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Fernando Colomo, en un vídeo promocional reciente.
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Nadie sabe qué significa “vivir a la madrileña”, pero toda propuesta de acepción debería pasar por concentrar el simbolismo de pasar una tarde conversando en el Café Comercial con Fernando Colomo (Madrid, 1946), el director que inmortalizó parte del callejero más popular de la ciudad en clásicos como Bajarse al moro (1988). El cineasta lamenta que la reforma haya quitado parte del encanto al antiguo al local para hacerlo “más turístico”, si bien sus espejos en la pared siguen permitiéndole, por ejemplo, cerciorarse de que el joven con un ordenador en la mesa de al lado que le reconoce y saluda al terminar la entrevista ha pasado el rato “viendo una foto de una chica en pelotas”, como señala al salir. Colomo despide un año 2021 de gran actividad en el que ha estrenado dos películas, Poliamor para principiantes y Cuidado con lo que deseas, pero también ha sufrido el golpe de la pérdida de su amiga y colaboradora Verónica Forqué, con quien rodó sus títulos más populares.
¿Conservaba la relación con Verónica Forqué?
Sí, aunque no nos veíamos desde antes de la pandemia. Habíamos hablado después alguna vez por teléfono. Su muerte ha sido una sorpresa absoluta. Es verdad que todos estábamos preocupados al verla en MasterChef, no la reconocíamos y no sabíamos qué hacía ahí. Ha sido demoledor, me he quedado hecho polvo y todavía no acabo de asimilarlo. Éramos muy amigos. Mis mayores éxitos han sido con ella, era espléndida.
Éric Rohmer, era un modelo para mí porque hacía películas muy baratas, con equipos de cinco personas
Tanto ella como usted son iconos de la comedia madrileña, aunque sus películas de los 80 tenían un regusto más francés que las de Almodóvar o Fernando Trueba. ¿Estaba influido por el cine de allí?
Mi referencia siempre fue la Nouvelle Vague. La decisión de ser director viene de cuando vi con 15 años la primera película de [François] Truffaut, Los cuatrocientos golpes (1959), donde el protagonista tenía mi edad. Estuve fascinado por el [Jean-Luc] Godard de la primera época y también lo estuve después por Éric Rohmer, que era para mí un modelo porque hacía películas muy baratas, con equipos de cinco personas y rodaba mucho. Almodóvar, Trueba y yo vivimos los mismos momentos, pero creo que nuestro cine es distinto. Sin duda, Almodóvar tenía otros referentes.
¿Y el musical? Se me ocurren escenas de sus películas que lo evocan, como en Los años bárbaros (1998), con el montaje de los protagonistas esquivando los ojos de Juan Echanove mientras suena Con una mirada, de Jorge Negrete. O la coreografía de Paco León en el supermercado en La tribu (2018).
Siempre me ha gustado mucho. De una forma intuitiva, es verdad que mis películas tienen esos guiños. En Bajarse al moro hay también actuaciones de Pata Negra, que no formaban parte de la obra de teatro original. He tenido esa tendencia, incluso en películas que creo menos conseguidas, como Miss Caribe (1988). Me hubiera encantado hacer un musical. Hace poco intenté levantar un proyecto que era un homenaje a Cantando bajo la lluvia (1952), una de mis películas favoritas, pero no va a salir. Al ser de época, es muy caro.
Usted llega a la dirección de cine desde la arquitectura. ¿Cómo es esa transición?
Al terminar el preuniversitario, yo quería entrar en la Escuela Oficial de Cine, de donde salieron [Carlos] Saura, [Mario] Camus, [Francisco] Regueiro o [Basilio Martín] Patino. Pero había que tener 21 años y yo tenía 17. Mi idea entonces fue hacer Bellas Artes, pero mi padre se cerró en redondo y acabé estudiando Arquitectura, ya que era donde estaba mi hermano y tenía los libros, las escuadras y todo. En 4º me matriculé para Dirección en la Escuela de Cine, pero me di cuenta de que había más de 250 inscritos para ocho plazas. En Decoración solo había siete personas apuntadas. Como, además, se comentaba que las de Dirección estaban ya dadas a unos enchufados, pedí un cambio de matrícula. Al final creo que fue bueno. Me hizo ser consciente de que no podría contar con ningún productor, al no tener el título. Si lo hubiera tenido, ¡habría conservado una esperanza vana en ello! Lo que hice fue ponerme a trabajar como arquitecto municipal de un pueblo de Madrid, Villa del Prado. De ahí, empecé a producirme cortos en 35 mm con lo que iba ganando, para ir aprendiendo el oficio y luego ampliar mi productora, Salamandra, con compañeros arquitectos a los que fui pidiendo pequeñas cantidades.
¿Era una productora de cine formada por arquitectos?
Sí. Había también alguna que no era arquitecta, como dos profesoras muy majas de la Escuela que aportaron algo de dinero.
¿Le ha ayudado la arquitectura a la hora de hacer cine, sea diseñando usted mismo algún decorado o pensando de otra manera la planificación?
Es una disciplina muy estricta, te hace organizar la cabeza. El guion tiene mucho que ver con el proyecto, también ahí hay simetrías, que son los tres actos, y debe estar todo englobado. Con la arquitectura no puedes hacer las cosas al tuntún, meter una habitación donde sea y poner un pegote. También me ha ayudado a hacer storyboards más rápido. Como decorador… Es una historia graciosa, porque al final opté por terminar Arquitectura.
¿No hizo Decoración?
En la Escuela de Cine, si tenías más de seis faltas, no te podías presentar a examen. Yo no estaba dispuesto a estar todas las tardes yendo a clases de Decoración, entonces lo dejé. Hice las tres marías, Tecnología Cinematográfica, que era una chorrada, Historia del Cine y otra de la que no me acuerdo, con la idea de concurrir el año siguiente otra vez a Dirección, pero ya no hubo convocatorias, porque apareció la Facultad de Ciencias de la Información. Dos años después, decidí volver a matricularme en Decoración, aprovechando que ya tenía el ingreso. Los otros de mi promoción estaban en 3º, menos dos que eran un poco más burros y seguían en 2º. Eso me convertía en el único alumno en 1º, así que hice tres años yo solo. Podía elegir las prácticas que me apeteciesen, que eran las de mis amigos Imanol Uribe y Miguel Ángel Díez. Y ya no me exigían ir todos los días, porque si me echaban, los profesores se quedaban sin curso y sin sueldo. Tenía la sartén por el mango, iba cuando quería y, claro, me iban aprobando porque les interesaba. Así es como terminé Decoración.
¿Cuánto de cierto hay en la leyenda de que usted no planeaba que su primer largometraje, Tigres de papel (1977), fuera una comedia, pero optó por decir que lo era al ver que el público se reía?
La leyenda es cierta. Nunca me interesó especialmente la comedia. Billy Wilder, por ejemplo, no me volvía loco, hasta que Trueba me hizo descubrirlo más a fondo. Tigres de papel pretendía ser una película realista, con influencias de Rohmer y Godard. En la primera proyección que hicimos para el equipo, a Carmen Maura incluso le pareció que había quedado muy seria. Me dijo: “No eres tan frívolo como pensaba, me ha recordado a Bergman y Antonioni”. Llegamos al Festival de San Sebastián y, en el primer pase, que era para la prensa, desde el principio estuvieron descojonándose. Por la noche, hubo otro pase para el público y la gente se tronchaba. Carmen, que estaba conmigo, se empezó a poner muy nerviosa y yo abogué por que dijéramos que era una comedia.
Mi sensación es que cuando he querido ser gracioso, me ha salido mal, pero cuando no he querido, me han salido comedias
Usted ha dicho varias veces que sus películas que más le gustan son La línea del cielo (1983) e Isla bonita (2015). ¿Le hubiera gustado más dedicarse a ese cine, más independiente y tragicómico?
Sí, a mí es la industria la que me ha metido en la comedia, porque cuando a un productor o a un distribuidor les llevaba un guion y no lo entendían, querían que les asegurase que era de risa. Mi sensación es que cuando he querido ser gracioso, me ha salido mal, pero cuando no he querido, me han salido comedias. Me ha pasado en casi todas. Me cuesta mucho hacer una película que no tenga humor. En Los años bárbaros muere uno de los protagonistas y es una historia real, pero no podía evitar llevarla a veces por la farsa con el personaje de Juan Echanove. En cambio, Isla bonita empezaba como comedia, para luego ser una tragedia. Es la única película cuyo final he cambiado después de rodarlo.
¿Cómo acababa?
Mi personaje se suicidaba. La llevé a San Sebastián, pero [José Luis] Rebordinos [director del festival] me dijo que el comité había decidido no seleccionarla, porque les había encantado hasta el minuto 70 y después no entendían nada. Un amigo productor, Fernando Bovaira, me propuso volver a hacer el final. Como Isla bonita era muy barata, no hubo problema. Estoy más satisfecho con la nueva versión y me gustaría mantener esa costumbre en mis películas. Ahora tengo otro proyecto donde voy a volver a hacer el papel protagonista, con amigos y actores no profesionales, y quiero plantearlo así, con otra semana de grabación después del montaje. Es lo que hacía Woody Allen, rodaba en cuatro semanas, montaba en otras cuatro, reescribía y volvía a rodar en las cuatro siguientes. Contrataba a los actores por doce semanas.
Después de La línea del cielo, da un giro de 180 grados con El caballero del dragón (1985). ¿En ese momento sí quería hacer grandes producciones?
Es que la experiencia de rodar La línea del cielo en Nueva York había sido límite. No teníamos dinero para comer y nos echaron del apartamento. Después de toda esa improvisación, yo quería una película donde todo estuviera diseñado y dibujado. Aparte, La línea del cielo me abrió la mente para mal, estuvo en varios festivales internacionales, se vendió en Estados Unidos y tuvo unas críticas cojonudas. Me acuerdo de Resines diciéndome “Fíjate en cómo nos tratan aquí. Míster Resines no sé qué, Míster Colomo no sé cuánto, ¡no como en España, que soy El Resines!”. Así que pensé que podía hacer un cine más para el extranjero y en inglés. Durante años, el fracaso de El caballero del dragón fue un drama para mí. Menos mal que La vida alegre (1987) fue un taquillazo y pude pagar las deudas. Todo el equipo cobró, menos yo. Había sido la película más cara del cine español.
Klaus Kinski era un hijo de puta. Ahora no escribiría esa necrológica, porque ya soy mayor, pero no exageré nada
¿Se ha reconciliado con el recuerdo de Klaus Kinski o sigue pensando que era “un hijo de puta”?
Era un hijo de puta. Ahora no escribiría esa necrológica, porque ya soy mayor, pero no exageré nada. Fernando Rey estaba acojonado, él había rodado previamente con Charles Bronson y, a su lado, le parecía una hermanita de la caridad. Y Harvey Keitel amenazó con pegarle. Harvey era encantador, mucho más simpático. Fíjate, Klaus Kinski se iba fuera los fines de semana y un lunes no vino porque decía que no le habían pagado el sueldo, cosa que era mentira. Simplemente, el banco tardaba unos días en tramitarlo. Pues Harvey Keitel llegó a llamar a su agente para que le ingresara el salario a Kinski y volviera al rodaje, aunque finalmente no fue necesario. Se portó maravillosamente. Con él he mantenido el contacto, he ido a su casa de Nueva York y ha venido a mi casa de Madrid.
Aunque El caballero del dragón parece una rareza en su filmografía, el romance entre la princesa y el extraterrestre al que interpreta Miguel Bosé es otra de sus historias de entendimiento a través del amor, como Al sur de Granada (2003) o El próximo Oriente (2006). ¿Diría que es el gran tema de sus películas?
Totalmente. El primero en darse cuenta fue Joaquín Oristrell. Él me decía que siempre hacía la misma película, la del extranjero que llega a un mundo que no conoce y se enamora. En El caballero del dragón directamente es un marciano, el summum de ser extranjero.
En su carrera casi puede leerse una especie de historia sexoafectiva de España. Está la normalización del condón y la homosexualidad en La vida alegre (1987), la crítica a las terapias de conversión en Alegre ma non troppo (1994)… ¿La idea de Poliamor para principiantes era seguir ese camino?
Poliamor para principiantes nace de Isla bonita, porque leí comentarios que decían que trataba el tema del poliamor. Yo no tenía ni idea de lo que era eso, empecé a interesarme y me di cuenta de que era algo que apenas se había abordado. Hay algunas películas que tienen poliamor, pero todas acaban con final feliz conservador de pareja monógama. Nosotros teníamos claro que no queríamos eso de un chico que se mete en el poliamor para conseguir a la chica de sus sueños y que luego los dos salieran de ahí. Si lo piensas, ¡vuelve a ser el tema del extranjero!
El concepto del protagonista, en la primera mitad de película, como youtuber retrógrado que se viste de superhéroe, ¿es una parodia de Un Tío Blanco Hetero?
Sí que tiene que ver, conozco los vídeos. Claro, al estar centrado en el tema poliamoroso, tenía que ser particularmente muy tradicional con el amor romántico. Un Tío Blanco Hetero no es romántico, pero la idea del encapuchado me gustaba porque daba juego en la trama.
¿Cómo fue la investigación sobre el poliamor?
Fui a varias reuniones de Poliamor Madrid. La escena que más éxito ha tenido, cuando llegan el protagonista y su padre al círculo y se presentan, la viví yo tal cual. De hecho, también me acompañó mi hijo. Fui transparente, les dije que estaba preparando una película y que me interesaba el tema. Hablé con personas poliamorosas para conocer sus experiencias y leí varios libros, Ética promiscua (Dossie Easton y Janet W. Hardy, 1997), Opening Up (Tristan Taormino, 2008) y Poliamor: Lo mejor de Kimchi Cuddles (Tikva Wolf, 2015). El primero estaba escrito por una pareja que describía cómo se habían ido organizando a lo largo de los años. A mí eso era lo que me hacía más gracia, decían que dialogaban más de lo que follaban. Otro con el que las guionistas y yo nos reunimos fue el fundador de una plataforma llamada Golfos con Principios. A los de Poliamor Madrid que pudieron venir al primer pase que hicimos les gustó mucho, porque entendían más claves que el público general.
Como alguien que ha abordado temas sociales y modos de relación diversos a lo largo de más de 40 años de carrera, ¿siente que ha habido un retroceso en los últimos años?
Bueno, las terapias de conversión de Alegre ma non troppo no creo que estén ya a la orden del día. Siento que hemos evolucionado, pero, a la vez, ha habido una involución. Es raro, avanzamos por un sitio y nos recortan por otro. Me parece que con la corrección política hay una pérdida de la espontaneidad. Pero en cuanto a relaciones sociales y sexuales, los homófobos están más callados, tienen más miedo a declararse como tales. Antes era mucho peor.
Nadie sabe qué significa “vivir a la madrileña”, pero toda propuesta de acepción debería pasar por concentrar el simbolismo de pasar una tarde conversando en el Café Comercial con Fernando Colomo (Madrid, 1946), el director que inmortalizó parte del callejero más popular de la ciudad en clásicos como Bajarse...
Autor >
Jaime Lorite
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