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Recuerdo en una fiesta no saber qué decía. Lo que es lo contrario a no saber qué decir. La belleza de mi interlocutora me copaba, y las palabras salían desordenadas de mi boca, con frases como “si fuera un coche, querría ser tu coche”. Y, en efecto, quería ser su coche, su ropa minúscula, su mano o su boca. Ella y yo asistíamos a mis palabras como quien asiste al jazz o a una catarata. Recuerdo estar en un coche apretujado rumbo a ningún sitio. Apenas nos habíamos conocido, pero nos pedíamos besos, que nos dábamos. Eran besos ciertos. Salían de una máquina que no podía dejar de fabricarlos. Recuerdo una vez en la que éramos tres en una moto, hacia el bosque, en el que hicimos el amor. Tres somos muchos, de manera que uno siempre molesta. Omitimos esa molestia porque tan solo era una molestia más, como levantarse temprano y trabajar. Después, desnudos, fumando, mirando la ciudad, hablamos sobre el futuro. Eran proyectos inverosímiles, torpes y sin orden alguno, como nosotros. Recuerdo una playa con un buque encallado, ya oxidado. Sus puertas se abrían con dificultad. Hoy ya será imposible abrirlas. Lo que dibuja a la perfección no solo el óxido, sino también mi edad, que me separa de mis edades anteriores, esas puertas bloqueadas. Tras una puerta oxidada queda ese mundo que pisé y que he olvidado. En ocasiones intento recordarlo. No lo consigo, pero lo imagino protegido por una puerta sellada por la herrumbre, que veta a la mirada una sala repleta de tanta vida que no hay óxido, sino colores y plantas en un desconcierto bello y salvaje, y que nadie verá nunca jamás. Recuerdo que alguien había traído al barco un ordenador que emitía música, que nos acariciaba la cabeza. Desnudos en la noche, nosotros nos acariciábamos el resto. Disponíamos de una capacidad densa, desconocida, caótica, de entregarnos. Teníamos tanto de nosotros que podíamos darlo todo y, aún así, seguir vivos. Por eso, desconcertados, no sabíamos qué decíamos, lo que es lo contrario a no saber qué decir.
Vivir es perder habilidades, no ganarlas. Y, de entre todas ellas, la habilidad más añorada, la primera perdida, la mayor joya extraviada e imposible de recuperar, no es otra que la torpeza.
Recuerdo en una fiesta no saber qué decía. Lo que es lo contrario a no saber qué decir. La belleza de mi interlocutora me copaba, y las palabras salían desordenadas de mi boca, con frases como “si fuera un coche, querría ser tu coche”. Y, en efecto, quería ser su coche, su ropa minúscula, su mano o su...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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