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De mí mismo nací. El verso y la vida de Lope de Vega

La biografía de Sánchez Jiménez nos recuerda que el escritor se encomendó al futuro. Al suyo, sin duda, pero también al nuestro

Miguel Martínez 20/03/2019

<p>Retrato anónimo del célebre dramaturgo español Lope de Vega y Carpio.</p>

Retrato anónimo del célebre dramaturgo español Lope de Vega y Carpio.

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Intelectual orgánico y estrella pop, trapero de la corte, productor de sí mismo. Algunos años antes de Instagram, Lope de Vega hizo de su vida privada un espectáculo público. El ritmo de sus días fue fábula del vulgo, como él mismo dijo en definición precisa de la fama. El pueblo de Madrid estaba al tanto de sus euforias y sus melancolías, hechas verso. Su escritura fue tatuaje y grafiti al mismo tiempo.

La biografía que ha escrito Antonio Sánchez Jiménez, catedrático de la Universidad de Neuchâtel y conocedor como nadie de Lope de Vega, conjuga asequiblemente el verso y la vida del que seguramente fue el más representativo creador de su siglo. Patriarca mujeriego y autor de insuperables monólogos femeninos; héroe del pueblo y lacayo de los nobles; fabricante de máscaras y espejo de la autenticidad; sacerdote libertino; poeta, en fin, del cielo y de la tierra. Lope de Vega fue sin duda el príncipe de la contradicción, pero también el que mejor supo explotarla creativamente. Su vida, como su obra, es hipérbole y antítesis. Por eso hacía falta allanarlas un poco, contarlas no con la autoridad mitómana del currículum escolar, sino con el cariño escéptico de un vecino de puerta. 

Lope vivió y amó, sin duda, por encima de sus posibilidades

Cualquier historia de vida que valga la pena leer se escribe contra lo que Pierre Bourdieu llamó la ilusión biográfica. Esto es, contra la creencia de que los hombres (más que las mujeres) se hacen a sí mismos a pura fuerza de voluntad y decisiones enteras y racionales que crean itinerarios coherentes y dan un sentido trascendente a nuestro camino por el mundo. Escribir una vida, sugiere Bourdieu, como mera trayectoria individual de un sujeto es como tratar de explicar un viaje en metro sin tener en cuenta el mapa de las estaciones; es decir, las sólidas determinaciones sociales que condicionan el ejercicio de la voluntad. A pesar de que pocos seres humanos han vivido sobre la tierra tan hechizos como Lope, maestro en el artificio de la imagen pública, en el incansable bricolaje del yo, Sánchez Jiménez señala las discontinuidades y las tensiones irreductibles, para desmontar poco a poco las argucias de un poeta que quiso haber nacido de sí mismo.

El verso y la vida comienza, pues, podando el árbol familiar de Lope, hijo, hermano, cuñado y compadre de bordadores. Sus antepasados migraron desde el norte palentino, vía Valladolid, hacia el mundo popular y urbano de una capital en ciernes con necesidad de artesanos. A pesar de su ambición de medro, de sus estudios y de su ingenio, el origen plebeyo del poeta le pesará a lo largo de su vida; será como plomo en las alas de Ícaro, hijo también de un carpintero. Conoció muy joven la cárcel de la corte, en la calle de Atocha, como consecuencia de un proceso por libelos contra el padre de su examante, empresario teatral. Y a pesar de su largo destierro, que lo llevó a Valencia, Toledo, Lisboa y Salamanca, el poeta se fue adueñando poco a poco de las calles y los teatros de Madrid en las postrimerías del siglo XVI.

La invención de la industria literaria

Lope vivió y amó, sin duda, por encima de sus posibilidades. Pero también le dio tiempo, en el peregrinaje inquieto de su juventud o en la maniática disciplina de su rutina doméstica, a escribirlo todo de todas las maneras: romances, sonetos, comedias, novelas, sátiras, epopeyas, vidas de santos o manuales de escritura. Como no le cabía todo en el cuerpo, se inventó heterónimos para multiplicar sus versos. Esta nueva biografía servirá al lector interesado como aguja de navegar la “variedad oceánica, de imaginación vitalista, inagotable, desbordante” de la obra del poeta, tanto como su vida de calma y tempestad. 

La necesidad, dice, lo llevó a escribir “versos mercantiles”. Al duque de Sessa, su señor y confidente en un epistolario inagotable, le dijo en una ocasión que “si algunos piensan que escribo mis librillos por opinión, desengáñeles vuestra merced y dígales que por dinero”. Las musas, decía Lope, son todas putas. Pero en el aparente cinismo del poeta más chulo (y más rico) encontramos muchas de las tensiones entre arte y mercado que hoy como ayer organizan la atribución de diferentes valores a la obra artística. A Lope se debe en gran medida la invención de la industria literaria y la profesionalización de la escritura, como ha estudiado también magistralmente Alejandro García Reidy en un trabajo titulado, precisamente, Las musas rameras. Oficio dramático y conciencia profesional en Lope de Vega. Y al mismo tiempo, las peleas literarias de Lope, que implicaron a Cervantes, Góngora y a tantos otros ingenios contemporáneos, como repasa Sánchez Jiménez, apuntan a cierta autonomización de las letras y de sus formas de sociabilidad. Lope es perfectamente consciente de su capacidad para regir el orbe literario de su tiempo, de gobernar las taquillas y el gusto: “no se tiene por hombre el que primero/ no escribe contra Lope sonetadas”, escribe de sí mismo en 1604.

Ni cuando se venía muy arriba se olvidaba de su papel de gracioso plebeyo en el drama de la vida cortesana

Igualmente rica y compleja es la relación de Lope con la gente común que consumía y protagonizaba en parte sus ficciones dramáticas. Como haría Galdós, según Max Aub, Lope había convertido al pueblo en un espectáculo, para consumo del mismo pueblo; la sociedad era toda ella materia dramatizable. Algunas de las más memorables obras del poeta se sustentan precisamente en la dignificación artística del campesinado castellano o en la dramatización tumultuosa de la gente común de Madrid. El poeta español más universal de su momento fue también una especie de poeta municipal de la villa, organizando justas locales y escribiendo para fiestas populares como las del Corpus Christi. Podía escribir por la mañana una comedia para palacio y por la tarde unos villancicos para la más humilde cofradía madrileña, de cuya vida asociativa participó antes y después de ordenarse sacerdote en 1614. Las humillantes servidumbres del mecenazgo –quien lo probó lo sabe– lo llevaron a intimar con los grandes, pero conoció mejor que nadie a los menudos. Aspiró tozudamente a la nobleza y a un puesto decente en la corte, pero nunca le retiró la palabra a gente como el poeta sastre de Toledo, Alonso de Contreras, o aquella viuda pobre, María Díaz, cuyo entierro costeó de limosna. Ni cuando se venía muy arriba se olvidaba de su papel de gracioso plebeyo en el drama de la vida cortesana. Sintió en sus propias carnes el peso de una ley que es, nos dice, como tela de araña, pues prende a las moscas como él pero “déjase romper/ de los animales fuertes”.

La vuelta a los clásicos

El impecable rigor crítico de Sánchez Jiménez contribuye a la tarea desmitificadora que de la que debería hacerse cargo toda escritura biográfica. Pero esa labor ilustrada de desatranque de inercias y lugares comunes es precisamente la condición para traer de vuelta a los clásicos a nuestra vida común, como nuestros contemporáneos. Dentro, sin duda, pero también fuera de las aulas. Dentro, sin duda, pero también fuera de las instituciones del Estado, que los héroes culturales del Antiguo Régimen habitan cómodamente desde hace muchos años. El 17 de marzo termina la extraordinaria exposición de la Biblioteca Nacional sobre Lope y el teatro del Siglo de Oro, que nadie debería perderse, al mismo tiempo que El castigo sin venganza de la Compañía Nacional de Teatro Clásico termina en la capital y sale de gira para descentralizar un poco al poeta más tercamente madrileño. 

Desde el crepúsculo de su exilio americano, Américo Castro proponía en 1967 que Lope había sido, entre otras cosas, “el genial organizador del sentir y valorar mayoritarios en España”. La idea sin duda tiene aristas afiladas, pues tiene que ver en parte con ciertas versiones godas y toscamente simplificadoras del poeta. Pero es indudable que Lope ha sido el suelo común de muchas Españas posibles. La disputa por los sentidos de su obra y la trascendencia de su figura atraviesa buena parte de la historia de nuestro país. Tradiciones conservadoras y progresistas, libertinas y católicas, populistas y liberales se dan cita en la lectura conflictiva de sus versos. Durante la República, como ha explicado bien David Rodríguez Solás (Teatros nacionales republicanos. La Segunda República y el teatro clásico español), se trató de movilizar el caudal inmenso de la comedia áurea para crear un teatro nacional republicano y popular. El franquismo preferiría a Calderón, pero tampoco renunció a la lectura católica y estamental de la figura del poeta.

Mientras que para muchos críticos progresistas, e incluso algunos marxistas, la obra de Lope apuntalaría los ideales conservadores y aristocráticos de un Siglo de Oro de cartón piedra, otros lectores de talante más bien reaccionario se asustaban ante el peligroso radicalismo de algunos de sus textos. Menéndez Pelayo, el menos democrático de nuestros críticos, veía en Fuente Ovejuna “la obra más democrática en el teatro castellano”; o peor, una “orgía de la venganza popular, una furiosa saturnal demagógica” que, si se estrenara en 1926, “promovería una cuestión de orden público, que acaso terminase a tiros en las calles. Tal es el brío, la pujanza, el arranque revolucionario que tiene; enteramente inofensivo en Lope, pero que, transportado a otro lugar y tiempo, explica el entusiasmo de los radicales de Rusia”.

Lope murió en el verano de 1635, “cansado de sí mismo”. El penúltimo poema que alcanzó a escribir, puesto ya el pie en el estribo, fue una silva moral sobre “El Siglo de Oro”, como inventándolo ya hecho lamento y elegía –y donde, por cierto, reitera la imagen de las leyes telaraña. El entierro del poeta fue más multitudinario que el de cualquier noble de la corte. El pueblo de Madrid era el suyo, pues él lo había inventado. El Consejo de Castilla, sin embargo, prohibió que el Ayuntamiento de la villa le rindiera homenajes propios de quien, a pesar de todo, nunca fue. El gran duque de Sessa se había comprometido a costear los gastos de su entierro provisional en la iglesia de San Sebastián, a la espera de trasladarlo, con todos los honores, a su propio panteón familiar en Baena. Sin embargo, los restos del poeta, por impago del aristócrata, pasaron a mezclarse con los del pueblo anónimo en el osario general. Y allí, en esa huesa común, descansaron junto a sus padres bordadores hasta que las bombas franquistas redujeron la iglesia a escombros durante la batalla de Madrid. Ni siquiera los muertos están a salvo. Pero la excelente biografía de Sánchez Jiménez nos viene a recordar que Lope dejó su vida y su verso encomendados al futuro. Al suyo, sin duda, pero también al nuestro. Los sentidos de su obra, “la senda feroz de su destino”, están lejos de haberse cerrado de una vez y para siempre.

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Antonio Sánchez Jiménez, Lope. El verso y la vida (Madrid: Ediciones Cátedra, 2018). 468 páginas. 20,99 euros.

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Autor >

Miguel Martínez

Miguel Martínez es profesor de literatura y cultura españolas en la Universidad de Chicago. Es autor de Front Lines. Soldiers’ Writing in the Early Modern Hispanic World (University of Pennsylvania Press, 2016).

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