TEMPORADA CERO
‘Dune’, la historia del colono y la palmera
Con algunas tramas que recuerdan a ‘Juego de tronos’, la película habla sobre la explotación de los recursos naturales, el modo en que el ecosistema define a la sociedad y la importancia de entender y respetar ese entorno
Juanma Ruiz 9/12/2021
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En un planeta desértico, un hombre riega una palmera. Esta imagen, sencilla y elocuente, forma parte de una breve escena que apenas parece pesar en la gran trama galáctica de Dune, y que sin embargo bien podría considerarse el epicentro moral de toda la película.
El film de Denis Villeneuve, que llegaba a las pantallas españolas el pasado mes de septiembre, es en realidad la tercera adaptación de la novela homónima escrita por Frank Herbert en 1965. La primera, dirigida por David Lynch en 1984, fue una obra mutilada en el montaje por su productor, Dino de Laurentiis, y se convirtió en un fracaso de crítica y público; la segunda, una miniserie televisiva de bajo presupuesto del año 2000, tampoco alcanzó altas cotas artísticas. Toda su trama gira en torno al inhóspito planeta Arrakis, el único lugar del universo conocido donde se encuentra una sustancia –la especia melange– con propiedades poco menos que milagrosas. Allí se encamina la familia Atreides, tras recibir el encargo imperial de sustituir a la casa Harkonnen como administradores de la extracción y producción de esa especia. Porque Arrakis es, fundamentalmente, una colonia del Imperio cuyos habitantes originales, las tribus fremen, malviven bajo el yugo de los ocupantes extranjeros.
Como ya ocurría en la novela original, Dune es un relato sobre muchas cosas a la vez. El motor de la acción (el famoso MacGuffin hitchcockiano) es la intriga política: las casas nobles enfrentadas entre sí, maniobrando y conspirando por obtener la posición de poder en la galaxia, son un claro antecedente de Juego de tronos, otra traslación del tejido político a los códigos del género fantástico. La odisea personal, sin embargo, es la del joven Paul Atreides (Timothée Chalamet), y en ella lo que cobra peso es el componente religioso: Paul, que podría ser o no el mesías para los habitantes de Arrakis, inicia un viaje que, según sus propias visiones del futuro, quizá acabe conduciendo a una cruenta yihad fundamentalista. Y, junto a la religión y la política, la economía: la llegada de la casa Atreides al planeta no es sino la ocupación extranjera de un lugar cuyos abundantes recursos nutren –en una implacable lógica capitalista– a todo el Imperio, sin importar el bienestar de las poblaciones nativas.
Los privilegiados de Arrakis sueñan con lo que el planeta puede llegar a ser, aunque eso rompa el delicado equilibrio ecológico sobre el que se sustentan los nativos
Dentro de todo ese entramado, la escena clave sucede poco después de la llegada de Paul a su nuevo hogar. Mientras explora los territorios que rodean su palacio de la capital, el joven hijo del duque Leto encuentra un amplio patio con varias palmeras, y al sirviente que las atiende una por una. No son una especie autóctona, han sido trasplantadas, y se alzan en medio de la arena como una obscenidad invasora. “Cada una de ellas bebe al día el equivalente de cinco hombres”, le explica el criado a Paul. “Veinte palmeras. Cien vidas”. En Arrakis, el agua es el bien más preciado. Los nativos fremen visten trajes que reciclan la humedad de sus cuerpos y recogen el agua de los muertos para aprovecharla. Escupir en el suelo ante otra persona no es un insulto, sino una ofrenda. Cada gota cuenta, porque cada gota es escasa. En medio de ese ecosistema tan precario para la vida de los fremen, en palacio se derrama el agua para nutrir a una especie foránea. Paul muestra el sentido común que cabría esperar: “¿No deberíamos quitarlas y ahorrar el agua?” Pero la respuesta del hombre es, sencillamente, que esas palmeras son sagradas. “Un viejo sueño”. La religión y el capitalismo se entrelazan en ese gesto de arrogancia evangelizadora y displicente. Porque los privilegiados de Arrakis se permiten soñar con lo que el planeta puede llegar a ser, aunque eso rompa el delicado equilibrio ecológico sobre el que se sustentan los nativos; y mientras tanto extraen y exportan del planeta la preciada especia melange, droga y combustible al mismo tiempo, sin que el pueblo vea un ápice del beneficio económico que eso reporta a las grandes casas.
Podría argumentarse que, a pesar de todo el derroche de humedad que conllevan esas plantas simbólicas, suponen al menos la aspiración de un futuro mejor para el mundo de las dunas. Pero, como el resto del film dejará claro (y la novela de Herbert y sus diversas secuelas, más aún), se trata de un ideal de progreso mal entendido, ejercido por los que están arriba sin pararse a pensar realmente en los de abajo. Las palmeras representan un sueño, cierto, pero, ¿sería realmente beneficioso para los fremen domar el ecosistema arrakeno para convertirlo en un vergel lleno de vida? ¿O supondría esto una catástrofe ecológica fruto, como tantas veces, de la acción violenta del hombre sobre la naturaleza? Al fin y al cabo, lo que para el ser humano puede parecer un paraíso significaría la muerte para la fauna autóctona.
Villeneuve retrata el paralelismo entre los distintos pobladores de Arrakis y la confrontación entre la mal llamada ‘civilización occidental’ y las culturas de Oriente Próximo
Con todo, hay un cambio de mentalidad cuando la familia Harkonnen es relevada como gobernante de Arrakis para dejar paso a la casa de los Atreides. Estos últimos, con el duque Leto (Oscar Isaac) a la cabeza, no desprecian a los fremen como hacían sus antecesores en el cargo. Leto desea formar una alianza con ellos, en lugar de ejercer de tirano invasor. Pero su mirada no deja de ser colonialista, y como tal, llena de un paternalismo que le impide ver la realidad. En el mejor de los casos, Leto Atreides puede aspirar a gobernar como un déspota ilustrado, aunque ni siquiera él sea consciente de su propia ceguera. Solo el guerrero Duncan Idaho (Jason Momoa) puede desprenderse del prejuicio que se deriva del privilegio. Idaho convive con los fremen en sus sietch (sus asentamientos), aprende sus costumbres y sus creencias y los admira por lo que son, no por algún tipo de fascinación exótica. “Te has vuelto nativo”, le dirá uno de sus compañeros en un momento del film. Y, a través de los ojos de Idaho y de sus propias experiencias, Paul también empezará poco a poco a cambiar su percepción.
Villeneuve retrata toda esta oposición entre el colono y el indígena aportando un elemento crucial que David Lynch obvió en su versión: el paralelismo ineludible entre los distintos pobladores de Arrakis y la confrontación de nuestro mundo entre la mal llamada ‘civilización occidental’ y las culturas de Oriente Próximo. Elementos como la elección de actores racializados para interpretar a los fremen o la música de tintes árabes de Hans Zimmer potencian ese subtexto que ya estaba presente en la novela gracias al uso del lenguaje de Herbert (no es casual, por ejemplo, que este utilice el término yihad en lugar de ‘cruzada’). Y, aunque la cinta de 2021 solo adapta la primera mitad del libro, y hasta 2023 no llegará a las pantallas el desenlace de la historia, ya en esta primera entrega se ponen muchas cartas sobre la mesa en lo tocante al discurso último de Dune.
Porque la respuesta correcta, si es que existe, no está en formar un pacto de no agresión con los fremen; ni en aplastarlos, como los Harkonnen, ni en admirarlos desde la distancia, como los Atreides. Ni tampoco en manipular sus creencias en beneficio propio como hace la intrigante hermandad Bene Gesserit, que conspira en la sombra tras los propios nobles. Y, por supuesto, no en minar sus bienes para luego dejar al pueblo a su suerte. En ese sentido, la novela de Herbert, con una presencia digna de su protagonista –o quizá solo con una aguda capacidad de observación y no pocas dosis de sentido común–, se adelantó en varias décadas a la salvaje intervención de los Estados Unidos en Irak o Afganistán durante el siglo XXI.
Lo que es innegable es que Dune plantea, tanto sobre el papel como en pantalla, una historia sobre la explotación de los recursos naturales, sobre el modo en que el ecosistema define a la sociedad y, por encima de todo, sobre la importancia de entender y respetar ese entorno en lugar de tratar de someterlo contra natura a la voluntad del hombre. Pero la historia de la humanidad demuestra que, a fin de cuentas, la humildad nunca ha sido la virtud del colonizador, e incluso los déspotas “buenos” han acabado traicionando sus preciosas, paternalistas y bienintencionadas promesas al pueblo.
En un planeta desértico, un hombre riega una palmera. Esta imagen, sencilla y elocuente, forma parte de una breve escena que apenas parece pesar en la gran trama galáctica de Dune, y que sin embargo bien podría considerarse el epicentro moral de toda la película.
El film de Denis Villeneuve, que...
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Juanma Ruiz
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