PASEOS
Horas inútiles junto al Sena (3)
Las primeras contracciones han empezado y el proceso es, como el de un parto, irreversible. Una tras otra, las burbujas humanas van a ir estallando
Alba E. Nivas 11/10/2021
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Hace varios meses me atropelló un coche en la Place de la République. Fue un lunes por la mañana, de camino al trabajo. Estábamos en la segunda entrega de la pandemia, con toque de queda a partir de las seis de la tarde, si mal no recuerdo. Una de esas mañanas en las que la grisaille deposita un tupido velo de incredulidad sobre las cosas; cuando, pese a los automatismos de la costumbre, la conciencia mantiene un saludable estado de impermeabilidad frente a las exigencias de la cotidianidad y ni el más cumplido empleado consigue hacerse cargo de su papel. Los rostros conservan aún las marcas del sueño y se diría que el maquillaje se superpone a la expresión sin penetración epidérmica, del mismo modo que las imágenes y los titulares de la actualidad resbalan pantalla abajo sin dejar impronta alguna en la retina. Uno de esos lunes, en definitiva, en que nadie es capaz de creerse su existencia pero todo sigue moviéndose como si nada.
En tal vaporoso estado de despiste se hallaba sin duda el empleado de la construcción que me derribó con su vehículo utilitario, cuando, tras esperar al semáforo en verde, me dispuse a atravesar el paso de cebra por el carril de bicis. Sucedió a cámara lenta, el hombre debía de ir a 5 km/hora, no más. Simplemente no frenó a tiempo, me tiró al suelo y aplastó la rueda delantera de mi bicicleta. Recuerdo que me levanté y, cojeando, me arrastré hasta uno de los bancos de hormigón de la plaza, donde me tumbé a respirar boca arriba, atolondrada y dolorida, mientras calibraba el alcance del accidente, ajena a las voces de los viandantes congregados a mi alrededor. Diez minutos después me encontraba tumbada en una camilla de una furgoneta de los bomberos.
“Madame, ¿tiene usted problemas del corazón?” “No, oiga, no. Se me habrá subido la tensión del susto”, contesté azorada, todavía incapaz de asumir el inesperado protagonismo que me hacía merecedora de los servicios de protección civil de la République. En pleno distanciamiento social, me hallaba compartiendo un exiguo espacio con dos de los bomberos cuyos entrenamientos matinales por la Rue Chateau d'Eau me deleitaban a diario en mi trayecto a la oficina. El dolor de tobillo no me impedía admirar la perfecta curvatura de los hombros del que me acababa de tomar amablemente la tensión, ni la línea roja lateral subiendo por las perneras del uniforme, ni el rubio cenizo de su pelo cortado a cepillo enmarcando una de esas encantadoras miradas de monolítica sencillez masculina.
Ignoro si por protocolo o por decisión propia, dispusieron que sería trasladada a Urgencias del Hospital Laribosière, a pocas calles de distancia. Al cabo de diez minutos me depositaron con admirable destreza en una silla de ruedas que alguien empujó hasta una desangelada sala de espera. La lesión no parecía grave, pero no podía marcharme de allí sin que me hicieran una radiografía para descartar fractura de tobillo y los servicios del hospital tamponasen las hojas de un parte de accidente laboral que tenía que enviar a no sé cuantas direcciones diferentes.
Esguince, poca cosa. Me dieron el sobre con la radiografía y una receta para comprarme muletas y analgésicos en la farmacia más cercana. “Ahora espere aquí hasta que vengan a sellarle el formulario, madame”, dijo un auxiliar antes de aparcar la silla de ruedas en uno de los pasillos y largarse por donde había venido. De vez en cuando pasaban a mi lado batas blancas con mascarillas que desaparecían en las salas tras detenerse brevemente en los manantiales de gel hidroalcohólico junto a las puertas. Reinaba una calma granulosa y fluorescente. Nada que ver con la supuesta saturación de enfermos de Covid que me esperaba, debían de estar en otro servicio. Tampoco había heridos por peleas entre bandas de dealers de crack de Stalingrad ni los toxicómanos con sobredosis que frecuentan las urgencias de Lariboisière.
Solo reparé en el cuerpo de un anciano que yacía arrebujado en una camilla contra la pared a varios metros de distancia. No emitía ningún sonido, apenas se movía. Desde donde estaba no alcanzaba a verle la cara, pero podía percibir su ser incrustado en la pura gravedad, vagando en una región de la conciencia amplificada por el dolor, fronteriza, membranosa, indefinida. El abandono de aquel hombre me transportó a un momento vivido en el ala este de ese mismo hospital, hace algunos años.
Volví a la oscuridad de aquella noche de viernes, en una habitación de la maternidad del hospital, en la soledad más paradójica que cabe imaginar, extraviada en una lenta regresión hacia los confines del cerebro reptiliano que nada tenía que ver con lo que imaginara pocas horas antes, al despertar y sentir las primeras contracciones del parto. Llegados a aquel punto, el entusiasmo con que me pusiera a bailar en casa celebrando el principio el fin de aquel peso me resultaba humillante. Igual de ridículo que la nefasta curiosidad que me incitara a rechazar la anestesia eperidural y dejar que las cosas sucedieran a su ritmo, insensata y tozudamente decidida a proteger el nacimiento de mi hijo de los recortes hospitalarios que buscarían acelerar el parto para acoplarlo a los turnos de las explotadas comadronas. Estas pululaban de sala en sala vestidas con una bata rosa que las distinguía de las ginecólogas, midiendo las dilataciones de las parturientas con concisa amabilidad y colocándonos en las barrigas moradas unos cables blancos que los conectaban a las pantallas. Los tentáculos del sistema, pensé mientras observaba con suspicacia la vía en la muñeca por la que entrarían las prisas y el control de las contracciones a golpe de oxitocina de síntesis. El aspecto industrial de todo el proceso me desagradaba. Después de cuarenta semanas no encontraba motivos para no estirar la paciencia un poquito más y comprobar si era cierta aquella relación triangular entre el cerebro, las hormonas y la placenta que tan bien me explicara Paloma. Por fin, algo filosófico y poético tras tantos controles de peso y orina en la planta baja de aquel hospital, cuyas autoritarias enfermeras nos trataban como ganado. Una experiencia digna de la trilogía de Sloterdijk que me propuse leer durante el embarazo, antes de que empezaran a distraerme los ratones.
Los tentáculos del sistema, pensé mientras observaba con suspicacia la vía en la muñeca por la que entrarían las prisas y el control de las contracciones a golpe de oxitocina de síntesis
Madame solo tiene dos centímetros de dilatación. Técnicamente no ha empezado el parto y siendo primeriza la cosa se puede alargar. Necesitamos la sala, si prefieren esperar mejor que se vayan a casa. “Yo de aquí no me voy, vete tú a descansar”, le dije a mi pareja, “no quiero parir en un taxi a las tantas de la mañana”. El padre se marchó. Para él era el cuarto hijo, se lo tomaba con calma. A mí me quitaron los cablecitos y a regañadientes me mandaron a una habitación normal en el piso de arriba.
Allí perdí la noción del tiempo. Me olvidé del padre y del hijo. Traté de concentrarme en la música de la playlist que llevaba preparada para la ocasión. En vano. Todas las malditas técnicas de respiración y concentración con que me propusiera enfrentar las contracciones no estaban sirviendo para nada. El rostro me quemaba de humillación. Me sentía caer cada vez más bajo. En cualquier campo de batalla, rodeada de muertos y lisiados, me habría sentido más acompañada que en aquel pantanoso territorio interior para el que carecía de referencias. Aquello era una roca hirviente, no una esfera, Sloterdijk era un imbécil. Un fulminante rayo negro rasuró de súbito todas las venerables barbas literarias que hasta entonces admiraba. Borges, Kafka, Conrad, Musil, Navokov, la madre que los parió a todos. ¡Unos cuentistas! Ni siquiera Cortázar se salvaba, el ubicuo Cortazar cuyo voz me rescatara aquella vez en el aeropuerto de Delhi. Dónde estaba Julio, a ver. En el New Morning, persiguiendo a Charlie Parker con un whisky en la mano, seguramente.
Toda la literatura universal quedaba reducida a dos letras: y + o. A una sola, mejor dicho. De la [y] tampoco quería saber nada. Su insistente rabito copulativo, ese bastón afirmativo del espíritu, aventador de deseos y generador de causas, a esas alturas también me sobraba. Yo estaba en lo que viene después, en la redonda [o], tan sospechosamente parecida al cero patatero: el trabajo sucio, las consecuencias, el mantenimiento. Hecha un nudo del espacio-tiempo mientras las parcas se dedicaban a pelar la hebra a las puertas del hueso sacro en lugar de ensartarla en el canal de parto. El espíritu se resistía a penetrar en el sueño denso y circular de la materia.
Aún me quedaban residuos de voluntad, todavía me aferraba a cierta idea de resistencia; confiaba en mi capacidad para enfrentar la situación, por más negra y penosa que estuviera demostrándose. Aún me sentía protagonista de aquella indecible encerrona de la que jamás le hablaría a nadie, ironías de la vida. El tiempo, insoportable, seguía pasando, y yo continuaba atascada en la cama de aquel decimonónico hospital con el cerebro en la barriga.
Empezaba a explorar el reverso del orden, un constante ceder y conceder para el que no estaba bien entrenada. Pasé de ser figura a ser fondo
Entonces sucedió, no sé muy bien cómo. Supongo que con alguno de aquellos latigazos nerviosos mis costuras cedieron. De pronto admití la derrota, una derrota integral y retroactiva que en fugaces instantes derrumbó, no sólo mi proyecto de parto natural, sino todas y cada una de las decisiones conscientes de mi vida. Jamás he experimentado una sensación de fracaso comparable a la que sentí aquella madrugada. Claudiqué por completo. Colgué mi identidad en el perchero de la muerte. Inmediatamente después, estalló la placenta. Las aguas inundaron la cama. Llamé a una enfermera de guardia y bajé como pude en el ascensor. Me dirigí al paritorio. No me dio tiempo a quitarme el vestido azul. Dilatación completa, el parto era inminente.
La poca vergüenza que me queda me aconseja abstenerme de relatar cómo fue la expulsión. Sólo diré que la inminencia duró dos o tres horas. Y que sí, las hormonas hicieron su trabajo y el hijo nació. Era, efectivamente, un ser humano y no la mosca de mis pesadillas que además se iba volando. Un bebé rechonchito disfrazado de alga que me clavó una mirada plácida e inquisidora como diciendo por fin nos vemos las caras. Un bebé tan hermoso que me quedé sin habla.
Dos días después un taxi nos llevaba a casa. Mientras bajábamos por el Bulevar Magenta saludé a los brotes verdes de los castaños de indias con secreta complicidad. En las aceras, la muchedumbre caminaba distraída bajo un veloz cielo primaveral sin reparar en mi corazón abierto. Observé los rostros de piel oscura guardando tímidamente la cola frente a las oficinas del trabajo temporal, los escuetos anuncios de las empresas de construcción, limpieza y hostelería reclamando nuevos cuerpos, la energía del subsuelo colonial renovada a través de los siglos. En las marquesinas de los autobuses, las marcas del lujo celebraban el brillo muerto de los objetos, las piruetas de su desgravación fiscal patrocinando affiches de fundaciones y museos.
Así dio comienzo mi vida de madre. Supongo que la demolición de las certidumbres era parte del proceso. Empezaba a explorar el reverso del orden, un constante ceder y conceder para el que no estaba bien entrenada. Pasé de ser figura a ser fondo. Si hasta entonces había salido relativamente indemne del patriarcado, la maternidad amenazaba con convertir mi vida en un coladero. Prisionera de una apabullante ternura, acataba con inocente perplejidad las silenciosas órdenes de la tradición, cuyo referente en el inconsciente colectivo tenía como curriculum ser la madre de Cristo y, para colmo, virgen. Por suerte, una de mis primeras visitas, sofisticada madre de tres criaturas, me regaló el librito La madre suficientemente buena, del psiquiatra y pediatra inglés Donald W. Winnicot. “Para que aprendas a gestionar la culpabilidad de ahora en adelante”, dijo al entregármelo con media sonrisa y buen criterio. Lo leí y lo guardé en la estantería, junto a las obras de los santones literarios, a los que condené al exilio por alta traición durante cuatro años. No les quitaba ni el polvo.
Hace poco, en mis paseos por el bosque de los domingos, caí en la cuenta de cómo me ha cambiado la maternidad. Antes caminaba mirando hacia lo alto, buscando la luz; me gustaba observarla penetrar entre las copas de los árboles, oblicua y juguetona. No es que ahora sea completamente ajena al espectáculo, ni a la apoteósica fotosíntesis que tiene lugar más arriba, en presencia de las aves y para mayor gloria del sol, que de todas maneras terminará triunfando. Es sólo que le presto más atención a lo que sucede a ras del suelo. Conviene aclarar que se trata de un bosque umbrío, de robles y hayas, con ocasionales charcas y pequeñas formaciones rocosas cubiertas de extravagantes musgos. Al principio me intimidaba aquel falso silencio repleto de presencias. Pronto me di cuenta de que allí está la verdadera trama del bosque: en las ramas derribadas por el viento, los troncos carcomidos por los hongos, las cortezas desprendidas donde anidan las laboriosas arañas. Todo es un permanente accidente, una inextricable red de vidas y muertes. Bajo la perenne hojarascas, asoman infinidad de brotes, incontables principios de árboles que probablemente no sobrevivirán, habida cuenta de la escasa distancia que los separa unos de otros, pero allí no hay previsión ni medida que valgan, solo la oscura fuerza telúrica de las semillas que estallan.
Con la vida normal me sucede algo parecido. Cada vez me interesa menos lo que pasa bajo los focos, en los telediarios, las ruedas de prensa o las portadas. Desconfío de la luminosidad totalitaria de las pantallas. Y cada día me siento más lejos de esa existencia virtual en la que todo el mundo se ha vuelto presentador de sí mismo. Me interesan más las sombras, los gestos inadvertidos, todo lo que sucede por dentro, sin testigos. Creo, sobre todas las cosas, en la tenacidad del amor que consigue abrirse paso, bajo la presión, entre el cansancio y las dudas, afirmando a diario la dignidad humana.
Reconozco que lo demás me trae un poco sin cuidado. Hace tiempo que me bajé de la historia oficial. Por más que sus dueños se empeñen en seguir azuzando una esperanza imbécil mientras suena la musiquita del juego de las sillas, las señales son evidentes. La Tierra no da para más. Al relato capitalista se le empiezan a caer los renglones por falta de energía. Las primeras contracciones han empezado y el proceso es, como el de un parto, irreversible. Una tras otra, las burbujas humanas van a ir estallando. El nuestro es indudablemente un vivir amenazado. Podemos aferrarnos a las viejas ficciones o admitir el fracaso y situarnos desde ya mismo en lo que viene después. Quizá todavía consigamos hacer realidad esos versos de Hölderlin que abren el poema de Patmos:
El dios es cercano
y difícil de abarcar.
Pero donde hay peligro.
crece también lo que salva.
Hace varios meses me atropelló un coche en la Place de la République. Fue un lunes por la mañana, de camino al trabajo. Estábamos en la segunda entrega de la pandemia, con toque de queda a partir de las seis de la tarde, si mal no recuerdo. Una de esas mañanas en las que la grisaille deposita un tupido...
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