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Pocas semanas atrás, El País Semanal publicaba una entrevista con el historiador de la cultura Orlando Figes bajo un titular llamativo: “El capitalismo hizo posible un canon cultural europeo”. Intrigado por esta afirmación, me puse a buscarla en su contexto. La conversación con Figes viene rodando sobre el impulso que para la música supuso, en el siglo XIX, la edición masiva de partituras y el desarrollo de la prensa, y es el periodista, Jesús Ruiz Mantilla, el que saca a colación el concepto de capitalismo para observar, por su parte, que fue éste el que proporcionó ese impulso. A lo que sigue la pregunta: “¿Fue fundamental para el tejido de la cultura esa lógica económica?”. La respuesta de Figes coincide con la frase que da título a la entrevista: “El capitalismo hizo posible un canon cultural europeo”. Réplica de Ruiz Mantilla: “Perfecto, pero ¿qué es el canon?”. Respuesta de Figes: “Pues el canon se ha convertido hoy en una especie de palabrota. Algo académico, como si se hubiera impuesto por una serie de autoridades viejas y grises a lo largo del tiempo, pero no es eso. Es algo que conforma el mercado en el XIX. Y funciona porque, si compones una ópera o escribes un libro de éxito que hiciera que funcionara la máquina de impresión o vendiera en las librerías, debías componer o crear algo popular. Así que lo que se impone como canon entonces son las creaciones más populares, no las escogidas o bendecidas por los expertos, sino por el público mayoritario. El canon estaba relacionado con el éxito. El mercado lo conforma. Y ahí existe un gran malentendido todavía. No debemos analizar el canon desde una perspectiva académica cultural. No tiene sentido. Hay que tener en cuenta las obras que funcionaban como negocio. No podemos mostrarnos ciegos en ese aspecto. Es la clave”.
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Confieso mi asombro antes estas palabras. No tengo a Figes por un idiota. Lo considero un excelente divulgador, autor de libros amenos y muy bien informados, que han conocido un éxito muy razonable, como El baile de Natacha y Los europeos (los dos en Taurus). Me sorprende, pues, que se revele tan despistado –y tan frívolo– por lo que respecta al canon y el modo en que ha venido constituyéndose.
En una de las estupendas columnas que, bajo el rótulo de “Marginalia”, escribe para el Quadern, suplemento cultural de la edición catalana de El País, Jordi Llovet manifestaba también su sorpresa ante las declaraciones de Figes. Según él, Figes “se decanta por una idea del canon literario que parece, ni más ni menos, que lo opuesto de aquello mismo que los grandes académicos del mundo entero han postulado: la superioridad de una serie de escritores y la mediocridad de otros”.
No sé yo si estos –“superioridad”, “mediocridad”– son los términos más adecuados para plantear la cuestión. El criterio de excelencia que consagra el canon no se ocupa –ni tiene por qué– de subrayar la mediocridad de nadie: simplemente destaca la importancia y la calidad de los autores que, a sus ojos, merecen una mayor y más constante atención.
El mismo Llovet lo reformula enseguida de manera algo más plausible: “Puede haber exageraciones y omisiones –dice–, pero el criterio de los que saben qué es la literatura [...] es, habitualmente, un criterio de calidad estética y poética, un criterio técnico que, dejando de lado circunstancias históricas determinadas, o modas y aficiones esporádicas de la clase lectora, privilegia obras que han sobrevivido a estados y naciones, opiniones académicas o no, y gustos y vindicaciones de determinados colectivos”.
Transcribo estas palabras y me percato de que siguen empleando términos cuestionables, que seguramente reclaman todo tipo de puntualizaciones. Lo mismo ocurre con las palabras de Italo Calvino que Llovet glosa en apoyo de las suyas, conforme a la cuales viene a decir que “la cosa es muy sencilla: el canon siempre se podrá definir sin herir la sensibilidad de nadie cuando un libro haya conseguido superar las modas y las circunstancias, y emane una lección inmarcesible y continuada en el tiempo, más allá de las listas de los ‘más vendidos’”.
La verdad es que se hace bastante difícil, en estos tiempos, defender un concepto de canon que no se sirva de categorías que tienden a estimarse, no sin buenas razones, obsoletas. No es sólo que los conceptos de autoridad y de excelencia que el canon presupone lleven mucho tiempo en crisis. También lo está el concepto de posteridad –por no hablar de otros aún más chirriantes, como “inmortalidad” o “eternidad”– en el que el canon tácitamente se proyecta.
No es mi propósito, en esta columna, proponer ninguna definición de canon. Ni siquiera plantear una cuestión sin duda llena de interés, que no carece de relevancia y que merecería ser tratada con mucha más extensión: la de si en la actualidad cabe postular algún concepto de canon valedero, funcional, útil, ideológicamente neutro, dinámico. Los prolegómenos necesarios para abordar una cuestión así impiden casi plantearla con eficacia, invitando a aceptar el canon poco menos que como un hecho dado.
Me basta por ahora con volver sobre las declaraciones de Figes, que no apuntan tanto a refutar el concepto de canon, o a cuestionarlo, como a redefinirlo –y reinstaurarlo– del peor modo: en función del éxito comercial.
¿Conformismo, cinismo o simple obcecación? Las tres explicaciones sirven a la hora de justificar la pretensión de que es el mercado el que conforma el canon.
No es así. Cabe polemizar acerca del sentido, del interés o del valor de un canon establecido –como parece serlo el canon más conspicuo– “desde una perspectiva académica cultural”, como dice Figes. Pero la clave de la cuestión queda lejos de ser, como él mismo pretende, el éxito comercial.
El canon europeo (lo de “europeo” fue una redundancia hasta hace bien poco) no es una creación del siglo XIX. No es tampoco una creación del capitalismo, entre otras razones porque existía antes que él. Antes de la expansión de la prensa, antes de la existencia de nada que pudiera ser asimilado a un “gusto público”, ni siquiera al concepto de “público”, antes incluso de la invención de la imprenta.
El mismo concepto que Figes se hace de lo popular es equívoco. La literatura popular poco o nada tenía que ver con la que consagra en la actualidad como literatura o cultura de masas.
Pese a su desprestigio, pese a sus muy razonables cuestionamientos, el canon, o lo que entendemos por él, es todavía una de las pocas instancias que vuelca sombras sobre el éxito comercial
Pretender, como Figes, identificar canon y capitalismo es subvertir y aplanar un debate sin duda necesario a la hora de plantearse de qué mecanismos y herramientas culturales se dispone que sean susceptibles de ofrecer una resistencia a las dinámicas omnívoras del mercado.
Por lo demás, de la invalidez de las premisas de Figes es indicio significativo el hecho de que, pese a su desprestigio, pese a sus muy razonables cuestionamientos, el canon, o lo que entendemos por él, es todavía una de las pocas instancias que erosiona y vuelca sombras sobre el éxito comercial. Perpetuarse en las listas de libros más vendidos queda lejos de procurar, a los autores de esos libros, la tranquilidad de pertenecer a nada que quepa tomar, ni remotamente, como el canon.
La casualidad quiso que justo una semana después de publicada la entrevista con Figes, el mismo Ruiz Mantilla entrevistara, también para El País Semanal, a Arturo Pérez-Reverte, paradigma casi del escritor popular, exitoso, respaldado no sólo por un “público mayoritario”, como quiere Figes, sino también por la Academia y, cada vez más, por la crítica más complaciente. Si en la actualidad cupiera hacer un retrato robot del escritor canónico conforme a las tesis de Figes, saldría, casi con toda probabilidad, un perfil muy semejante al de Pérez-Reverte.
Y bien, para mi sorpresa, y en respaldo de lo que vengo diciendo, es nadie menos que Pérez-Reverte quien, en la entrevista mencionada, admite con humildad: “Yo no soy gran escritor. Soy un tipo que cuenta historias. Lo mejor que puedo. Cuando yo desaparezca nadie me va a recordar”.
“¿No cree que perdurará? Después de morir, ¿piensa que le seguirán leyendo?”, insiste, obsequioso, el periodista.
A lo que Pérez-Reverte responde: “Yo estoy seguro de que no, de que a los dos o tres años estaré olvidado, nadie me recordará, como a tantos otros”.
Pocas semanas atrás, El País Semanal publicaba una entrevista con el historiador de la cultura Orlando Figes bajo un titular llamativo: “El capitalismo hizo posible un...
Autor >
Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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