre qué la llamaba a esos libros, tan densos y exigentes, de Simone de Beauvoir. Me ofrece su respuesta hoy más socorrida, con la que sale de todos los apuros: “Ya no me acuerdo”.
¿Con quién podía Eugenia, en su momento, hablar de sus lecturas? Con mi padre desde luego que no (con él simple y llanamente no se podía dialogar). Tampoco con sus pacientes. Y yo, yo a los 14 años leía –¡qué se le va a hacer!– pura pulp fictionde Robert E. Howard o H. P. Lovecraft. Hoy, es demasiado tarde.
Para una mujer mexicana educada en francés, perteneciente a la clase media ilustrada del siglo XX, Simone de Beauvoir lo tuvo todo para ser la gran heroína intelectual, la brújula moral, la ventana encendida en la negrura. Aunque en el caso de mi madre nada de ello se tradujo en acción (tan siglo XX, sí), sé de cierto que esas lecturas suyas dieron a su vida –interior, si no exterior– una coherencia, un alma, un sutil compromiso.
Cuando a finales de los años 90 era yo, en París, aprendiz de cineasta, puse en un medio-metraje un poema de Gottfried Benn, aunque tan alterado por mis intervenciones y las necesidades internas del montaje que al final no juzgué pertinente aclarar la autoría. En dicho poema aparece la figura de una mujer que lee, tarde en el silencio de la noche, cuando, acallado el barullo y aplazada la brega cotidiana, tiene al fin un poco de tiempo para ella. En el momento de apagar la luz no ha sacado nada en claro, pero por ahí debe situarse, aventura el vapuleado poema, “el origen de la civilidad y la ternura ”. Si alguien, allá por 1999, me hubiera dicho que mi película de diploma iba sobre mi madre, lo hubiera rebatido con vehemencia. Ahora le besaría la mano por tan claridosa intuición.
En la ciudad de México tras 26 meses –¡y vaya meses!– de ausencia. Primer viaje post-pandemia. Escombro, acomodo cajones, clasifico y rompo papeles, purgo libreros y trato, básicamente, de hacer más despejada y habitable la excéntrica y atiborrada casa en que pasé mi adolescencia. Reparo en un pequeño estante:...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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