Calcomanías
Las armas las carga el diablo… y los yanquis
Sobre armas de fuego: su propiedad y su empleo figurado
Azahara Palomeque 19/12/2021
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
En una escena de la película Deprisa deprisa (1981), de Carlos Saura, Pablo (José Antonio Valdeomar) le dice a Ángela (Berta Socuéllamos) que tenga cuidado porque “las armas las carga el diablo”. La cinta, éxito de taquilla y representante por excelencia del cine quinqui, recreaba la vida de cuatro chavales del extrarradio madrileño en un momento tan convulso como la transición, utilizando para ello a actores no profesionales que el director reclutó de ese mismo ambiente depauperado. Pese a la advertencia de Pablo, los chicos ostentan una destreza admirable en el manejo de la pistola, reproduciendo un imaginario que, en la época, no era exclusivo de los delincuentes. Más allá de las zonas periféricas, las armas formaban el elemento posible de una cotidianidad turbulenta que, si bien no derivó en que la mayoría de gente poseyera una, imprimía una huella considerable en la violencia política que se sucedía sin descanso. Ese mismo año, el 23 de febrero, el teniente coronel Antonio Tejero intentaba un golpe de Estado en el Congreso de los Diputados al grito de “¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo!” mientras disparaba contra el techo del hemiciclo. En Córdoba, el mismo día, un Julio Anguita que temía por su vida se refugiaba en su despacho de alcalde con una pistola en el bolsillo. Unos años antes, tres asesinos relacionados con Fuerza Nueva mataban a bocajarro a cinco abogados laboralistas, y así podría seguir citando actos de una agresividad atroz en los que cristalizaban ecos del clima bélico de los años 30 y un miedo visceral a una supuesta repetición de la historia. A pesar de que esto era bastante improbable, el pavor era constante y constituyó lo que la politóloga Paloma Aguilar ha llamado una “memoria negativa” de la Guerra Civil, es decir, un conflicto no recordado para implementar reparaciones sino para utilizarlo políticamente de contraejemplo. El fantasma de las armas –con muertos reales a su paso– estaba más vivo que nunca.
Han pasado, no obstante, muchas cosas desde entonces y, aunque algunos sigan empeñados en conjurar la manida leyenda negra española, evocar el sacrosanto excepcionalismo para mostrar lo terrible, lo cainita que es nuestro país –en un movimiento pendular que lleva consigo la consiguiente fase de exaltación: como en España en ningún sitio, cañas y sol mediante–, lo cierto es que algunas victorias se han logrado y una de ellas, me atrevería a decir, es un civismo envidiable en otras partes del mundo: que pasa por repudiar la violencia en sus múltiples manifestaciones y, con ella, el amor a las armas. Estas han pasado en las últimas décadas a un segundo plano en las consciencias ciudadanas, sólo exaltadas por luctuosos eventos que tenían que ver con el terrorismo de ETA, repudiado de manera casi unánime. Quitando quizá algunas zonas calientes –la memoria de mis amigos vascos se cuela ahora en mi escritura–, las armas yacían enterradas en el imaginario colectivo como fósiles de otra época que solo eran rescatadas para conmemorar el dolor de las víctimas. La España que yo dejé en 2009 era así, pacífica y tolerante, al menos comparada con otros lugares del mundo; la España a la que regreso de manera esporádica, la de provincias, sigue siendo así: la gente habita una armonía donde cabe cierta tirantez provocada por discrepancias partidistas, pero nunca tanta como para romper esa sana convivencia. El crimen está bajo mínimos, y también la delincuencia; a grandes rasgos, se puede pasear tranquilamente por las calles y, sin embargo, ecos de otros territorios mucho más conflictivos comienzan a trenzarse con la historia nacional a través de una globalización imparable de políticas y discursos que está atravesada por la polarización que impone el algoritmo. Entre esos otros territorios destaca sobremanera Estados Unidos, donde vivo.
En marzo de 2019, Vox proponía el derecho de cada ciudadano a portar armas para la autodefensa. El partido, asesorado por Steve Bannon e inspirado por una retórica norteamericana que remite directamente a la fundación del país –sobre los hombros de la esclavitud y el exterminio de los pueblos indígenas– y, con ello, a la segunda enmienda de la Constitución, no dudaba en alegar la necesidad de protegerse de villanos inventados o, como decía Hannah Arendt, de ese “enemigo objetivo” que se fabrica y actualiza antes de que el crimen se produzca. A falta de terrorismo, se intentaba inculcar un miedo a un hipotético malhechor que justificaría la posesión de armas, a pesar de que ni el ordenamiento jurídico ni la educación que se le da al cuerpo policial están preparados para tal barbaridad. Aunque la propuesta resultara en un fiasco, fue suficiente para generar en la población un posicionamiento a favor o en contra por el que, de cualquier manera, se acaba integrando la posibilidad en el régimen de lo decible, hoy más amplio y desregulado que nunca gracias a las redes sociales. Y hablo de esta incorporación en el tejido cotidiano porque me interesa recalcar la gravedad de un problema que radica en la normalización del hecho: tanto para afirmar como para negar las armas es necesario traerlas a colación y eso constituye una victoria para quien marca la agenda. En julio de 2020 salió publicada en El Español la infame imagen de Pablo Iglesias con una pistola en la boca: “El tiro por la coleta”, la titularon, en un ejercicio no sólo de mal gusto sino también de falta de respeto –por decirlo de manera suave– a los valores de la democracia. Cuando, un año y pico después, mucha gente se quejó de la ilustración que acompañó al primer artículo de Pablo Iglesias en esta revista, una pistola, algunos argumentaron que fue una respuesta implícita al ataque de El Español. Para mí, aterrorizada por ambas imágenes, fue sobre todo la confirmación de mis sospechas: la asimilación de un repertorio visual procedente de tierras yanquis que no debería trasladarse aquí.
Ahora que se ha visto a la policía –junto a los partidos de derechas– oponerse a la reforma de la Ley Mordaza, que criminaliza las protestas y restringe el derecho a la información multando a quien grabe a las fuerzas del orden; ahora que se está machacando a la población con una inseguridad inexistente para que instale alarmas y puertas blindadas en sus casas; que los incidentes aislados de ciudadanos armados circulan como la pólvora y se publicitan a golpe de click bait, me invade, desde Filadelfia, un miedo casi tangible, que se respira y se toca, a que la espiral de violencia siga escalando en España y pase de ser una bola de nieve mediática al arma física que acabe por destruir la convivencia que ha sido la norma en nuestro país tanto tiempo. Para quien lleva más de doce años en la patria de la Asociación Nacional del Rifle, durante los cuales he vivido muy de cerca tres tiroteos, amén de escuchar disparos muchas noches y buscar, cada vez que me encuentro en un espacio cerrado, la salida de emergencia, el imaginario de las armas me eriza la piel, más aún cuando, a día de hoy, no tiene sentido. Enfaticemos esa convivencia, divulguemos que se trata de uno de los países más seguros del mundo, enorgullezcámonos de ello, pero no juguemos con fuego porque puede explotarnos en las manos.
En una escena de la película Deprisa deprisa (1981), de Carlos Saura, Pablo (José Antonio Valdeomar) le dice a Ángela (Berta Socuéllamos) que tenga cuidado porque “las armas las carga el diablo”. La cinta, éxito de taquilla y representante por excelencia del cine quinqui, recreaba la vida de cuatro...
Autora >
Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí