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“Los dioses nos envidian porque somos mortales y cada instante nuestro podría ser el último.
Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más bella de lo que eres ahora.
Nunca volveremos a estar aquí”.
(Aquiles en Troya, de Wolfgang Petersen)
Una vez más nos encontramos en este espacio destinado al pensamiento, estimados lectores, para sostener una íntima y fugaz reunión a través de las palabras. Por ello, deseo retomar en este punto algunos aspectos importantes de aquella novela de la que les hablé en la ocasión anterior: La inmortalidad, de Milan Kundera. De ella les compartí apenas un breve fragmento, motivada por eso que nos vincula, por ese interés común en la lectura, tan deseosa de que brote o germine una reflexión, o bien un pensamiento intempestivo nacido de una simple duda, de un interrogante que me hago y que también les planteo ahora, porque me pregunto, en verdad, ¿qué es la inmortalidad? ¡Oh, divina inmortalidad! Esa palabra que no sabemos si responde al gran sueño de la humanidad, a su más insistente fantasía, o tan solo al proyecto particular de algunos ambiciosos individuos. Pero no vayamos tan pronto a conjeturar respuestas definitivas ni imaginemos, ante tal cuestión, como lo hacen ciertos imagólogos futuristas, la posibilidad de “la muerte de la muerte”, del freno del sufrimiento frente al envejecimiento, de una eterna juventud alcanzada a costa de la idolatría tecnológica. Porque de lo que yo quiero hablarles aquí es de la inmortalidad terrenal, es decir, de esa que no tiene nada que ver con la inmortalidad del alma ni con el tipo de extensión de la vida humana en la que creen los transhumanistas, sino de la que está completamente arraigada en este mundo, en el de aquellos que, tras su muerte, permanecerán en la memoria individual y colectiva. Y esto, en efecto, es un asunto que concierne a nuestro tiempo, al aquí y al ahora, puesto que la forma de perdurar en una temporalidad profundamente humana no tiene que ver con la idea de prolongar nuestra existencia corporal en un futuro indefinido, como ciertos cientificistas insisten en afirmar en sus manifiestos sobre la reversión del envejecimiento, obviando así una pregunta implícita que supone desanclar mi propio yo con respecto al mundo, pues ¿seguiríamos, en tales circunstancias, siendo nosotros mismos?
Todo esto da vueltas en mi cabeza al reparar justamente en un diálogo de la heroína de La inmortalidad, Agnes, quien un día, tras mirarse en el espejo, no se reconoce en su rostro, ni en su piel. Extraña para sí misma, llega a cuestionarse si aquella que aparece habitando en su reflejo es realmente ella. La transformación de nuestra condición corporal ante el paso del tiempo nos revela, en efecto, que somos un cuerpo vulnerable y susceptible de ser herido y padecer ante el deterioro. Pero pese a que los futuristas sueñan con la realización de una juventud indefinida, lo que realmente evitan es hablar del dolor a fondo: porque el dolor no sólo surge de esa dificultad para reconocerse ante el paso del tiempo, ante la vejez propia o la de algún ser amado, sino que su experiencia puede brotar de actos de odio, de la violencia tanto como del vacío de los corazones, del hastío, la ausencia de utopías, la deshumanización, el desempleo, la desesperanza o la pobreza. Ninguna de estas cuestiones las resolverá un sueño tecnocientífico incapaz de advertir que la juventud es un don fugaz y que, además, no soluciona ninguno de esos daños, ¿o acaso no sufren los jóvenes? ¿Y los niños? Lo realmente doloroso en todo este asunto consiste en aceptar que nuestro paso por la existencia sea finito y que nunca más volveremos a estar fácticamente en el tiempo. Pero, entonces, ¿en qué forma podemos permanecer? Sin duda una cuestión sobre la cual no pretendo extenderme en una disertación fenomenológica. Lo que me interesa particularmente es evocar el pensamiento de Hannah Arendt respecto de la cuestión de la inmortalidad, ya que considero que no se trata en absoluto de acabar con la muerte para gozar de una vida eterna, sino de que nos cuestionemos la posibilidad de crear otros imaginarios en el tiempo vital, en donde pueda extenderse nuestra historia personal y colectiva a fin de alimentar la memoria. En el recuerdo hay vida, y quien piensa así en la inmortalidad no piensa que la muerte sea el enemigo, sino acaso lo sea la desmemoria. Porque hemos olvidado palabras como las que aquella filósofa nos brindó en su obra La condición humana: “La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad en producir cosas –trabajo, actos y palabras– que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas [...] por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su inmortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza divina”. Retengo, pues, estas palabras con el fin de no olvidar que esa lucha por una inmortalidad tal es la fuente de nuestra vida activa. Salvemos el pensamiento, salvemos lo humano a través de los recuerdos, edifiquemos una memoria de inmortales. Todo lo demás significa aceptar que, como seres finitos, un día habremos de detener nuestros más íntimos ardores y personales dolores, cuando como cuerpos nos desintegremos. Mientras sea esta nuestra condición humana, avivemos el recuerdo de lo pasado como posibilidad del presente para encender así el fuego futuro con una nueva esperanza: el anhelo de perdurar movidos por una esencial utopía que no sea transhumana sino profundamente humana.
“Los dioses nos envidian porque somos mortales y cada instante nuestro podría ser el último.
Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más bella de lo que eres ahora.
Nunca volveremos a estar aquí”.
(Aquiles en Troya, de Wolfgang Petersen)...
Autora >
Liliana David
Periodista Cultural y Doctora en Filosofía por la Universidad Michoacana (UMSNH), en México. Su interés actual se centra en el estudio de las relaciones entre la literatura y la filosofía, así como la divulgación del pensamiento a través del periodismo.
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