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Niñering

Europa y la pobreza

A aquella jefa le gustaba explicarme que el problema de los países mediterráneos (ella tenía familia en Italia, ¡sabía de lo que hablaba!) era que a la gente se le caían los anillos por coger trabajos que no fueran exactamente de lo suyo

Adriana T. 22/11/2021

<p>Viaje en barco a Lucerna (Suiza).</p>

Viaje en barco a Lucerna (Suiza).

Ana Rey (CC BY-SA 2.0)

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Descubrí que cuidar no estaba tan mal. Que mis miedos iniciales a responsabilizarme de una criatura del todo dependiente no eran infundados en absoluto, pero que aún así podía hacerlo. Aprendí a lidiar con la carga física y mental del trabajo de cuidados y en cuanto tuve la oportunidad, ya en Suiza, logré un contrato formal como empleada doméstica en lugar de la mierda de contrato de au pair, que de todas maneras todas las familias trampeaban. No era el trabajo bien pagado y mejor considerado de maestra con el que yo había soñado hacía ya muchos años, pero me podía ganar el sustento por mí misma por primera vez en mucho tiempo. El idioma era una putada, el clima desapacible y los niños tampoco eran siempre las criaturas dóciles y agradecidas que yo hubiera querido, pero encontré que tenía fuerza suficiente dentro de mí para batallar con todo aquello.

Con todo, la parte más complicada del au pairismo no eran los niños, ni manejarme con la abstrusa lengua de Goethe, ni las horas de lluvia y oscuridad, ni tan siquiera la anodina gastronomía, soportable para un paladar poco educado como el mío. Lo peor, como es evidente, eran los padres. Me di cuenta de que, a menudo, las personas adultas parecían ser conscientes de alguna manera de estar aprovechándose de su au pair, y se sentían extrañamente culpables por ello. Culpabilidad que exteriorizaban y trataban de aplacar de las maneras más absurdas y retorcidas.

Tengo varias historias al respecto. Intentaré recordar un par. La madre de la primera familia para la que trabajé en Suiza trataba de fingir que teníamos una relación de amistad. Bueno, yo siempre me relaciono en términos cordiales o incluso amistosos con la gente para la que trabajo tan estrechamente, así que al principio no me di cuenta de la jugada. Mi ingenuidad daría para otra columna, pero no hablamos de eso ahora. El caso es que a aquella mujer le ponía de los nervios tener que darme órdenes, porque ella era una tipa concienciada y amable que nunca tendría criada, así que resolvía sus contradicciones internas confiando en que yo me anticipase a todos sus deseos, incluso si estos no habían sido expresados verbalmente, como las dos buenas amigas que éramos. El día en que, hastiada de aquel estúpido juego, le pedí instrucciones explícitas y le reproché que no podía leer mentes, me gritó desesperada que me había contratado porque yo era muy inteligente y la gente inteligente como yo no necesitaba recibir órdenes. Poco más tarde lloró abiertamente porque no le gustaba “sentirse una jefa” (sic) en su propia casa. Aquello fue un papelón de órdago, yo no sabía dónde meterme, qué hacer ni qué decir, pero en cualquier caso mi situación era bien jodida. No bromeo en absoluto cuando digo que creo que fue en esa época cuando empecé a perder a matojos el pelo de una sien que todavía no he conseguido recuperar del todo.

Por suerte logré escapar de aquella casa de locos a los pocos meses.

Con la siguiente jefa tuve un poco más de suerte, pero tampoco mucha. No fingía ser mi amiga y me explicaba lo que esperaba de mí con absoluta claridad, cosa que agradecí, pero a esta, movida también por otra clase de culpa, le gustaba jugar a que yo ya no era pobre. Le decepcionó que yo no la secundase en sus fantasías.

La cosa empezó cuando notó que yo salía poco, más allá de dar largos paseos por los bosques y barrios cercanos, siempre evitando la cercana y carísima ciudad de Zúrich, así como el hecho de que no mostraba mucho interés en hacer turismo por el hermoso país. Al principio me hacía amables recomendaciones de cosas chulas para ver en Suiza. Montañas, lagos, restaurantes, barrios bonitos, tiendas interesantes. Recomendaciones que yo agradecía y obviaba sistemáticamente. Con el tiempo, las recomendaciones empezaron a parecer más bien sugerencias y, un poco después, se transformaron en órdenes francas.

“¿¡Pero por qué no vas este finde a esquiar a la Montaña Tal y Cual que está super bien!?”, exclamó un día con furia durante la cena, abandonando ya todo disimulo. Decidí que si habíamos dejado ya de ser educadas la una con la otra, no iba a tener ningún problema en responder con la verdad.

— Bueno, es un plan bastante caro.

Me encogí de hombros. Confiaba en que pillase la indirecta. Caray, apenas me pagaba poco más de lo obligatorio por ley y siempre una semana tarde. Yo tenía que hacer muchas horas extra para lograr un sueldo decente. Aquello la horrorizó por completo, pero no lo dejó correr.

— Pero tú estás ganando dinero, te lo puedes permitir.

Me quedé mirando al infinito. Ella sabía perfectamente lo que yo me podía permitir y lo que no. Por fin empecé a adivinar de qué iba todo aquello. Se había tragado de verdad, o quería tragárselo, el cuento de que yo estaba en Suiza para disfrutar de sus verdes prados, su melodioso alemán, su exquisito sistema de reciclaje de basuras y sus generosas oportunidades laborales.

— Intento ahorrar todo lo que puedo.

Fue todo lo que acerté a decir. No creía que tuviese que dar explicaciones sobre lo que yo hacía con mi propio dinero, era un límite con el que no quería transigir. Ella puso los ojos como platos y volvió a la carga.

— Ahorrar. ¿Para qué?

— Para cuando vuelva a España, claro.

— Pero tú no tienes que volver a España. Te estamos dando la ocasión de pasar aquí un tiempo para que aprendas alemán y encuentres un trabajo en Suiza.

Este es mi trabajo en Suiza, pensé, y ni borracha me voy a quedar para siempre en este país de tarados, pero supe que no debía decir aquello y opté por cerrar el pico. Me di cuenta de que ella pensaba en mí como en una obra de caridad a la que iba a espabilar en unos meses. En cuanto yo probase el embriagador aroma del capitalismo funcionando a plena potencia ya nunca querría volverme a mi reino bananero lleno de sanidad pública, gente que no sabe ser rica y parados de larga duración.

A aquella jefa le gustaba explicarme que el problema de los países mediterráneos (ella tenía familia en Italia, ¡sabía de lo que hablaba!) era que a la gente se le caían los anillos por coger trabajos que no fueran exactamente de lo suyo. Me hubiera gustado contarle a qué tipo de trabajo habría podido aspirar en España una mujer con tres niños pequeños y una formación académica correcta pero más bien mediocre como la que tenía ella, pero nunca lo hice. No habría ganado nada poniéndome impertinente.

Hubo más anécdotas de este tipo con otros jefes y con los amigos de esos jefes. Me di cuenta de que a los suizos les gustaba pensar, no sin cinismo, que me estaban dando una oportunidad al permitirme formar parte del servicio doméstico, en lugar de alegrarse con franqueza de tener a su disposición a todas las pringadas pobres y semicualificadas de Europa. Rara vez discutí con ellos. Más allá de convertirme en cuidadora, aprender a morderme la lengua fue quizá la habilidad más dura y también más útil de todas las que tuve que desarrollar en mis años como au pair.

Descubrí que cuidar no estaba tan mal. Que mis miedos iniciales a responsabilizarme de una criatura del todo dependiente no eran infundados en absoluto, pero que aún así podía hacerlo. Aprendí a lidiar con la carga física y mental del trabajo de cuidados y en cuanto tuve la oportunidad, ya en Suiza, logré un...

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Adriana T.

Treintañera exmigrante. Vengo aquí a hablar de lo mío. Autora de ‘Niñering’ (Escritos Contextatarios, 2022).

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