EL SALÓN ELÉCTRICO
Feliz No Navidad, Mr. Scrooge
Nadie escapa a la Navidad y sus imposiciones, como sentarse a ver la película de la tele después de una comilona familiar
Pilar Ruiz 22/12/2021
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Como una indigestión de Jijona; es el subgénero más indigesto de todos. Por supuesto, hablamos de esas películas navideñas, comedias familiares y/o románticas poco indicadas para cinéfilos diabéticos y gentes que sufran del síndrome de Scrooge –también conocido como efecto Grinch–, aversión sincera a los desmanes en luces, regalos, loterías, reuniones y excesos gastronómicos de índole obligatoria. Sea como sea, nadie escapa a la Navidad y sus imposiciones, como sentarse a ver la película de la tele después de una comilona familiar. Ahí nos esperan, indefectiblemente y como todos los años, esos clásicos que nos permiten hacer la digestión con un par de ronquidos, películas que perdonan esos 15 minutos de sueño pesado porque te las sabes de memoria. Los programadores de televisión en abierto apuestan sobre seguro y no se arriesgan a menús que se salgan de lo trillado; así, desfilan una y otra vez esos títulos asociados a “fechas tan señaladas” incluso cuando su argumento esté muy alejado de los clichés navideños. Una No Navidad como el No cumpleaños de Alicia en el País de las Maravillas.
Por ejemplo, un cuento de hadas como La princesa prometida (Reiner, 1987). Nada más navideño que reencontrarse con la adaptación de la novelita del gran guionista William Goldman. Su apabullante firma está en decenas de grandes películas y dos Oscar: Dos hombres y un destino (G.R Hill, 1969) y Todos los hombres del presidente (Pakula, 1976). Gracias a Goldman la Navidad lo es no por alcaldes delirantes y su contaminación lumínica sino por Íñigo Montoya, santo patrón de las causas perdidas, finalmente y espada en mano, ganadas. Repetir su famosa frase reconcilia con el mundo más que el Omeprazol y si hay niños presentes fíjense en sus caras: eso sí que ilumina.
Menos mal que la gente sentada al otro lado del televisor ya no se parece a los personajes de La gran familia (Palacios, 1962) ni a las generaciones traumadas por Pepe Isbert y su “¡Chencho, Chencho!”, terrorismo fílmico-sentimental programado solo en canales nostálgicos como TVE o 13TV. Tampoco a la pesadilla terrorífica de James Stewart en Qué bello es vivir (Capra, 1946) hasta que viene en su ayuda el mismísimo Dios-dólar; “In God we trust” en forma de ángel. La historia es conocida: de clamoroso fracaso comercial pasó a convertirse en película navideña por definición cuando, en 1974, la sociedad propietaria de los derechos se olvidó de renovar su copyright y las televisiones de todo el mundo empezaron a programar la película sin tener que pagar royalties hasta convertirla en un icono de la historia del cine para generaciones de espectadores. La frase preferida de Capra, reaccionario conservador y populista era: “El público tiene siempre la razón”. ¿Y qué hay sobre alabanzas a la democracia y a la libertad en sus películas? No olvidemos que algunos articulistas han llegado a identificar el idealismo patriótico de Capra con las bondades de Trump, incluso, pásmense, con cierto partido español de tres letritas. La verdad es que no andan tan desencaminados: el inmigrante italiano Francesco Rosario Capra, nacionalizado estadounidense en 1920, no ocultaba su admiración por el fascismo de Franco o Mussolini –tuvo su retrato en el despacho hasta Pearl Harbour–. Contaba Kirk Douglas esta anécdota respecto al represaliado Dalton Trumbo quien había escrito Vacaciones en Roma (Wyler, 1953) bajo pseudónimo: “¿Por qué no quiere dirigirla Capra?”, preguntó el actor a Wyler extrañado, a lo que el director contestó: “Capra lo ha rechazado porque ha olido a rojo. Cree que esta historia la escrito algún tipo de la lista negra y no quiere tener nada que ver”. Ni bondad, ni libertad, ni democracia… La vida será bella siempre que no te conviertan en un Trumbo.
Adorando a Dios en el Belén de Qué bello es vivir
Un verdadero clásico que gusta a todo el mundo, la fuente con jamón de este menú, es La jungla de cristal (McTiernan, 1988) película para todos los públicos con tiros, explosiones y tres secuelas franquiciadas, cosas que sin duda horrorizarían a Capra –Frank, tú decías que el público siempre tiene razón–. A pesar de las apariencias hay que saber leer entre líneas de diálogos zarzueleros para encontrar el muy tradicional mensaje de familia heteropatriarcal unida como Dios y las empresas de alarmas mandan: recordemos que todo el lío se monta porque un policía muy bruto no acepta que su mujer se quiera divorciar. Ella, pecadora arrepentida y salvada in extremis, vuelve con él. Otro langostino, por favor. Y con mucha mayonesa made in McTiernan.
Y una resaca de sidra El gaitero se pasa mejor con La vida de Brian (T. Jones, 1979). El No Evangelio según Monty Python, la película más sacrílega de la Historia del cine –con permiso de San Luis Buñuel– se sigue emitiendo sin problemas cada año. De momento. En ocasiones, el canal de turno se pone rumboso y añade del tirón El sentido de la vida o Los caballeros de la mesa cuadrada o Un pez llamado Wanda. Buen provecho.
Quien esto escribe recuerda un 26 de diciembre en el que alguien decidió programar Feliz navidad, Mr. Lawrence (Oshima, 1983), dejándose engañar por el título, aunque el director japonés famoso por El imperio de los sentidos (1976) no tenga pérdida. Espíritu navideño completamente desaparecido en combate de guerra mundial, torturas, homosexualidad reprimida y David Bowie en toda su sazón. ¿Despiste? Quién sabe si el autor de la elección pertenecía a la banda de “el programador cachondo”, camarilla con muy mala leche.
Lo mismo ocurre en el caso de otro título presentado como “navideño”: Fanny y Alexander (1982). A pesar de las brillantísimas escenas de reunión familiar bajo las luces del árbol de Navidad, noquea más que un cotillón por culpa de ese psicópata predicador maltratador de mujeres y niños. Bergman deja la hipocresía y crueldad religiosas en el lugar que les corresponde, es decir, en el género del terror. Por esos lares protestantes la celebración tiene un componente religioso que en España hace más de 40 años se perdió, a pesar de los ultracatólicos no cristianos prestos a ofenderse por belenes de gofres sexuales, estrellas minimalistas o cruces de San Pedro vistas como elementos satánicos. Más papistas que el Papa y cismáticos, tipo Clemente el del Palmar de Troya, encuentran su espejo en el reverendo bergmaniano como siniestro calco actual. Muestra del fracaso educativo, social y vital del fanatismo, el grandísimo sueco nos dejó todo su cine y, en el caso de Fanny y Alexander, un mapa del origen de sus obsesiones y terrores guiado por su yo infantil contra un terrible padre ministro de la Iglesia Luterana.
“Nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en las relaciones entre padres e hijos y con Dios. (…) Los castigos eran algo completamente natural, algo que jamás se cuestionaba. A veces eran rápidos y sencillos como bofetadas y azotes en el trasero, pero también podían adoptar formas muy sofisticadas, perfeccionadas a lo largo de generaciones”.
– Ingmar Bergman (La linterna mágica, 1987)
Otra obra maestra obligatoriamente navideña aunque de naturaleza muy distinta, es esa cumbre de la comedia llamada Entre pillos anda el juego (Landis, 1983). Para digerir el cordero o los canelones, se recomienda esta clase acelerada de adoctrinamiento anticapitalista mucho más eficaz que un millar de artículos sobre corrupción, racismo, clasismo, machismo, tiranía de los mercados y falacia de la mano tonta de Adam Smith. La película de la Era Reagan más No Reagan de todas, historia deudora de las comedias de la Gran Depresión –en las que Capra era un maestro– pero con una vuelta maligna; recordemos que Landis es uno de los maestros del terror moderno gracias a Un hombre lobo americano en Londres (1981) y el video clip más famoso de todos los tiempos, Thriller de Michael Jackson (1983). La apuesta entre millonarios sociópatas, interpretados por dos estrellas de esas comedias de los años 30 como Ralph Bellamy y Don Ameche en el papel de los cabrones hermanos Duke, lanza un mensaje a los curritos que se creen privilegiados: sus vidas pertenecen a esos desalmados, todo lo que creen real es un espejismo –esas hipotecas, esas crisis bancarias– y puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Nada mejor que la frase del mayordomo –impagable Denholm Elliot– para definir a la clase súper rica de este mundo: “¡Qué gentuza!”
Ya ven cómo el terror se agazapa en abetos adornados, mercadillos de belenes y festines familiares. Hay tradición, porque el abuelo de las ficciones navideñas no es otro que Charles Dickens y su Cuento de Navidad, desde 1843 culpable de aterrar a millones de niños y niñas con el “fantasma de las navidades futuras” y el cruel Mr. Scrooge. Ese mismo año, el autor visitó las minas de estaño de Cornualles y estalló ante las condiciones de explotación de los niños mineros hambrientos y analfabetos, armando un escándalo al tildar a los ricos propietarios como “ganado elegante, babeante, sobrealimentado, apoplético” –la “gentuza” de Landis–. Dickens fue pionero de los derechos de autor, abolicionista de la esclavitud y de la pena de muerte, activista de los desfavorecidos, autor de obras inmortales, cristiano verdadero experto en iras y miedos infantiles –como Bergman–. Su padre, encarcelado por deudas, le convirtió a los doce años en un niño esclavo cuando le obligó a trabajar en una fábrica de betún, así que Charlie sabía mucho de terrores, como cuenta una película recomendable para ver con toda la familia: El hombre que inventó la Navidad (Bharat Nalluri, 2018), deliciosa recreación del proceso creativo de ese “fantasmal librito” que llevó a Dickens a convertirse en uno de los escritores más queridos de todos los tiempos y que siempre y cada año les desea una feliz Navidad.
Como una indigestión de Jijona; es el subgénero más indigesto de todos. Por supuesto, hablamos de esas películas navideñas, comedias familiares y/o románticas poco indicadas para cinéfilos diabéticos y gentes que sufran del síndrome de Scrooge –también conocido como efecto Grinch–, aversión sincera a...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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