un lugar privilegiado
Calderón en Viena
Sobre la canonización y el ‘olvido’ del teatro del escritor
Clara Monzó 12/12/2021
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Para Simon Kroll
El cielo está en Viena como suele, blanco, y las hojas amarillas en sus copas. En estos días, no hay quien salga a la calle sin propósito, la gente se apresura persiguiendo el próximo tranvía o la puerta entreabierta de un café bien surtido de perchas. Es difícil sin embargo (mejor si se llevan las orejas calentitas) no mirar hacia arriba en esta ciudad carente de balcones y no sobrecogerse de nuevo ante esta elegancia imperial, pulcramente desvaída. En Viena no abundan los balcones, es verdad, pero incluso ahora, cuando aprieta el frío y la calle ya amenaza despedida (qué bobada), algún incauto se empeña en mantener una maceta en el alféizar, como un destello rojo en medio de una sucesión infinita de ventanas. Tal vez haya, aun así, quien decida jugar al paseante o al turista distraído. Al pasar por la Ringstraße, probablemente uno de los recorridos que elegirá primero según las recomendaciones de una guía de bolsillo poco osada, identificará el edificio de la Universidad, luego los arcos góticos del Ayuntamiento y después, justo enfrente, al otro lado de la avenida, la fachada circular del Burgtheater.
El teatro abrió sus puertas en la recta final del siglo XIX, como sustituto del que la emperatriz María Teresa había inaugurado en marzo de 1741 y que había visto estrenar algunas de las óperas más celebradas de Mozart, como Las bodas de Fígaro. La imagen del músico, que inunda la ciudad en monumentos y en los envoltorios de sabrosas golosinas, ha desaparecido no obstante del Burgtheater, que se consagra ahora a los grandes dramaturgos de la historia germanófona. Si se consiente la molestia de una tortícolis ligera y se levanta la vista a las alturas del edificio, aparece ante el visitante una galería de insignes bustos, expuestos con orgullo como trofeos de caza, acompañados de una inscripción que identifica, en grandes letras doradas, cada uno de sus nombres. Son nueve en total. El lugar de honor, justo en el centro, está reservado a Goethe, flanqueado por Lessing y Schiller. El grupo de la derecha lo forman una nómina de autores dos de cuyos nombres desconocía por completo –Halm y Hebbel– y un tercero, Grillparzer, sobre quien leí por primera vez en El mundo según Garp (en aquellos tiempos en los que consideraba que El mundo según Garp era un libro feminista), donde John Irving decía que, fuera de Viena, nadie había oído jamás hablar de Grillparzer.
Entre los ilustres ingenios que engrosan el parnaso de las letras hispánicas, Viena elige a Calderón. Esta elección tal vez diga algo
A la izquierda, al fin, aparecen los dramaturgos internacionales: Molière, Shakespeare y, en la esquina más apartada, pero visible todavía al transeúnte, con su media melena y semblante –imagino– serio, don Pedro Calderón de la Barca. Entre los ilustres ingenios que engrosan el parnaso de las letras hispánicas, Viena elige a Calderón. Esta elección tal vez diga algo sobre las triquiñuelas que intervienen en la constitución del canon literario y en los vehículos de su recepción, o sorprenda por la ausencia de otros rostros esperables: el de Lope, quizás (o incluso el de Cervantes, que también escribió teatro, con irregular fortuna, y que se ganó la aprobación de Harold Bloom). Pero lo cierto es que allí está, Calderón, perpetrador del más repetido de los sonsonetes teatrales (“¿Qué es la vida? Un frenesí / ¿Qué es la vida? …”, ya saben cómo sigue, he ahí su triunfo) y víctima de una nefasta campaña de marketing institucional. Sobre don Pedro –así se lamentaba hace unos meses Alba Carmona en una crítica para El País – pende aún hoy el regusto de lo rancio, la sombra (cada vez más diluida, menos mal) de un fantasma que se convirtió durante la posguerra en emblema de determinados valores patrios en parte debido a celebérrimos versos, muy mal entendidos, como los que pronuncia Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea: “Al rey la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma solo es de Dios”.
Calderón nace con el siglo, y con él muere el Siglo de Oro. Simbólicamente, su asombrosa longevidad conceptualiza el periodo del barroco literario español, de 1600 a 1681, a través de una vida que recorre el auge y la estrepitosa caída de aquel imperio gobernado por los Austrias. Fue sacerdote y perfeccionó un género teatral tan particular como es el auto sacramental, concebido con fines propagandísticos y dedicado ni más ni menos que al sacramento de la eucaristía. Loaba al rey (claro, como todos) y creó algunas de las alegorías dramáticas más sofisticadas para ensalzar el poder monárquico; también defendió incansable el famoso libre albedrío. Y, con ello, “el patrimonio del alma”. Ahí es nada. Velázquez le admiraba, como su público, como Goethe, en cuyo Fausto resuenan los ecos –se ha dicho– de El mágico prodigioso.
Más por lo humano que por lo universal, leo y releo a Calderón. El suyo es el reino de las emociones, en eso me recuerda a Spinoza. Sus personajes son pura materia pasional, los acechan no tanto un conflicto externo como las consecuencias íntimas de tales conflictos. Damas, galanes, príncipes encadenados, emperatrices y maridos celosos viven una constante exploración sentimental, que busca encontrar las causas de su agitación anímica, comprenderla y, cuando los límites de la tragedia lo permiten, ponerle remedio. Por eso en los versos se percibe una lucha palpable entre la experiencia desconocida de un nutrido repertorio de emociones, que va del deseo al terror, y una voluntad de racionalización en la que se advierte un pensamiento furiosamente premoderno. La negación del pathos equivale a la muerte, es peor acaso. Lo dirá, en El médico de su honra, doña Mencía, en una escalofriante declaración que pronuncia a escondidas: “Ni para sentir soy mía”. Y todo ello engarzado con maestría en lo que es, al cabo, mucho más que texto poético. Calderón posee un manejo excepcional de la escena, muestra como nadie confianza en el actor y un respeto tal hacia el espectador que le permitió anticiparse a sus expectativas, jugar con los recursos de la tensión y hasta enfrentarse sin dudarlo, cuando fue preciso, a testarudos tramoyistas, más preocupados por el efecto que por la emoción.
Incluso como parte de los tejemanejes de la política internacional de la época, sus obras se exhibieron con orgullo como bello exponente del esplendor absolutista
Los versos de don Pedro nos han legado también valiosa información sobre la técnica del actor, un comediante siempre en movimiento, que gesticula, se retuerce, llena el tablado, y que comunica a través del cuerpo “lo que la voz yerra” cuando no alcanzan las palabras. Lorca se calzó un vestido de Muerte para el montaje de La vida es sueño (en su versión de auto sacramental) que preparó con La Barraca, y volcó en sus poesías un buen puñado de imágenes, colores, metáforas calderonianas. Y ante el mecanismo mágico por el que a todo clásico se lo acomoda al lenguaje simbólico de los idearios históricos, nos encontramos con que el mismo don Fernando de El príncipe constante que se había convertido en estandarte de la fe católica, o en el héroe apegado a sus ideales para los románticos, en otro lugar, en otro tiempo, inspiraría a Grotowski para dar forma a su teatro pobre.
El caso es que Calderón llegó a manos de las compañías alemanas ya en el mismo XVII, siempre por medio de traducciones, fundamentalmente del holandés. Incluso como parte de los tejemanejes de la política internacional de la época, sus obras se exhibieron con orgullo como bello exponente del esplendor absolutista. De hecho, en 1653 Felipe IV envió a Fernando III de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio, una flamante copia impresa de Andrómeda y Perseo que incluía dibujos y detalladas descripciones de los trucos escenográficos que se habían empleado durante la representación. Tras un paréntesis que enmarca la consabida reacción antibarroca en los primeros compases del XVIII, a partir de la segunda mitad del siglo los dorados españoles vuelven poco a poco de la mano de personalidades como Lessing y Johann Dieze, impulsor del hispanismo alemán, hasta afianzarse en la génesis del Sturm und Drang, que traerá sucesivas adaptaciones de los hitos de Lope y compañía. Y en el XIX, al fin, irrumpe el fervor por Calderón. Influye en el desarrollo del volksgeist de los Schlegel, y August Wilhelm, junto a otros, emprende la traducción al alemán de algunas de sus obras. La fascinación intelectual y estética no siempre resultó en beneficio de las tablas, es verdad, pero esto tiene mucho que ver con las dificultades, aún vigentes, que entraña traducir el verso: la literalidad frente al ritmo, el texto frente al espectáculo.
Sean cuales sean las razones últimas que situaron a Calderón en un lugar privilegiado en el proceso de configuración del teatro alemán, basta volver a Segismundo para hacerlo merecedor de ese busto de piedra en las alturas del Burgtheater. Todas las tardes de noviembre vigilará en Viena a la hora del paseo, y esperará paciente a que lo saludemos con cariño, como al viejo conocido que encontramos de improviso en el extranjero; pero, sobre todo, esperará –lo espero– que volvamos corriendo a la butaca, al escenario, a hacer cola en la puerta del teatro. “¿Otra vez La vida es sueño?”, ¡ojalá!
Para Simon Kroll
El cielo está en Viena como suele, blanco, y las hojas amarillas en sus copas. En estos días, no hay quien salga a la calle sin propósito, la gente se apresura persiguiendo el próximo tranvía o la puerta entreabierta de un café bien surtido de perchas....
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Clara Monzó
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