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No es ningún secreto. Desde los albores mismos de la humanidad, el mundo entero se ha sostenido y apoyado en los brazos de las mujeres que, generación tras generación, nos han acunado entre ellos. Una red tan tupida como invisible de mujeres envueltas en una eterna letanía de canciones de cuna, pañales sucios, amorosas regañinas, abrazos y dolores de espalda que ha permitido la supervivencia y aún la prosperidad del ser humano hasta nuestros días.
Las mujeres no sólo cuidan –cuidamos– de nuestros hijos, sino también de los hijos de nuestros hijos, de nuestros sobrinos, de nuestros hermanos dependientes, de nuestros padres y los padres de nuestras parejas, y a menudo incluso de nuestros maridos, en teoría adultos plenamente funcionales. También cuidamos por dinero a los hijos y a los padres de otras mujeres, a veces incluso en detrimento de cuidar a nuestra propia familia. Las mujeres han llegado con frecuencia a amamantar a bebés ajenos, salvándolos así de una muerte segura en los tiempos, no tan lejanos, en los que no existía la moderna leche de fórmula.
Yo nunca tuve el menor instinto cuidador, contrariamente a lo que los dictados de la biología y esa pseudociencia que es la evo psych presuponen. Me recuerdo ya desde niña rechazando asqueada los bebés de plástico y exigiendo muñecas con apariencia adulta, representaciones de mujeres libres e independientes que no necesitaban de mis mimos ni del despliegue de mi presunto –más bien ausente– instinto maternal. Aún más, cuando empecé –fallidamente– a estudiar Magisterio Infantil, lo hice movida por la diversión que me generaba el trato con los niños, por disfrutar de su compañía y ocurrencias y por el gozo y el privilegio de verles florecer, pero seguía entendiendo los cuidados como una parte colateral de mi trabajo, un molesto y poco interesante efecto secundario de mi actividad. Me veía a mí misma guiando a niños de cuatro o cinco años a través de sus primeras letras temblorosas, o quizá en una guardería escuchando día a día como los torpes balbuceos infantiles se transformaban en vocalizaciones deliberadas e inteligibles hasta formar palabras con sentido. Me conmovía –todavía lo hace– poder asistir y encaminar a los críos en su conquista de lo simbólico. Nunca pensaba en cambiar pañales, limpiar mocos, dormir a otro ser humano en mis brazos, consolar llantos, meter cucharadas de comida en la boca. Lo asumía, como digo, como una parte inevitable de mi trabajo, pero nunca fue mi meta. Si hubiera podido verme a mí misma ahora, no podría haberme sentido más decepcionada.
Incluso, cuando empecé a trabajar con niños, hace ya muchos años, al principio lo hice sólo como profesora particular de críos ya grandecitos. Seguía sintiéndome incapaz de responsabilizarme de alguien totalmente dependiente. No me atraía la idea y casi me producía desprecio.
Tuve que cambiar rápidamente de opinión cuando emigré. Mis opciones, hablando apenas un inglés zarrapastroso y sin ningún título universitario, eran muy escasas. Pero ser mujer y pobre me habilitaba mágicamente, descubrí, para postularme como cuidadora. Y así fue como, sin ni siquiera detenerme a pensar en lo que estaba haciendo, me convertí primero en au pair y después en niñera interna durante un buen puñado de años.
No fue la sed de aventura la que me llevó a emigrar primero a Holanda y después a Suiza, sino únicamente la necesidad. La necesidad de sobrevivir, de tener un techo aunque fuera compartido y un sueldo aunque fuera escaso. La necesidad de tener una vida aunque fuera en un idioma ininteligible. Aunque se tratara de una vida a medias, constreñida y dedicada a servir a otros, a proporcionarles, a ellos sí, vidas plenas. Nadie nace con vocación para el sacrificio, para ver sus sueños arder en una pira, y yo no fui una excepción. Pero lo hice. Me dediqué a cuidar y a servir, como habían servido mis abuelas hace muchas décadas, y probablemente las abuelas de mis abuelas.
Hablo poco de los doce meses que pasé viviendo en Holanda. Hay un motivo para ello: en Holanda fui bastante feliz y ser feliz no me da mucho juego narrativo. Al público le gusta el salseo. No es que los holandeses sean, en términos generales, personas mucho mejores que los suizos, pero yo tuve suerte. Me fui a trabajar de au pair para una familia de alemanes que vivía en los Países Bajos y que cuidaron de mí al mismo tiempo que yo, solícita, aprendía a cuidar de sus hijos. Durante mucho tiempo ni siquiera consideré que lo que yo hacía era trabajar.
Bueno, me levantaba temprano y tenía asignadas numerosas tareas que consumían la mayor parte de mi día hasta que llegaba el anochecer. Pero me trataban realmente bien, los niños me querían, comía de fábula, mi habitación –para mi uso exclusivo– tenía casi 20 metros cuadrados y la decoraron a mi gusto, mi baño tenía su propio balcón lleno de geranios, etc. Así que, en fin, pese a las numerosas evidencias (un horario, un sueldo, vacaciones y días libres consensuados, asignación de responsabilidades, peticiones de informes verbales, tareas que cumplir) no pensé que lo que yo hacía allí era exactamente trabajo.
El trabajo de las mujeres nunca es exactamente trabajo, es otra cosa. Son quehaceres, tareas domésticas, son sus –nuestras– labores. Mis abuelas y las abuelas de mis abuelas no trabajaban: si acaso servían. El trabajo de cuidados es todavía menos trabajo, porque lo haces desde el amor y la abnegación, y no porque necesites ganarte las lentejas de algún modo. El trabajo de cuidar a menores en sus propias casas, pese a lo delicado y complejo que puede llegar a ser, directamente se suele considerar un hobby, un entretenimiento apropiado para señoritas, un pasatiempo para distraerlas y entrenarlas mientras les llega el momento de cuidar de sus propios hijos. Rara vez se entiende como una labor verdaderamente susceptible de profesionalizarse, salvo que seas la niñera del futuro rey de Inglaterra o alguna pijada por el estilo.
Me convertí en parte de aquella red tupida e invisible de cuidados que sostiene al mundo sin dejar de pensar que se trataba de una actividad menor o que tenía suerte de que al menos me pagasen por hacerlo. Negándome a creer que aquello fuera un trabajo.
No es ningún secreto. Desde los albores mismos de la humanidad, el mundo entero se ha sostenido y apoyado en los brazos de las mujeres que, generación tras generación, nos han acunado entre ellos. Una red tan tupida como invisible de mujeres envueltas en una eterna letanía de canciones de cuna, pañales sucios,...
Autor >
Adriana T.
Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).
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