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REENFOQUE

Europa descentrada y el fin de la hegemonía occidental

Toca pensar en un Occidente no dominante, sabiendo que en la misma ‘provincia Europa’ algunos no hemos dejado de ser internamente periféricos

José Antonio Pérez Tapias 30/12/2021

<p>Mapa del mundo (1689).</p>

Mapa del mundo (1689).

Gerard van Schagen

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Quien no está atento a los signos de los tiempos corre el riesgo de quedar como anacrónico en su propia época. Ese peligro no se cierne sólo sobre los individuos, con los problemas de desajuste que pueden producirse en sus propias vidas entre sus pretensiones y el mundo en el que están inmersos, sino que también puede afectar a sociedades y culturas cuando permanecen atrapadas en una comprensión de sí mismas, mayoritariamente compartida en su seno, en virtud de la cual su imaginario colectivo les juega la mala pasada de mantener la creencia de vivir en un mundo que en realidad ya no es como lo pintan sus construcciones ideológicas. Las consecuencias de semejante falta de realismo crítico pueden ser nefastas, agravándose a medida que se ensancha la distancia entre lo ilusorio y lo real, dando pie a que incluso fantasías sostenidas por muchos traten de cubrir esa distancia sirviéndose de fragmentos de realidad que, como material de derribo, aún permiten apuntalar un edificio que amenaza ruina. Tal cosa puede ocurrir si los efectos del mencionado desajuste llegan al campo de la economía, al tejido de las relaciones sociales, a la legitimidad de las instituciones políticas o al ámbito en el que se hilvanan los significados sobre cuya retícula una cultura da expresión a las experiencias de sentido que en ella puedan alumbrarse. Todo ello cabe decirlo, sin necesidad de dramatismo sobreactuado, pero sí con la urgencia de que sea tomado en serio, respecto al referente cultural y a la realidad geopolítica que llamamos Occidente y, dentro de ese marco, a lo que es y representa o quiere representar Europa. 

Diagnósticos en torno a una crisis largo tiempo gestada

Cualquiera puede pensar que llegamos tarde a plantear dicha cuestión. Es fácil que de inmediato venga a la memoria La decadencia de Occidente, obra de Oswald Spengler cuyo primer volumen vio la luz en 1918 y que tuvo una fuerte influencia en el periodo de entreguerras, sobre todo en Alemania –el germanocentrismo de Heidegger, por ejemplo, no fue ajeno a dicho influjo–, donde, por otra parte, sus apelaciones a la vuelta “a la tierra y a la sangre” para salir de una profunda crisis cultural, con sus repercusiones sociopolíticas, fueron tomadas de la peor manera por el nazismo. La temática o, mejor, la problemática ha dado muchas vueltas a lo largo del siglo XX, pudiéndose mencionar a ese respecto el impactante escrito Dialéctica de la Ilustración, de Horkheimer y Adorno, el cual, señalando el fondo de la crisis de la cultura occidental, cuando ésta salía de la negativa experiencia de la barbarie nazi y sus campos de exterminio, se contraponía al diagnóstico spengleriano. No hay que olvidar que de éste dijo Adorno, décadas atrás, que había de ser tomado en serio, pues pudiera verificarse, que es lo que efectivamente ocurrió cuando la llamada “a la tierra y a la sangre” encontró la respuesta que antes nadie se atrevió a imaginar. Por otra parte, dirigiendo la mirada a nuestro tiempo de fines del siglo XX y comienzos del XXI, igualmente podemos hallar diagnósticos epocales en los que se manifiesta el eco de la crisis de la modernidad, tal como en España lo hicieron Rafael Argullol y Eugenio Trías cuando reflexionaron sobre ello bajo el título El cansancio de Occidente o, más recientemente, cuando el filósofo granadino Luis Sáez nos confronta en su libro El ocaso de Occidente con las patologías civilizacionales de la realidad en que vivimos

Entre fines del siglo XX y comienzos del XXI, podemos hallar diagnósticos epocales en los que se manifiesta el eco de la crisis de la modernidad

No hay que perder de vista que en dirección contraria a los analistas de la decadencia o el ocaso de Occidente se sitúan quienes no dejan de exaltar su esplendor, y si otros cargaron las tintas sobre los logros políticos y culturales del mundo occidental, como hacía Max Weber subrayando la especificidad de su racionalismo, otros lo hacen enfatizando el expansivo poderío de su capitalismo, habida cuenta que se considera producto de dicho mundo. Situados en esa posición, reforzada bajo el paradigma neoliberal en las últimas décadas, tanto se exalta la universalización del par formado por Occidente y su capitalismo como la solidez inquebrantable de éste tal como se subraya desde el “realismo capitalista” descrito por Mark Fisher, haciéndose eco del famoso lema de Margaret Thatcher “no hay alternativa”. Tan entusiastas espíritus neoliberales vienen a confirmar el dicho difundido por Frederic Jameson –parece que Žižek le disputa la paternidad– acerca de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Tal fe tan occidentalista como capitalista se vio expresada por Francis Fukuyama cuando a resultas de la caída del muro de Berlín en 1989 y de la posterior disolución de la URSS en 1991, es decir, cuando quedó finiquitado el conflicto de bloques de la Guerra Fría, escribió El fin de la historia. Su hegelianismo conservador le dio a pensar que el enigma de nuestro tiempo quedaba resuelto, para sostener que en adelante a la historia le quedaba la expansión de la democracia liberal y el mercado capitalista, teniendo por delante todo un campo que iba a roturar el proceso de globalización que con ello cogió fuerza. 

No es asunto menor que Fukuyama plasmara una visión tan etnocéntrica como pronóstico a favor del imperialismo estadounidense, entrando éste en nueva fase una vez retirado de la escena el comunismo soviético. Tal visión es distinta de la posterior de Samuel P. Huntington en su Choque de civilizaciones, tan etnocéntrica como la de Fukuyama, pero escorada hacia un repliegue defensivo de Occidente ante lo vislumbrado como tal colisión, sin que tal planteamiento a la defensiva no dejara de tener a los EE.UU. como protagonista fundamental. Interesa destacar que tanto en el pronóstico del primero como en el del segundo, Europa quedaba en posición subalterna respecto de los EE.UU., lo cual, respondiendo de suyo a la facticidad política europea, anticipaba por parte de ambos lo que habría de ser una Europa –en términos más explícitamente políticos, una Unión Europea– descolocada en medio de la reconfiguración en curso del orden mundial. Tal desubicación no dejaba de ser en cierto sentido paradójica, dado que la misma exaltación de un Occidente con centro de gravedad en los EE.UU. recogía la herencia de un Occidente que en sus previos siglos de modernidad se pensó en términos eurocéntricos. Fueron los tiempos de los imperios coloniales europeos, cuando Francia y Reino Unido dominaron la escena mundial, una vez desplazado el imperio español de su anterior hegemonía, así como frenada la expansión colonial portuguesa, realidades ambas propias de aquella primera modernidad de los siglos XVI y XVII, como bien lo subraya Enrique Dussel en sus estudios histórico-filosóficos. A finales del siglo XX y en estas primeras décadas del XXI tenemos que Europa sigue descolocada en medio de un proceso de globalización intensificado, con lo que su viejo eurocentrismo, que perdura en el imaginario cultural europeo con los consiguientes efectos políticos, queda cada vez más como mitificada visión que los hechos desmienten a cada paso. Siendo eso así, hay que añadir que ahora se ve fuertemente cuestionado no sólo ese eurocentrismo fácticamente desplazado en el interior del mismo Occidente, sino también lo que podemos llamar el occidentalocentrismo que le ha seguido como prolongación de la autocomprensión etnocéntrica que acompañó a la modernidad como el marco de su conciencia cultural. 

Desde los espacios culturales y políticos no occidentales de nuestro mundo no se acepta ya la hegemonía de Occidente

Ahora no estamos en el fin de la historia. ¿Estamos, sin embargo, en el fin de Occidente? Si por determinadas causas puede pensarse que es así, ¿en qué sentido? ¿Podemos ver, parafraseando el dicho citado anteriormente, el fin de Occidente sin que sea el fin del capitalismo? Si eso se diera, los apologetas del Occidente capitalista, identificado con el capitalismo occidental ya globalizado, verían refutados su etnocentrismo aunque no fuera así respecto a su dogmática neoliberal, lo cual podría dar pie a decir que llevaban razón los profetas de la decadencia occidental, fuera en una versión u otra. Lo curioso del caso, dicho coloquialmente, es que entonces el Occidente que ha globalizado su cultura por su dominio neocolonial hasta hacer de ella una “cultura-mundo” –trasunto en páginas de Gilles Lipovetsky de las teorizaciones de Wallerstein acerca del sistema-mundo– es el mismo que en su reverso lleva los factores de su decadencia. 

Los procesos y hechos que actualmente estamos viendo y viviendo obligan a algo más que a matizar las conclusiones que, como se acaba de señalar, puedan delinearse, aunque sea interrogativamente. No se debe prescindir de una constatación inexcusable: tanto los apologetas neoliberales como los analistas filosóficos de la decadencia establecen sus pronósticos desde dentro de la cultura occidental, sea para seguir anunciando una explosión de Occidente que se expande por el mundo, sea para advertir de la amenaza de un final de Occidente por una suerte de implosión como resultado de la colisión en su interior de fuerzas antagónicas. No siendo despreciables consideraciones de tal índole, sino todo lo contrario, lo que queda por tratar es justamente lo que acontecimientos actuales, cual signos de nuestro tiempo, muestran como señales de que el tiempo de Occidente, más exactamente el tiempo de la hegemonía planetaria de Occidente, se ha acabado, ocurriendo así porque, mal que les pese a los occidentales que no quieran asumirlo, desde los espacios culturales y políticos no occidentales de nuestro mundo no se acepta ya tal hegemonía. 

Señales de un menguante dominio sin hegemonía   

Si el rastreo retrospectivo de los diagnósticos de un Occidente en crisis pueden remontarse hasta Nietzsche, para las raíces del quebrantamiento de su hegemonía cultural, correlativa a una progresiva mengua de lo que ha sido su dominio planetario en los pasados siglos –dominio mantenido en las décadas finales del siglo pasado en clave de globalización, después de que los países occidentales se repusieran primero, por distintas vías, de los desastres de la II Guerra Mundial, concentrada sobre Europa salvo la extensión de la misma en Japón, y de que quedara atrás después el conflicto entre bloque capitalista y bloque comunista–. En nuestra actualidad más reciente encontramos esas aludidas señales que indican que la hegemonía de Occidente ha llegado a su fin, aunque aún no esté consumado dicho desenlace como algo patente. La misma incapacidad de Occidente para afrontar la pandemia de covid-19 con criterios consonantes con lo que es una crisis sanitaria global –lo evidencia el localismo de lo que se ha llamado el nacionalismo de las vacunas, desatendiendo de hecho la perentoria necesidad de hacer accesibles las vacunas a países que no pueden financiarlas para toda su población–, muestra una incapacidad de liderazgo que refuta el papel que todavía pretende en el mundo. 

En un contexto internacional en el que las crisis se sobreponen, desde las económicas hasta la medioambiental, pasando por las sociales y políticas, basta ir tomando nota de hechos particularmente significativos para levantar acta de una pérdida de relevancia de Occidente en la que se comprueba que incluso EE.UU. ve seriamente recortadas sus pretensiones de protagonismo. Hay que subrayar cómo a veces esa disolución de protagonismo se ve inducida por cuenta propia, como se ha visto con la retirada de las tropas occidentales de Afganistán decidida e iniciada por el gobierno estadounidense. El presidente Biden tenía reservada, al parecer, una sorprendente página para editarla en Kabul, recogiendo lo que su antagonista Trump había dejado preparado en negociaciones con los talibanes afganos relativas a la retirada de EE.UU. del país centroasiático, después de veinte años de ocupación. Lo relevante al caso, tras la toma de Kabul por los afganos el día 15 de agosto de 2021, haciéndose con el control del país, fue la caótica retirada que se emprendió, con fecha tope el 31 del mismo mes, la cual a duras penas permitió evacuar algunas decenas de miles de refugiados, dejando atrás incluso a muchos afganos que trabajaron para las fuerzas ocupantes de EE.UU. y demás países de la OTAN que participaron de la operación, incluida España. La irresponsabilidad política puesta de manifiesto en la manera de plantear la retirada es el reverso de la actuación al modo imperialista colonial en que se llevó a cabo la ocupación  de Afganistán, iniciada en 2001 tras los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York. El fracaso de EE.UU. en Afganistán, y de los países occidentales que le acompañaron, dando por consumada la derrota en una larga guerra, inútil respecto a los mismos objetivos con que se trató de justificar, es confirmación del engaño que se ha sostenido durante dos décadas. El presidente Biden, en sus declaraciones justificando la retirada –con notable deslealtad respecto a sus mismos aliados–, en un arrebato de sinceridad que es monumento al cinismo, reconoció que en realidad no se fue a Afganistán para proteger derechos humanos, instaurar democracia y reconstruir país, sino pura y simplemente para acabar con Bin Laden y la amenaza terrorista que recaía sobre EE.UU. 

Desde América Latina innumerables voces plantean un reenfoque hacia nuevas relaciones económicas, políticas y culturales, dirigiendo su mensaje hacia dentro

Tenemos, pues, que a la postre se dijo a las claras lo que todos podíamos saber; como pudo vislumbrarse que la ocupación, con la guerra que implicaba, terminaría en fracaso, tal cual advirtió Ahmed Rashid en su publicación, de 2009, Descenso al caos. EE.UU. y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central. Tan engañosa tarea, que se ha acabado justificando en términos de las perversiones de la posverdad, desgraciadamente va a seguir desde el discurso de una “misión cumplida” hasta la justificación de una acción humanitaria con la que se pretenderá blanquear las decisiones de Estados apresados entre su impotencia política y las pretensiones de un hegemonismo con resabios colonialista, el cual, de suyo y por otra parte, ni en conjunto pueden ya mantener. El mismo fracaso de una estrategia neoimperialista imposible de sostener evidencia que no sólo la hegemonía, sino el dominio de Occidente se encuentra resquebrajado. Los talibanes lo palpaban y actuaron en consecuencia, sin que ello, por otra parte, sume nada positivo a la negatividad de su fundamentalismo.  

Europa, que no fue tenida en cuenta para nada en la decisión sobre Afganistán, se vio de nuevo desplazada al poco tiempo cuando EE.UU., el Reino Unido –haciendo alarde de giro político tras el brexit– y Australia suscriben el “pacto indopacífico” o estratégico acuerdo de defensa alentando por el interés en poner freno al expansionismo de China. Aparte del efecto sobre una OTAN venida a menos, tal acuerdo corrobora las reubicaciones geopolíticas en virtud de las cuales a Europa se le hunden aún más los motivos de su imaginario eurocentrista y se confirma la aprensiva mirada de un Occidente bajo la batuta de EE.UU. hacia un eje del Pacífico en el que su presencia cuenta poco. Y si del eje oriental volvemos a los litigios próximos, inexcusable es fijar la vista sobre el conflicto entre Ucrania y Rusia, con una Unión Europea incapaz ni siquiera de mediación diplomática y con un Occidente asomando la patita de la OTAN junto a no creíbles amenazas de sanciones por parte de EE.UU., todo ello entre las inclinaciones europeístas ucranianas y el expansionismo de la no democrática política de Putin. Rusia, por lo demás, junto a China, devuelve la pelota al desdibujado campo occidental descolgándose de la recientemente celebrada Cumbre del Clima, así como despreciando la Cumbre sobre la democracia –a la que por otra parte no fueron invitadas–, convocada por Biden en un esfuerzo tan inútil como socavado por las actuaciones antidemocráticas estadounidenses en el exterior como por sus debilidades democráticas en el interior. Y ya puestos a poner el foco sobre el creciente peso de China, y también de Rusia en lo que le toca, bien se puede reparar en cómo los países del norte de África, a excepción de Egipto –por motivos casi protocolarios–, dejaron de asistir a la Conferencia de la Unión por el Mediterráneo del pasado noviembre en Barcelona, y todo por acudir a reunión convocada simultáneamente por China, lo cual es indicativo de cómo se redibuja políticamente el mapa de la globalización.

Si junto a estas señales recientísimas se ponen otras, como las que emite la falta de voluntad del mundo occidental para afrontar los movimientos migratorios y los flujos de refugiados con políticas con valor democrático y de efectivo respeto a los derechos humanos, máxime cuando las políticas occidentales de ahora y de otrora suponen responsabilidades ineludibles en cuanto a las causas que los originan, quedando todo en represivas medidas de control de fronteras y devoluciones sin rigor jurídico alguno, tenemos razones de fondo de una pérdida de hegemonía imparable. Eso no quita que el nivel de vida de los países de inmigración siga actuando como polo de atracción de quienes emigran desde los suyos. 

Necesidad de toma de conciencia en la ‘provincia Europa’ para un Occidente no dominante 

La tozudez del principio de realidad, dicho al modo freudiano, no permite vivir en el autoengaño, a no ser que se imponga una suerte de inconsciente voluntad colectiva que no haría sino agravar ciertas “patologías de la razón”, como las señaladas por Axel Honneth, afectando gravemente a la razón política. Y la realidad emite señales de que la hegemonía cultural de Occidente llega a su fin, con lo cual la crisis de su modernidad, que hasta el día de hoy ha sido imperialista y colonialista, amén del reverso patriarcal del que no se desprendió,  viene a solaparse con una situación en la que la occidentalización del mundo ya se ve frenada y contrarrestada desde “mundos” diversos –no implica que sea siempre de la mejor manera–. 

Sin duda, la universalización del capitalismo forma parte de la mentada occidentalización del mundo y eso, que no hay que perder de vista, así lo subraya el sociólogo estadounidense de origen indio Vivek Chibber frente a los análisis de su paisano Ranajit Guha. Pero a éste no le falta razón al hacer hincapié en que la modernización capitalista no llegó a los países colonizados igual que se dio en las sociedades europeas, radicando ahí un déficit de modernidad en dichos países –de suyo, resistencia a ella– que impidió consolidar por parte del poder colonial una verdadera hegemonía cultural, con lo que implica de aceptación mayoritaria de patrones culturales, no limitada a una élite, acompañando al efectivo dominio imperialista. Ocurre que hoy ante nosotros precisamente una situación nueva de “dominio sin hegemonía”, arrancando del cuestionamiento de la hegemonía de Occidente desde países que sufrieron su colonialismo –evidentemente no sólo la India–, pero acentuando además ese cuestionamiento ante una flagrante pérdida de dominio –no puede mantenerse sin hegemonía–, como se pone de manifiesto por el auge de China y la política de Rusia. 

Exigir una descolonización efectiva no implica abominar de toda herencia de Europa que sea asumible en clave emancipadora bajo parámetros de un nuevo universalismo

Reenfocando nuestra lente hacia Europa como matriz de lo que se entiende por Occidente, Dipesh Chakrabarty, siguiendo al antes mencionado Guha, no sólo abunda sobre lo que se anuncia como final del predominio cultural europeo, sino que insiste en la tesis de la “provincialización de Europa”. Es decir, la crítica al imperialismo occidental, incluidas sus versiones “neo”, no deja de lado la crítica al eurocentrismo que aún sigue impregnando una determinada visión de la historia y del mundo, con mucho de mitificado respecto a las realidades históricas. La conclusión consecuente con esa crítica, coherente a su vez con tantas declaraciones políticas acerca de que estamos ante una globalización que exige enfoques multilateralistas, es que Europa ha de verse y reconocerse como “provincia” en este mundo nuestro donde se superponen muchas historias. 

Todo indica que con tal asunción de una posición no céntrica, Europa estaría en mejores condiciones para participar de los diálogos a múltiples bandas desde los que abordar los conflictos y graves problemas que a todos afectan en el mundo actual. Es por ahí por donde cabe apuntar a una globalización contrahegemónica, como plantea Boaventura de Sousa Santos, recogiendo los impulsos de tantos “sures” dispuestos a no transigir con mapas neocoloniales que siguen viendo el planeta dividido entre centro(s) y periferia(s). Desde América Latina son innumerables las voces que plantean de un modo u otro la necesidad de ese reenfoque hacia unas nuevas relaciones económicas, políticas y también culturales, dirigiendo su mensaje hacia dentro, sin eludir la “colonialidad del poder” que desde Perú denunció Aníbal Quijano como lastre enquistado en sociedades que no han logrado verse del todo sanadas de la “herida colonial” –respecto a Latinoamérica lo subraya Walter Mignolo–, y hacia fuera, habida cuenta de que podemos hablar con fundamento de “colonialidad global” del poder (Ramón Grosfoguel). 

Poner el dedo en la llaga de la herida colonial y exigir una descolonización total y efectiva no implica, hecha la crítica del eurocentrismo, abominar de toda herencia de Europa que sea asumible en clave emancipadora bajo parámetros de un nuevo universalismo. Ya lo vieron así Frantz Fanon y Aimé Césaire cuando desde los años cincuenta y sesenta del pasado siglo fueron pioneros en tal denuncia. En nuestros días, el filósofo africano Achille Mbembe, junto a su denuncia de un “devenir negro del mundo” por prácticas de dominio que generan nuevas formas de esclavitud, pone la necesidad de incluso un nuevo universalismo, al que podemos dar forma como humanismo otro elaborado desde nuevas claves. Éstas han de ser alternativa al falso universalismo, por monológico e impositivo, del que se ha servido Occidente para legitimar su imperialismo esgrimiendo una visión de la humanidad en la que se justificaba en términos racistas una supuesta desigualdad ontológica entre los de verdad humanos (civilizados) y los otros menos humanos (bárbaros considerados no civilizados). No le falta razón a Enrique Dussel cuando insiste, con su propuesta de “transmodernidad”, en que la cuestión no estriba en prorrogar la modernidad eurocéntrica a base de posmodernidades que no lo son menos, sino en aplicarle el filtro crítico para configurar un mundo distinto, mediando ineludible diálogo intercultural, lo que indudablemente conlleva pensar el mundo de otra forma. Por lo que nos toca, se trata de pensarlo en función de un Occidente no dominante, sabiendo que en la misma ‘provincia Europa’ algunos no hemos dejado de ser internamente periféricos. En España haríamos bien en tenerlo presente para actuar lúcidamente en consecuencia. 

Quien no está atento a los signos de los tiempos corre el riesgo de quedar como anacrónico en su propia época. Ese peligro no se cierne sólo sobre los individuos, con los problemas de desajuste que pueden producirse en sus propias vidas entre sus pretensiones y el mundo en el que están...

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Autor >

José Antonio Pérez Tapias

Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).

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