Pablo Caldera / Ensayista
“La crítica no debe agotarse en el ejercicio destructor”
Juan Gallego Benot 13/12/2021
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Pablo Caldera (Madrid, 1997) dice en su libro El fracaso de lo bello, robándole a Nietzsche, que “el placer desinteresado conduce a la crueldad”. Por eso mismo, esta entrevista intenta estar llena de interés, además de interesada.
El libro comienza con la historia de un peluche de Warhol para hablar de la cotidianidad de la experiencia estética. La estética, ya sea como disciplina filosófica o como forma de percepción contemporánea, hace funciones de velo, de herramienta, de excusa para la crueldad y de lastre de la crítica cultural. La división en dos partes –un aparato teórico y una sintomatología cultural, a modo de casos de estudio de los conceptos propuestos– esconde en cierto modo las encrucijadas de conceptos, objetos culturales y fragmentos literarios que aparecen de forma intermitente a lo largo del texto.
Empiezo por la parte literaria. Hay un personaje, Óscar, que repite curso en el cole por distraído y reaparece más tarde, convertido en librero de centro comercial. Si no te conociera, habría tenido alguna esperanza de que se redimiera en futuras apariciones, pero en mi opinión lo castigas. ¿El castigo es por inadaptado, y entonces es un antihéroe, o lo castigas por su modo de ver?
No, tampoco lo castigo tanto…
A ver, sufre un montón.
Bueno, se va a las afueras, no ve más a su cita… ¡pero tiene un piso con piscina comunitaria! No es para tanto. Al imaginar a Óscar, a mí me interesaba construir la ficción del sujeto medio a través de la estética, siguiendo la tesis del libro de que la estética es un modo de construcción de subjetividad. Por eso insisto tanto en cómo se hacen sujetos a partir del gusto. Óscar aparece como un ejemplo al principio para explicar la noción de desinterés, que es quizá la más complicada del libro, porque va ligado al juicio estético según Kant. Sin embargo, después de Kant se asume de pronto que el desinterés no va ligado tanto al juicio estético, sino al arte en sí. La anécdota de la tienda de pantalones que aparece al comienzo problematiza todo eso y recupera la noción de Kant, sobre todo por lo molesto de la música de la tienda. Yo pensé acabar ahí la historia, pero decidí prolongarla al pensar que el personaje de Óscar podría ser útil para trazar los años del nacimiento de Internet, del desarrollo de los medios de telecomunicación y de los restaurantes en cadena que apuestan por la estética más que por la comida. El personaje de Óscar representaría entonces a un sujeto que está en el centro de la cultura media, según la clasificación que tomo de la revista LIFE de 1949 y que sirve para distinguir alta, media y baja cultura de una forma muy simple y cotidiana. En este sentido, la cultura media (o middlebrow) no es la cultura de los perdedores, aunque haya apocalípticos como McDonald que establezcan que la inteligencia ha muerto por la hegemonía de la cultura media, que está ganando el mal gusto. Yo intento salir de ese maniqueísmo del buen y el mal gusto, aunque está claro que la mirada de Óscar no tiene nada de característico. El cartel de Patria, por ejemplo, me sirve para explicar que la mirada de Óscar puede ser mucho más válida que otras miradas supuestamente más cultivadas. Él, que es un ejemplo de receptor objetivo de cultura mainstream, no ve nada escandaloso en el cartel, demostrando que su educación visual de este país es nula. Óscar es el único que lo entiende bien, porque no confunde paralelismo con equiparación, y en ese sentido no es un perdedor. Es un perdedor social, tal vez, eso sí.
La estética puede quedar reducida a una función lingüística si se usa como concepto comodín
Te enfrentas a la noción de desinterés estético porque consideras que su interpretación moderna proviene de una lectura errónea de Kant; que toma su Crítica del juicio por el todo de la función del arte. ¿El problema de la estética es entonces un problema del lenguaje?
No. No, no, no. Yo intento establecer una distinción entre la estética como disciplina filosófica, que creo que tiene mucha enjundia y me intento tomar muy en serio, y la estética como prolongación de eso o como discurso social sobre el arte. También es cierto que la estética puede quedar reducida a una función lingüística si se usa como concepto comodín, algo que sucede en muchas ocasiones. Por ejemplo, para Chantal Maillard la estética se convierte en “el todo” y en la obra de Graham Harman la estética viene a ser un sustituto de la metafísica aristotélica, una filosofía primera. Esto es posible porque es concepto escapista y persuasivo.
Pero yo no digo que todos los problemas filosóficos sean problemas del lenguaje o de malas interpretaciones de conceptos. A mí me parece que la estética tiene una deriva por sus propias particularidades históricas, que nace como una especie de cerradura para los sistemas filosóficos del siglo XVIII; pero en verdad, como dijo Paul de Man, ni a Kant ni a Hegel les interesaba el arte de su época como problema filosófico y como eje fundamental del pensamiento. A Kant le interesaba la manera en que las dos facultades del entendimiento y la sensibilidad se articulaban libremente en la estética y eso no tiene mucho que ver con nuestra comprensión de los problemas estéticos digamos “contemporáneos”. Yo partir de lo que decía Terry Eagleton. Eagleton sostiene que la estética nace por buscar la forma unitaria de la humanidad, entendiendo que lo que nos une no es tanto el acto de conocer sí, sino una reciprocidad en el sentimiento, en el deseo, es decir, como lo que nos une no es saber, no es conocer sino más bien un sentir. En este sentido, la particularidad humana quizás no sea la duda cartesiana, eso que llaman “la anomalía humana”, sino la particular reciprocidad del sentir estético.
Un sentir estético que siempre concibes como experiencia social.
Sí, eso es lo que me interesa, porque es en la concepción de la estética como ordenador social cuando el deseo se empieza a desbloquear y tiene que ver con una experiencia de lo bello. En las primeras concepciones de la estética como disciplina lo que existe es una centralidad de lo bello como ligado a lo natural, al menos en Kant.
Entonces existe una lectura errónea.
Sí, porque el desinterés en Kant es un desinterés en el juicio estético, porque para Kant no hay ningún interés en el decir “esto es bello”, y eso se traslada más tarde al epicentro de lo que se llama “actitud estética”. Son Jerome Stolnitz, Chantal Maillard y todos los pensadores que introduzco los que derivan del desinterés del juicio estético una actitud desinteresada por el arte y el mundo. Y yo creo que no se puede hablar únicamente de actitud estética, sino de mirada estética, anclada en una predisposición.
Paso un poco por encima por la visión la visión más trascendental de Maillard, porque te sitúas en las antípodas de esa comprensión, para centrarme en el potencial político que puede caber en Maillard o incluso en Ordine. Ambos celebran la inutilidad del arte como elemento de resistencia política. De alguna manera, ellos sitúan la política como algo posterior al arte (la inutilidad del arte como valor al que puede aplicársele un uso político) y tú consideras que la política de alguna manera constituye, acusando de apolítica la visión de Maillard y Ordine. ¿Por qué?
Maillard, de forma muy empática, es totalmente consciente de que darle rienda suelta a la razón poética/creativa/estética sustituye toda la política por el sentimiento; y todo el mundo es consciente de la problemática que eso encierra. Entonces, para salvar esas razones, en La razón estética se inventa un truco, que para mí es un truco retórico, que consiste en decir que el libre ejercicio de las facultades que se dan en la estética, desde un punto de vista lúdico y enfrentado a unas reglas, es social, como los juegos de niños, y por tanto es político. A mí me parece que es un truco argumental para defender la razón estética, pero tampoco aterriza en fenómenos culturales, así que terminamos sin saber muy bien adónde nos lleva esa razón estética que propone como fundamento del conocimiento. Ahí se ve uno de los peligros de teorizar sin objeto, por eso introdujo una segunda parte de análisis de fenómenos culturales.
Si yo hablo de predisposición estética genero una herramienta con matices que puede ser utilizado políticamente
Por otro lado, hablar de la utilidad de lo inútil aplicado a la cultura constituye un velo apolítico, porque oculta la materia política que está en la base de toda creación cultural. El arte nace de unas necesidades de unas particularidades históricas, que son sociales y políticas. Más allá de eso, que el arte tenga o no finalidad política por cómo responde o por cómo ejemplifica unas condiciones de su tiempo es a veces lo menos interesante. Las películas aparentemente no políticas de Spielberg son las más políticas: E.T. o Encuentros en la tercera fase se han convertido en paradigma para entender la sociedad estadounidense de su tiempo. Por otro lado, La lista de Schindler, cuyo punto de partida es muy político, despierta reflexiones políticas no en el sentido en el que Spielberg quería, relacionadas con el antinazismo, sino con la ética de la representación y la mirada inquisitorial de la industria americana. Y claro, por eso conceptos como “inútil” aplicados al arte eluden toda esta problemática y desde luego niega el valor mercantil que es, desde hace tiempo y a pesar de los conflictos éticos, inherente al arte contemporáneo.
Para mí, lo importante es buscar los problemas políticos en el centro de las prácticas estéticas, saber ver las contradicciones intrínsecas al mundo del arte contemporáneo. En esta línea, en el libro aparece referida la Bienal de Venecia de 2013 para hablar de las performances en las que se leía el capital de Marx rodeadas de patrocinadores como Rolls Royce. Digo ahí que la contradicción es tan obvia, tan literal en su presentación, que no importa. Yo prefiero ese arte político en el que el marco está bien delimitado, donde el marco te empuja a no ser político y se crea una contradicción evidente y reconocible, a partir de la cual sí se puede articular un discurso, a ese discurso añadido con cierta suficiencia sobre la inutilidad de la estética en marcos políticos que se ocultan.
Y en el otro lado de la finalidad: la predisposición estética, además de consecuencias políticas, ¿tiene ejes morales?
El concepto de predisposición estética viene a partir de la anécdota del peluche de Warhol que abre el libro. Si Warhol intentaba desnudar lo estético, el peluche funcionaba como una veladura social que tapa lo estético. Entonces, pensé en el concepto de predisposición como una metodología que intentaba descorrer ese velo; una tarea que es imposible pero que puede tener una configuración social, a modo de herramienta analítica. Si Bourdieu planteó el concepto de disposición estética para hacer análisis de casos y grupos sociales concretos, yo intento quitarle la vertiente sociológica añadiéndole el pre-, que indica una normatividad. Ese prefijo le debe más a Judith Butler, al entender que la norma precede al sujeto. Por lo tanto, si yo hablo de predisposición estética genero una herramienta con matices que puede ser utilizado políticamente, no sé si eso implica también unas categorías éticas. Supongo que, al tocar la cuestión de la normatividad, el concepto pone en cuestión nociones morales, pero yo no establezco cuáles son las normas morales de ese principio…
El gusto, entre otros conceptos, ocupa un lugar central en la distinción de clase
Pero a veces vienen implícitas en tu modo de discurrir. En tu libro parece haber una distinción velada entre buenas y malas prácticas estéticas. Cito dos fragmentos: “En tanto que modelo de pensamiento, en tanto que concepto discutido, altamente indefinible, escurridizo y cuestionado, [la estética] es capaz de servir a la teoría crítica para construir categorías de pensamiento social” (p.87) y “los encargados de pensar la Estética deciden prestar más atención al osito gigante que al peluche: así se corona la tarta del aparente estudio estético y así se produce, de nuevo, la veladura social que caracteriza a la disciplina” (p.33). Además, las rastreas en la segunda parte del libro: pones ejemplos de columnistas que hacen uso de esas malas prácticas, de artistas que explotan de categorías estéticas y de cine que abusa de esos mismos términos para sus objetivos. ¿Existe entonces un imperativo moral para la estética, un valor diferencial sobre lo correcto y lo erróneo?
Aunque para mí no existe ningún imperativo ni la opción errónea o correcta, la normatividad obviamente sí que crea alternativas que se contraponen. A mí me interesa partir de la pluralidad y me interesaba hablar de fenómenos culturales que a mí personalmente no me gustan, o me producen repulsa, porque es un libro de crítica y yo quiero defender un tipo de crítica constructiva. En la segunda parte yo lo que hago es defender el ejercicio de la crítica y, por lo tanto, tenía que hablar de cuestiones que yo considero estéticamente, por así decirlo, reprochables. Pero para mí la crítica es producción de sentido y se autonomiza de la obra y construye un pensamiento nuevo. La crítica construye, no debe agotarse en el ejercicio destructor.
Respecto a la primera cita, aunque el concepto del gusto esté superado en el debate estético, el uso de categorías del gusto como ordenador social está a la orden del día. Las tiendas nos clasifican en cuanto al gusto, rastreando los datos de los consumidores, pero también los museos, también las instituciones públicas en sus “estudios estadísticos del usuario”. Ahí sí puede servir la noción de gusto, tal y como hace Bourdieu. En este sentido, la estética brinda al análisis social un concepto que en su disciplina ha fracasado pero que puede tener otras vidas en otras disciplinas.
La efervescencia cultural de los años ochenta, la potencia liberadora del deseo y toda la política que eso implica son importantes
Yo propongo repensar la estética para ver dónde nos han llevado esos conceptos que han derrapado y se han ido a otros lugares en donde yo creo que son muy útiles, pero que en la discusión sobre arte ya no cabe utilizar, porque son propios de hace tres siglos. El gusto, entre otros conceptos, ocupa un lugar central en la distinción de clase, y pretender derivar de él categorías estéticas tiene un peso moralizante propio de una particular forma de construcción estética de la subjetividad, la del columnismo. Esos columnistas (y en el libro hablo de alguno) sí que establecen distinciones morales y dicen cosas como “hay gente que percibe la belleza como una afrenta”. En realidad, lo que dicen es “si no te gustan estas cosas es que eres un ignorante, y no solo eres un ignorante, sino que eres un tonto”.
Los dos compartimos el rechazo a la estética de la crueldad, pero tú insistes en la decisión de “no mirar” como una defensa. ¿No hay algo de mística épica en esa ceguera voluntaria? ¿No es posible elegir ver otras cosas?
Es que hay veces que no se pueden ver otras cosas, porque eso solo es posible cuando se ha llegado a un nivel de autonomía como sujeto que no tenemos la mayoría de nosotros. No hay libertad absoluta de elección, ya que la predisposición estética plantea unos marcos de percepción normativos y, por tanto, no libres. La decisión de no mirar, igual que la decisión de no crear imágenes, es muy valiosa. Aunque sea una maniobra de escape y no sea propositiva. Yo no digo que la elección política sea no mirar, ni darle la espalda a todo, pero creo que es un elemento relevante en la participación de la mirada. En ese capítulo, yo explico cómo Pasolini y John Waters son crueles, pero no tienen esa estética de la crueldad que llamo “inyectada”, porque no plantean la dicotomía falsa de Haneke en Funny Games al poner a un personaje que acaba de cometer un acto cruel mirando al espectador para decirle que él también es cómplice de lo que ha visto. De la misma manera, Haneke quería decir: “eres el cómplice, desde tu casa, de la Guerra del Golfo que ves en la tele”. Por otra parte Milo Rau, en su teatro, pone a los mismos actores grabados en directo y la vista se nos va directamente a la pantalla aunque los tengamos ahí, en escena, lo que demuestra que la elección de ver otras cosas o de no ver incluso no es totalmente libre.
Aunque tú te enfrentas a la nostalgia a lo largo del libro, hacia el final recuperas formas culturales que se caracterizan hoy por el aura de nostalgia que tienen: el bakalao, por ejemplo, o la figura de Tierno Galván, para la que inventas una serie nostálgica. ¿Hay vinculación ideológica, “nostalgia propositiva”?
Yo reivindico la figura con más cariño que vinculación ideológica y, además, con cierta distancia. Crecí en un barrio obrero del sur de Madrid, por lo que Madrid era una ciudad que estaba en cierto modo fuera de mí. El centro lo empecé a conocer en la adolescencia, cuando iba a Malasaña, que es un barrio muy ligado al recuerdo de La Movida. Iba a La vía láctea, el bar que está exactamente igual que en los ochenta, y escuchaba hablar de la liberación sexual y juvenil que supuso esa época. Por supuesto, yo pensaba que esa época tuvo que estar muy guay. Luego, al leer libros que revisaban la Movida, me di cuenta de que esa época estaba absolutamente denostada por cursi, frívola y antipolítica, sobre todo desde el marxismo, que es la teoría en la que me he educado, por decirlo de alguna forma. Como persona homosexual, yo sí veo lo liberador de lo frívolo, y siento que la liberación sexual de aquella época también es política. Me sienta mal que la gente rechace La Movida por estar protagonizada por pijos gays de izquierdas, como si no pudieran ser de izquierdas ni su arte propositivo. Hay una celebración de lo lúdico en La Movida que yo quería poner en alza en el libro y que me parece muy importante, no tanto anclada en la música, que es lo que nos ha llegado, sino en las artes plásticas de Las Costus o el cine queer y contestatario de Els 5 QKS.
Por supuesto, esto no implica negar que la movida fue también una cuestión hegemónica, dirigida desde arriba por el propio Tierno Galván, pero los conciertos que él presentaba no lo fueron todo. La efervescencia cultural de los años ochenta, todo lo que había alrededor, la potencia liberadora del deseo y toda la política que eso implica son importantes. No digo que sea la propuesta más relevante del siglo, pero no me parece bien lo que hacen los críticos culturales reaccionarios al decir que La Movida acabó con el Partido Comunista, con el arte y con el compromiso político, porque eso crea una brecha de nostalgia y de alguna manera reivindica lo anterior, que no era precisamente propositivo. Utilizo la Movida porque es reconocible por todos, y porque es un modelo de política cultural “desde arriba” que me interesaba pensar.
Si el crítico quiere ser verdaderamente autónomo, me temo que habrá de ser precario
La figura de Tierno Galván, por otro lado, me interesa mucho para pensar la gestión cultural, aunque eso sea ya otro libro. Pero después de haber planteado ese discurso sobre la estética y la crítica cultural, quería terminar con el análisis de una propuesta política, sobre la gestión del espacio público y de la cultura. Y, en ese sentido, Tierno Galván es el político que más ha pensado la gestión cultural, aunque eso haya provocado que haya pasado a la historia por lo de “el que no esté colocado, que se coloque y al loro” que por la destrucción del scalextric de Atocha. Y entonces pensé que era extraño que no existiera una serie documental sobre Tierno Galván, que era una figura tan querida, tan celebrada, con una narrativa épica: la figura del profesor wittgensteiniano y militante antifranquista que termina siendo alcalde de Madrid y al que velan dos millones de personas en su entierro, algo que no ha pasado nunca y que es extraño en esta ciudad de derechas. Así que, como ejercicio literario, en el último capítulo me inventé el casting para esa serie imaginada, como si la serie se hubiera hecho a partir de Cabos sueltos, su autobiografía. A partir de ese experimento mental, si quieres llamarlo así, yo intento reconstruir esa serie a la que llamo Aquellos Tiernos Años, para narrar los últimos días de Franco para Tierno Galván y para la gauche divine en Barcelona para problematizar el paradigma de la gestión cultural y la evolución que se pueda dar en el siglo XXI. Pero insisto en que no hay nostalgia en esa reconstrucción.
En El fracaso de lo bello pareces indicar que el crítico es muchas veces una etiqueta mercadotécnica para promocionar obras o para apuntalar catálogos. ¿Queda otro espacio para el crítico que lo saque de su labor decorativa?
Me molesta mucho la instrumentalización de la crítica, pero creo también que las condiciones en las que ejerce la crítica hacen prácticamente imposible que un crítico viva de ello y no esté instrumentalizado. Por lo tanto, yo no voy a criticar a un crítico por estar instrumentalizado: no veo nada de malo en que un crítico elogie libros y su figura vaya asociada a una faja, aunque obviamente sea un ejercicio de mercadotecnia y promoción. Entiendo que haya críticos que quieran utilizar su posición como para que un producto cultural venda más; entiendo que pueda ocurrir porque la autonomía es imposible. Si el crítico quiere ser verdaderamente autónomo, me temo que habrá de ser precario. Hay pocos casos en España, de críticos importantes, que han podido ser relativamente autónomos salvaguardando sus condiciones materiales, aunque los casos que estoy pensando también han sufrido censura.
En cualquier caso, yo creo que el desarrollo del crítico de los últimos años ha sido positivo gracias a Internet, los podcasts, las redes sociales y los blogs; sobre todo los blogs, que me interesan mucho como ámbito de discusión pública. Yo, que vengo de la crítica de cine, empecé a leer sobre películas cuando tenía 15 años y no acudía a los periódicos de gran tirada, sino a los blogs de Internet, con estética precaria, en los que gente había dedicado su tiempo a reflexionar sobre películas y a traducir textos y nos los ofrecía de forma totalmente gratuita a los que quisiéramos leerlos. Ese ejercicio de darlo todo a cambio de nada, que también está en los cineclubs y clubs de lectura de barrio o pueblo, me parece que es la verdadera belleza del acto crítico, pero no se puede sostener en el tiempo y muchos de esos blogs que yo consultaba dejaron de existir porque la gente necesitaba un trabajo. Ahora, Twitter es un espacio de posibilidad para ello y los podcasts pueden hacer una función similar a los cineclubs –sobre todo aquellos no patrocinados, claro.
El problema es que el poder que tiene el crítico de periódico no es el mismo que el de una persona que va a un cineclub los sábados por la tarde. Pero son espacios en los que la crítica demuestra su actualidad y su futuro. A lo mejor sí que es necesario democratizar la crítica, acabar con las formas tradicionales asociadas a la figura del crítico, que es ante todo una autoridad epistémica. Y si hace falta destruir la crítica tal y como la conocemos, hagámoslo.
Pablo Caldera (Madrid, 1997) dice en su libro El fracaso de lo bello, robándole a Nietzsche, que “el placer desinteresado conduce a la crueldad”. Por eso mismo, esta entrevista intenta estar llena de interés, además de interesada.
El libro comienza con la historia de un...
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Juan Gallego Benot
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