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ANA CARRASCO-CONDE / FILÓSOFA

“Ser malvado implica reflexión: no es un mero hacer ni un obedecer”

Esther Peñas 14/12/2021

<p>Ana Carrasco-Conde. </p>

Ana Carrasco-Conde. 

Foto cedida por Galaxia Gutenberg

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“El mal es un desafío al pensamiento, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada”. La reflexión es de Hannah Arendt, y más que suscrita, pareciera estar incardinada en la piel de otra filósofa, Ana Carrasco-Conde (Madrid, 1978), que se ha convertido en espeleóloga en este territorio peligroso, lábil, hipnótico y catártico que conforma el mal. Sólo encarándolo, pensándolo, entregándonos a su reflexión, desde una honestidad y sin bagaje alguno de prejuicios, podremos combatirlo, hasta donde se deja lidiar un absoluto de esta naturaleza. De todo ello habla en Decir el mal (Galaxia Gutenberg).

Ante el mal que se ejerce y el daño causado por otro innecesariamente, hay que abrir los ojos y tratar de entenderlo para afrontarlo

El mal ¿siempre tiene una explicación, aunque sea un misterio?

Respondería con otra pregunta: ¿a qué mal nos referimos?, ¿qué conjuramos con ese concepto?, ¿al acto por el cual hacemos daño a alguien, al daño mismo que puede ser provocado innecesariamente por otro ser humano, o al dolor que podemos experimentar por el hecho mismo de vivir y ser vulnerables? Las dos primeras acepciones no son misterio, por mucho que nos cueste entender su lógica, ni esconden una verdad oculta para los seres humanos. De hecho, el misterio tiene tradicionalmente un carácter sagrado que las dos primeras no tienen. Desde la tradición grecolatina el misterio se asoció con aquello ante lo cual sólo cabe cerrar los ojos (y los labios) y abandonarnos ante una verdad que es inaccesible y que hay que aceptar como se presenta. La vida en sí quizá sí constituye un misterio y por eso buscamos sentidos que orienten nuestra existencia (para aceptar el dolor, minimizarlo o negarlo). Pero ante el mal que se ejerce y el daño causado por otro innecesariamente, hay que abrir los ojos y tratar de entenderlo para afrontarlo. Que nos parezca irracional, por recuperar una reflexión de René Girard, no significa que no se inserte en una lógica con sus propias razones que o no vemos o no queremos ver (porque cerramos los ojos ante el horror o nos damos por vencidos como si fuera un misterio). El mal no emerge de la nada, sino de una serie de condiciones de posibilidad que lo hacen posible.  Y son estas las que hay que explicar aunque, por decirlo con Didi-Huberman, tengamos que poner las manos en el fuego. 

Que nos cueste tanto asomarnos al mal, ¿tiene que ver con que nos recuerda que nosotros, de alguna manera, lo albergamos, con que nos resulta insoportable, con que nos da miedo..?

El miedo es uno de los motivos. El ser humano –como cualquier ser vivo– necesita sentirse a salvo y tener un paraguas de seguridad. La realidad del mal quiebra esa posibilidad porque puede emerger en cualquier momento y poner en cuestión la lógica por la que ponemos en orden lo que nos rodea, generar rutinas en las que no estemos a la defensiva y generar un ámbito que podamos reconocer como “normal”. Nadie puede vivir con miedo. Cuando algo atenta contra esa normalidad pensamos que es “ilógico” o “irracional”. Y muchas veces miramos hacia otro lado precisamente por miedo, pero otras muchas porque pensamos que no es cosa nuestra. Por eso, a veces no pensamos en el mal y el daño por indiferencia. Pero cuidado, a veces incluso miramos, como si fuera un espectáculo horroroso, pero que no nos afecta en ese momento. Este posicionamiento vital, automatizado pero no razonado, tiene varias consecuencias, como arrojar el mal a una especie de “lado oscuro” y escondido de algunas personas (o incluso consustancial al ser humano), o lo asociamos a la irracionalidad, la bestialidad o la enfermedad. Todas ellas en realidad nos permiten “colocar” el mal en nuestra lógica y, de alguna forma, le damos razones que lo justifican pero que no lo explican. Y esto es lo irónico: que, al no querer comprenderlo, es cuando hay más posibilidades de hacerlo o de entender que el ser humano no tiene remedio. Y entonces ¿cómo combatir el mal? Lo aceptamos… como si fuera un misterio y no lo pensamos porque nos parece imposible de entender. Y no nos queda otra forma de combatirlo que no sea a través de leyes coercitivas porque “somos malos”. 

El daño es a veces solo daño y no por ello es bello. El mal no puede sublimarse, sino reflexionarse

¿Puede haber belleza en el mal?

Puede haber perfección y extrema eficiencia, puede haber armonía y proporción. Si entendemos belleza bajo estos parámetros, hay belleza en el mal. Así lo entendía Baudelaire o el conde de Lautréamont, así lo consideraba Sade. Puede incluso haber belleza en la escritura que la describe o que da testimonio, como la encontramos en los versos de Paul Celan o incluso en aquellos, como los de Baudelaire, que con el mal hace una flor. Incluso puede afirmarse que hay belleza al levantar un dique, como leemos en el Fausto de Goethe, aunque al precio de acabar causando daños ecológicos. Ahora bien, aunque la belleza apunta desde la tradición al orden que posee dentro de sí un objeto, bien haríamos en entender qué tipo de orden es este. Por otro lado, forma no es contenido. Este remite al elemento cualitativo y al entramado relacional que da sentido a la acción misma. El daño es a veces solo daño y, aunque se exprese con bellas palabras, no por ello es bello. El mal no puede sublimarse, sino reflexionarse. 

En el momento en el que no reflexionamos en la forma que tengo de vincularme y de tratar al prójimo pueden originarse las mayores atrocidades de la historia

Bajo determinadas circunstancias, ¿cualquiera de nosotros puede ser un malvado?

No. Que podamos hacer mal y hacerlo a sabiendas no implica que cualquiera sea un malvado. Podemos ser malos, injustos, dañar, incluso buscar el propio bien a costa de alguien, pero la maldad en sus diferentes grados necesita de varias condiciones que afecten al modo de relación de un ser humano con su prójimo, consigo mismo y con la comunidad de la que forma parte. En primer lugar, se necesita de una voluntad consciente de hacer daño con el acto que se quiere realizar. Ser malvado implica por tanto reflexión: no es un mero hacer ni un obedecer. En segundo lugar, que el fin que se busque sea obtener goce del sufrimiento que uno mismo provoca al sentir el propio poder sobre el otro y no como efecto colateral para otra cosa. El mal por el mal, aunque tenga implicaciones negativas sobre uno mismo. Se ha de buscar la destrucción del vínculo con los demás, aislar a la víctima y que esta, además, sea percibida como un ser vivo sintiente, es decir, se ha de ser consciente de que el otro sufre y sea de esta conciencia de donde emerja el conocimiento de tener la vida del otro en las propias manos. No hay deshumanización. Finalmente, en uno de sus grados extremos, se necesita que se realice con tanta facilidad que se acabe por hacer daño sin sentir nada: ni empatía hacia el otro ni goce propio, sino una manifiesta apatía. En todo caso, que la maldad no sea una nota común en todos los seres humanos según la circunstancia no hace el mal en el que sí caemos todos menos malo. En el momento en el que no reflexionamos en la forma que tengo de vincularme y de tratar al prójimo pueden originarse las mayores atrocidades de la historia. 

¿Uno nace con cierta predisposición al mal o todo es el contexto que le haya tocado a cada cual?

Hay predisposiciones genéticas que han sido estudiadas desde el ámbito de la psiquiatría por las cuales un ser humano se relaciona de una forma más solipsista con el mundo, de tal modo que su vinculación con los demás es más difícil y ha de ser más trabajada, pero no por ello está “predispuesto al mal”. No hay una esencia del mal ni un componente innato. Ni el bien ni el mal son puntos de partida. Por otro lado, es cierto que nacemos comenzados, lo que quiere decir que nacemos ya en un plexo de relaciones sociohistóricas, de dinámicas, de vínculos afectivos y que esta interacción acaba formando parte de nosotros, pero el mal no es solo cuestión de contexto. Y, aunque lo fuera, que dependa de las circunstancias no nos exime de la responsabilidad. El mal no es cuestión de aquello con lo que se nace o aquello que se hace, sino de lo que se decide hacer: es el resultado de procesos cuya evolución tiene que ver con las decisiones y actos de los hombres. Hay un elemento reflexivo clave del que habló ya Hannah Arendt, pero también necesita de un elemento afectivo que nos permita ver y reconocer al otro.

El mal del narcisismo no carece de caricias. Quizá sea interesante pensarlo al revés: que a veces una caricia es una violencia enmascarada

¿Toda violencia es una caricia olvidada? 

El mal y la violencia no son lo mismo, aunque estén relacionadas. No todo mal está asociado con una falta de afecto o una muestra de amor que no se recuerda… sino precisamente con diferentes tipos de vínculos afectivos a través de los cuales el ser humano genera y normaliza patrones de relación con los demás. El mal del narcisismo no carece de caricias. Quizá sea interesante pensarlo al revés: que a veces una caricia es una violencia enmascarada. Un volver a dar la mano a quien fue arrancada de la comunidad, maltratada o invisibilizada. Por otro lado, la violencia a veces emerge necesariamente bajo la forma de la rabia ante un orden injusto que no funciona. Por eso, combinando las reflexiones de Audre Lorde con René Girard, la rabia y la violencia asociada a ella tiene razones para desencadenarse: las del dolor de la injusticia y de la opresión. Si la ira es la reacción violenta ante un acto injusto que precede a la rabia, y esta nace cuando nada cambia, no se trata de acariciar, sino de levantar el puño para exigir justicia como forma de tender la mano y reconstruir la comunidad.  

Esa mano que lanza al vacío al hijo de Héctor y Andrómaca, ¿suele mover la envidia, la ira, los celos, de hybris, una mezcla de todo?

Decía Kant que nada podemos saber de las motivaciones reales que llevan a un ser humano a actuar de un modo y no de otro. En Decir el mal he planteado distintos escenarios por los cuales tanto el soldado que arroja a Astianacte como quien se lo ordena toman esa decisión. A veces son las oscuras pasiones (envidia, ira, celos) quienes nos mueven, pero otras nos encontramos ante dilemas éticos que hacen todo mucho más complejo, como cuando, siendo conscientes del daño, pensamos que no tenemos más remedio. La pregunta es entonces qué tipo de personas queremos ser y qué tipo de comunidad queremos construir. Y hay otras posibilidades mucho más inquietantes como el placer, el automatismo o la obediencia ciega e irreflexiva que es la que le interesa a Arendt cuando analiza el caso Eichmann. 

¿Auschwitz fue el epicentro del mal por antonomasia?

La respuesta tópica, pero también cómoda es que sí. Si lo aceptas, entonces hay otros epicentros como el centro de torturas de Phnom Penh, que no se queda atrás, o el Gulag. Pero no son tantos lugares de irradiación, sino de cristalización, consolidación y visibilización de un mal que se manifiesta en toda su crudeza. Al ser entendidos desde su excepcionalidad, los excluimos de nuestras sociedades y los consideramos como ajenos, en realidad, a lo humano. Y entonces surge la pregunta de cómo ha podido suceder algo así. Bien localizados en un mapa y en un tiempo ahí quedan reedificados y podemos limpiamente extirparlos de nuestra racionalidad. Me interesa otra perspectiva: no como origen sino como resultado. No se trata meramente de que Auschwitz fuera posible bajo el amparo de un orden criminal, como sostuvieron Adorno y Arendt, sino que fue el resultado de una forma de dinámica relacional que hizo posible este orden estructural y, al mismo tiempo, reforzó, perfección y refinó la dinámica que le dio origen. Desde este punto de vista no es un acontecimiento aislado de la historia, sino un grado extremo de un mal que puede rastrearse en lo cotidiano no excepcional, un mal ordinario, que de no ser reconocido a tiempo lleva a estas cristalizaciones. El epicentro se desplazaría de este modo al modo de relación intersubjetiva: a la relación “entre” un ser humano con otro ser vivo.

A veces el mal se practica bajo la excusa de la obediencia a la ley. En todo caso, la ley acatada debe ser siempre antes reflexionada y entendida

¿De qué modo cambian los mecanismos del mal en función de si se ejecuta desde un ser o se practica de manera colectiva?

Con “ser” imagino que te refieres a “ser humano individual”. El mecanismo es el mismo. Lo que cambia es el alcance de sus efectos, la consolidación de dinámicas y el fortalecimiento de injusticias estructurales que, a su vez, desde las practicas colectivas hegemónicas alimentan individualmente un modo de vínculo intersubjetivo. Por eso, uno de los ejes en los que hago énfasis es que el mal es una lógica relacional que se refuerza a sí misma y retroactivamente alimenta relaciones de poder que generan un modo de trato y normaliza la injusticia. Pero, del mismo modo que lo colectivo influye en nosotros, desde el nosotros más cercano cabe la posibilidad de introducir cambios de sentido y dirección en lo colectivo.

El mal, usted lo explica en algunos momentos del ensayo, tiene relación con obedecer la ley. ¿Cómo saber cuándo hay que desobedecerla?

Solo tiene relación con la obediencia en ocasiones: las que se articulan en torno a la conocida tesis de la banalidad del mal de Arendt. Pero a veces el mal se practica bajo la excusa de la obediencia a la ley. En todo caso, la ley acatada debe ser siempre antes reflexionada y entendida. Y si vulnera y adultera la relación de igualdad entre los seres vivos, si atenta contra su derecho a la vida y si genera un perjuicio innecesario ha de ser cuestionada. Antes de cuestionar la ley debemos siempre analizar nuestras propias inercias, creencias y prejuicios para que el cuestionamiento de la ley no esté condicionado por nuestro beneficio a costa del de los demás y que pensemos, equivocadamente, que el mundo se reduce al conjunto de personas que piensan como yo.  

“El mal es un desafío al pensamiento, porque el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada”. La reflexión es de Hannah Arendt, y más que suscrita, pareciera estar incardinada en la piel de...

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