ESPÍRITU INDÓMITO
Lee Miller: demasiada belleza
El mismo día en el que Hitler se suicidó, Miller logró colarse en la casa que tenía en Múnich y se fotografió desnuda en su bañera
Esther Peñas 17/10/2021
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Su belleza era de tal magnitud que ensombrecía cualquier requiebro posible, habría que haber inventado palabras, acaso diccionarios que tomaran hechura de su porte. Inundó portadas de Vogue, se convirtió (sin proponérselo) en la primera mujer que publicitó tampones, trabajó al alimón con Man Ray, fundó su propio estudio, lo abandonó todo, regresó, se alistó como corresponsal durante la Segunda Guerra Mundial, dio cuenta del mal, profanó el cuarto de baño de Hitler mientras este se suicidaba en el búnker, volvió a abandonarlo todo, regresó sostenida por el alcohol –la sostuvo ya siempre–, tuvo un hijo, se transmutó en una cocinera popularísima. Después guardó silencio para siempre. Hablamos de Lee Miller (Nueva York, 1907 - Chiddingly, Reino Unido, 1977), cuya biografía la ilustradora Eleonora Antonioni acaba de publicar en cómic: Lee Miller. Cinco retratos (Liana Editorial).
Elisabeth Lee Miller tuvo una infancia anómala. No porque su madre fuera incapaz de que respondiera a las expectativas de una niña de sorprendente belleza (se enfundaba pantalones, en vez de vestidos de nido de abeja, cortaba su pelo cuando le molestaba para correr con sus hermanos, jugaba a cosas de chicos y sentía una fascinación casi edípica por los trenes). Anómala por la pesadilla. Con siete años, fue violada por un conocido de la familia, del que nunca supimos su nombre (pongamos Heróstrato). No solo abusó de ella, le contagió una enfermedad venérea que requirió de largos cuidados y causó tormentos. Su padre, un aficionado a la fotografía, supervisado por su mujer y respaldado por recomendación psicológica, comenzó a retratarla desnuda, como método para superar el trauma. Más allá de lo inquietante de la fórmula, el propósito era que la pequeña aceptara ese cuerpo que exaltaba las fotografías tomadas por papá. Más allá de lo turbador de la práctica, parece que funcionó.
A los veinte años, el azar quiso que se cruzara en Manhattan con Condé Nast, quien quedó fascinado por su presencia, su melena rubia, sus ojos, claros y azules como el consuelo y la herida, su nariz ancha y su rostro, en conjunto casi divino. Nast era el editor de Vanity Fair, The New Yorker y el fundador de la revista Vogue. No tardó en ocupar la portada (retratada a carboncillo, ya que entonces no se estilaba fotografía para cubierta) y en convertirse en una de las modelos más solicitadas. Se erigió en el arquetipo de la belleza. Todos querían usar su rostro en cartelería, postales, anuncios, portadas. Hasta que llegó el escándalo. Vogue cedió una imagen de Miller a la empresa de productos de higiene íntima Kotex, que la utilizó para publicitar tampones. Nunca hasta entonces había aparecido una mujer reivindicando un producto de esas características. De las intimidades femeninas no se hablaba. Mucho menos se colocaban obscenamente bajo el foco. Qué ordinariez. Así que, mancillada por la realidad de la menstruación, ya nadie quiso contratar a Lee Miller, que pasó de ser dechado de lo hermoso a militante de la causa feminista. Todo ello por azar.
Man Ray y los surrealistas
No le importó, o sí, pero remontó. En esos años de cámaras y poses, de iluminación y directrices, supo que aquello le entusiasmaba. Así que, si no querían fotografiarla, ella sería la fotógrafa. Y se buscó un maestro. Man Ray. En París lo encontró y aunque él se negó en primera instancia, no sólo se convirtió en su alumna. También en su amante. Ella tenía 24 años; él, 40. Juntos hicieron algunas de las mejores fotografías de todos los tiempos. Aún no lo sabían. También inventaron una técnica: la solarización, una inversión tonal que convertía las zonas oscuras en zonas de luz, y las áreas luminosas en más oscuras, lo que confería a la imagen un halo entre onírico y desconcertante. Él pinta sus labios sobre un bosque (Observatory Time- The Lovers) y coloca su ojo en el péndulo invertido del metrónomo. Fotografía su espalda. Su cuerpo. También su rostro.
Ella hizo amigos: Max Ernst, Dalí, Picasso, Miró, Breton, Dorothea Tanning, Jean Cocteau (quien la convence para participar en su película La sangre de un poeta)… y Roland Penrose, el marchante de arte casado con la poeta surrealista Valentine Penrose y que se convertirá (aún no lo saben) en su segundo marido.
Lo tumultuoso de la relación con Man Ray (celos, rivalidad) deriva en violenta ruptura. Él queda próximo a la locura. Miller se traslada a Nueva York, donde abre su propio estudio. Se hace un nombre, una reputación. Se casa. Con Aziz Eloui Bey. De manera irrevocable y abrupta cierra el negocio y se trasladan a Egipto. De esa época hay imágenes fabulosas, como la que tomó desde lo alto de la Gran Pirámide, capturando la inmensa sombra proyectada sobre un paisaje tímidamente urbano, o Retrato del espacio, esa imagen que muestra el desierto a través de una especie de mosquitera rasgada. Pero tampoco. Regresa a París, donde se encuentra con Roland Penrose, del que ya no se separaría hasta su muerte.
Otra vuelta de tuerca. Vogue la contrata para escribir crónicas de moda, hasta que, conmocionada por los sucesos de la Segunda Guerra Mundial, se convierte en una de las cuatro mujeres norteamericanas acreditadas para cubrir el conflicto. En una sastrería de Savile Row le entallan el uniforme del ejército.
En la bañera del Führer
Da cuenta del mal, esto lo dijimos: los estragos del napalm, los bombardeos nazis sobre Inglaterra (la campaña del Blitz), la ejecución sumarísima del primer ministro húngaro, el fascista Ferenc Szálasi, los campos de Dachau y Buchenwald, los cuerpos famélicos, los rostros aterrados, el hambre irreversible, los cadáveres hacinados a la intemperie, los alambres, los jergones insalubres, más cadáveres, de niños, de adultos, despojos, enseres, sobre todo cadáveres… También fotografió la entrada de las tropas aliadas en París (sobrecogedora instantánea de un día de nieve y una bruma que solo permite adivinar al fondo el contorno de la Torre Eiffel) y el cuarto de baño de la casa que el Führer tenía en Múnich. El mismo día en el que Hitler se suicidó, sin saber todavía la noticia, Miller logró colarse en la ella, y se fotografió desnuda en su bañera, con sus botas manchada de barro de los campos de concentración en primer plano. La foto la toma su compañero David E. Scherman. Es una de las imágenes más famosas de Miller, pero ya nada será lo mismo.
Rota por lo que ha visto en ese tiempo, decide guardar todo su material en el desván de Farley Farmhouse, la casa que habían comprado ella y su marido en Sussex. Nunca se volverá a abrir hasta que, después de fallecida, su hijo, Antony Penrose, descubre el caudal: 60.000 negativos, fotografías y manuscritos. Rota por lo que resulta imposible de olvidar, bebe. Mucho. A todas horas. Sin remedio.
En un último intento por ser otra, radicalmente otra, vuelca toda su pasión en la cocina. Colecciona recetarios (más de 2.000, distribuidos por la casa) y toda serie de adminículos y utensilios culinarios. Inventó recetas, como los “Pechos rosas de coliflor”, utilizó una tapa de inodoro para preparar pescado azul (lo hacía como homenaje a Miró), lavaba las espinacas en la lavadora. Guisaba para los amigos y daba consejos al público. Compulsivamente. Acaso como una respuesta bulímica a tanto horror acumulado, a tanta hambre hecha pellejo. Mientras tanto, seguía bebiendo.
Murió a los 70 años, de un cáncer. Si su rostro fue partícipe de la belleza extrema, su legado fotográfico está atravesado por una manera libérrima y comprometida, onírica y pura de mirar.
Su belleza era de tal magnitud que ensombrecía cualquier requiebro posible, habría que haber inventado palabras, acaso diccionarios que tomaran hechura de su porte. Inundó portadas de Vogue, se convirtió (sin proponérselo) en la primera mujer que publicitó tampones, trabajó al alimón con Man...
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