El pito del sereno
Érase una vez…
Con las plataformas enfrascadas en la oscuridad y el cine dedicando la mayor parte de sus energías a películas de superhéroes y otros proyectos de mínimo riesgo, puede resultar difícil encontrar un cuento satisfactorio
Elena de Sus 7/12/2021
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En Hombres fuera de serie [sic] (Ariel, 2014), el periodista Brett Martin cuenta cómo HBO, por aquel entonces una cadena de televisión de pago por cable, y otros canales minoritarios en Estados Unidos decidieron, a partir de finales de los 90, apostar por la producción de contenidos de calidad que les permitieran diferenciarse. Para ello, otorgaron a los señores creadores o showrunners una gran libertad para innovar, tanto en lo narrativo como en lo formal, que no existía en las grandes cadenas de televisión en abierto, dependientes de la publicidad y preocupadas por no perturbar al gran público estadounidense.
Estas condiciones dieron lugar a lo que Martin llama “la tercera edad de oro de la televisión” con grandes series como Los Soprano (1999), Mad Men (2007) o Breaking Bad (2008). Más adelante, otras quisieron seguir su estela, como Peaky Blinders (2013) o Vikingos (2013), mientras el mercado de las plataformas de contenido a la carta se desarrollaba. Muchas de estas series cuentan, de forma visualmente explícita, historias duras y complejas protagonizadas por hombres carismáticos y moralmente turbios, que pueden encajar en el mito del emprendedor.
House of Cards (2013), la versión de Netflix de una serie británica de éxito, que, según hizo saber la empresa, se apoyaba en el big data para crear un producto lo más atractivo posible para su público, seguía también ese patrón de ascenso de un protagonista masculino inteligente y amoral en un mundo violento y cruel.
Estos antihéroes de la ficción, más o menos complejos, se convirtieron, irónicamente, en ídolos sin matices para una parte de su público. Sucedió lo mismo con el protagonista de la película El lobo de Wall Street (2013), de Martin Scorsese. En internet circulan memes con sus rostros y la frase “You’re missing the point by idolizing them” (“no entiendes el mensaje si los idolatras”). Esto solo es cierto en parte.
Lanzada en los años de la crisis, con la resaca del rescate público a los bancos de inversión en Estados Unidos, parece claro que Scorsese y compañía no plantearon El lobo de Wall Street con el objetivo de ensalzar las acciones de su protagonista, el broker y estafador Jordan Belfort. Sin embargo, es normal que una parte del público no pille el mensaje y vea a Belfort como un modelo a seguir porque la suya es, pese a todo, una historia de éxito personal, y es muy difícil, diría que imposible, aplicarle una moraleja al éxito.
Juego de Tronos (2011), pese a ser un relato coral, sin un protagonista definido, se enmarca también en un mundo cruel donde apenas es posible confiar en nadie y los individuos deben valerse de su ingenio y de la suerte para sobrevivir y prosperar.
Siempre me llamó la atención que, en esa época, la intelectualidad de un partido emergente de izquierdas, Podemos, tomara ese relato de las despiadadas luchas de poder entre señores feudales que manejan según sus intereses familiares a una plebe ignorante y bruta como inspiración para su crecimiento político.
Hoy en día, la moda es otra. Algunas de las principales series de éxito recientes como El cuento de la criada (2017) o El juego del calamar (2021) también son relatos de un mundo cruel, con altas dosis de violencia explícita, pero ya no narran las artimañas de uno o varios emprendedores carismáticos para prosperar en él, sino el sufrimiento de los indiscutiblemente oprimidos. Otras producciones como Succession (2018) o incluso Élite (2018) tratan las miserias de las clases altas. En la temporada más reciente de Peaky Blinders, Tommy Shelby encuentra un enemigo más poderoso y más inmoral que él, ante el cual nuestro protagonista se queda, por primera vez, sin respuestas.
Desde grupos de izquierdas, especialmente los ecologistas, se ha analizado la tendencia cultural de lo distópico, que se ha relacionado con un sentimiento de angustia ante la crisis social y climática, y se ha abogado por la reivindicación y creación de relatos utópicos, que ayuden a imaginar un futuro mejor y luchar por él. Es el caso de Layla Martínez o el colectivo Contra el diluvio. La esperanza es, hoy, a estas horas, un proyecto contracultural.
Yo no aguanté más de dos temporadas de El cuento de la criada y acabé El juego del calamar por presión social, empleando toda mi fuerza de voluntad en no abrir Google para hacerme spoiler a mí misma, porque quería saber cómo terminaba la historia sin tragarme las nueve horas de crueldad, sufrimiento y muerte.
La trama de este éxito mundial encierra una evidente crítica del capitalismo actual, y más concretamente de su variante surcoreana. Busca reflejar de un modo brutal la injusticia del sistema, y así lo percibimos quienes hemos desarrollado esa sensibilidad a través de la experiencia.
Sin embargo, no parece que esto haya causado el mismo impacto a las personas que abrieron en Los Ángeles una hamburguesería temática donde se emitía la macabra serie a los comensales, ni a quienes han consumido ahí, ni a Mr.Beast, el popular youtuber que organizó una exitosa recreación de los juegos con participantes reales, un buen premio y un reglamento algo menos contundente que el original.
Existe la creencia de que hay una verdad oculta, y el desvelamiento de esa verdad llevará de alguna forma al establecimiento de la justicia. Se emplea este argumento con la cuestión migratoria o la de las residencias de ancianos, y en ambos casos se demuestra de vez en cuando que no es así. La verdad no sirve de mucho sin una fuerza que la pueda empujar. Y ni siquiera está tan oculta.
Entre los más ricos y otros grupos sociales cada vez son menores los esfuerzos por mantener las formas, lo cual incluye lo de ocultar y mentir. Pienso que el trumpismo, por más que nos empeñemos en mirarlo desde otros ángulos, se caracteriza por su transparencia, y es apreciado por ella.
Con las series bandera de las plataformas enfrascadas en la oscuridad y el cine convencional dedicando la mayor parte de sus energías a películas de superhéroes y otros proyectos de mínimo riesgo, puede resultar difícil encontrar un cuento satisfactorio.
Personalmente, en una nueva manifestación de lo cómica que es mi vida, he descubierto que mi cerebro frito disfruta bastante… las películas infantiles.
Me gusta Shrek (2001), una cinta que ha aguantado bien el paso de estas dos décadas. La trama comienza con la persecución de diversas criaturas que deben huir del reino de Duloc. Los exiliados van a parar a la ciénaga donde vive el ogro al que llamaremos Shrek, perturbando su muy apreciada soledad. Shrek acude de mala gana al turistificado reino para exigir una solución. Ahí, el malvado príncipe aprovecha para externalizar en nuestro héroe (Shrek no es un antihéroe, sino un héroe verde y con barriga) una arriesgadísima misión. Contra todo pronóstico, acaba formándose una variopinta alianza que logra superar las adversidades y, lo que es mejor, al final bailan todos juntos un temazo. No sé, yo lo agradezco.
En Hombres fuera de serie [sic] (Ariel, 2014), el periodista Brett Martin cuenta cómo HBO, por aquel entonces una cadena de televisión de pago por cable, y otros canales minoritarios en...
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Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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