Ya que estoy de pie
El último liberal
Sobre Dickens, la libertad y la democracia
Ignacio Echevarría 5/01/2022
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En 1853 se declaró en Preston, Lancashire, una huelga de tejedores que se prolongó durante siete meses y paralizó la entonces poderosa industria algodonera de la ciudad. Atraído por el acontecimiento, que mantuvo en vilo a todo el país, Charles Dickens se desplazó allí de incógnito en enero de 1854 y, entre otras cosas, asistió a una gran reunión de obreros en la que se discutía si continuar la huelga o no. Con las notas tomadas durante aquella visita escribió Dickens un reportaje para Household Words (Palabras domésticas), el semanario que él mismo dirigía por ese entonces. En su reportaje transmite el respeto y la simpatía que le inspiraban los trabajadores en huelga, si bien su opinión sobre la misma es más bien negativa: se trataba, dice, de un “error honrado” (honest mistake). Lo presenciado en Preston, en cualquier caso, iba a nutrir la novela que publicaría por entregas ese mismo año: Tiempos difíciles, de la que suele decirse que es “la primera gran novela de la edad industrial”. En ella no se describe huelga alguna, o no al menos propiamente, pero sí una asamblea de obreros, a cuyo líder, por cierto, dibuja Dickens caricaturescamente, presentándolo como un demagogo manipulador y resentido. Tanto o más caricaturesca y feroz, sin embargo, es la semblanza que hace de los dueños de las fábricas y sus secuaces, en particular del todopoderoso Mr. Bounderby, una jactanciosa y repugnante mezcla de imbécil y villano.
Leída desde la actualidad, Tiempos difíciles se nos ofrece como un cuadro bastante ingenuo y tosco del mundo terrible que describe: una especie de xilografía expresionista de lo que era una urbe industrial del XIX, sempiternamente cubierta del humo y del hollín que despedían las chimeneas de sus fábricas. Una xilografía iluminada, eso sí, por ese resplandor caritativo característicamente dickensiano.
Tiempos difíciles, si bien gozó del favor popular que despertaban todas las novelas de su autor, produjo perplejidad y embarazo entre sus reseñistas
Hay que hacer un esfuerzo para cobrar conciencia de los equilibrios que Dickens tuvo que hacer para no indisponerse con su numeroso público, constituido en buena parte por lectores que se sentirían escamados por la tibieza con que su autor favorito trataba el descontento de la clase obrera y por la condena explícita que se desprendía de su visión de los patronos y de la clase política que velaba por sus intereses.
Lo cierto, en cualquier caso, es que Tiempos difíciles, si bien gozó del favor popular que despertaban todas las novelas de su autor, produjo perplejidad y embarazo entre sus reseñistas. El primero de ellos, John Forster, amigo personal de Dickens, la elogió con entusiasmo, hecha la siguiente salvedad: “En cuanto implica el planteamiento directo de cualquier cuestión de economía política, nos abstenemos de comentarla”. De forma más negativa y condescendiente iban a referirse a ella críticos de tendencia más conservadora como E.P. Whipple, quien especulaba que “durante la redacción de esta obra, el autor estaba evidentemente en un estado de irritación respecto a cuestiones sociales y políticas”. A lo que añadía poco más adelante: “Llegará el día en que será tan deshonroso intelectualmente para una persona educada lanzarse a una cruzada contra las leyes establecidas de la economía política como a una cruzada contra las leyes establecidas del universo físico. Entretanto, el hecho de que hombres como Carlyle, Ruskin y Dickens puedan escribir tonterías sobre economía política sin perder rango intelectual muestra que la ciencia de la economía política, antes de que lleguen a admitirse universalmente sus verdades beneficientes, tiene que superar una larga batalla contra sofismas benévolos y pasiones benévolas”.
Cabe imaginar que algo parecido pensarán, más de siglo y medio después, no pocos críticos y lectores del presente respecto a las últimas novelas de autoras como Belén Gopegui y Ali Smith, pongo por caso.
Pero sigamos con Tiempos difíciles. En un breve y extraordinario ensayo sobre las obras de Dickens, G.K. Chesterton recuerda el comentario que lord Macaulay, destacado representante de los whigs, el partido liberal de Gran Bretaña, dedicó en su momento a la novela que nos ocupa: “Uno o dos pasajes de exquisito pathos, y el resto de resentido socialismo”.
Nadie menos sospechoso de progresismo que Chesterton. Así que sus observaciones a este comentario, como las que hace a propósito de la actitud política de Dickens en general, no pueden ser tomadas en absoluto como indicio de parcialidad apriorística. Tanto más vale la pena glosarlas y confrontarlas con la retórica que emplea en la actualidad el neoliberalismo rampante, particularmente en España.
Comienza Chesterton remontándose a la Revolución francesa y sugiriendo que “el error clave” que se comete respecto a ella consiste en que se habla de la misma como la introducción en el horizonte de la humanidad de una nueva idea: la que formula el conocido lema de “Libertad, igualdad, fraternidad”. Ahora bien, según Chesterton “no hay ideas nuevas”. En eso precisamente consiste la consternación que produjeron los sucesos de 1789. “Lo que resulta irritante acerca de la Revolución francesa es que en realidad no se trataba de la introducción de un nuevo ideal, sino de la realización práctica de uno muy antiguo. Desde los tiempos de los cuentos de hadas, los hombres habían creído siempre en la igualdad, siempre pensaron que debía hacerse algo, dentro de lo posible, para restablecer el equilibrio entre Cenicienta y sus horribles hermanas. Lo irritante acerca de los franceses no es que dijeran que había que hacerse algo al respecto; todo el mundo lo decía. Lo irritante fue que lo hicieron”.
Por supuesto que Chesterton simplifica. Lo sigue haciendo cuando pretende que “la fórmula republicana establecía simplemente que el Estado debe consistir en el gobierno igualitario de todos los ciudadanos [aquí al menos emplea el término más preciso y selectivo de ‘ciudadanos’, y no ya el de ‘hombres’], por muy desigual que sea cualquier otra cosa que hagan. En su capacidad de miembros del Estado, todos están igualmente interesados en su preservación”.
Lo significativo es cómo Chesterton pretende que “el pueblo inglés, como un todo”, absorto como estaba en el proceso de radicalización de los principios liberales impulsado por la Escuela de Manchester, “se empecinó en interpretar la democracia únicamente en términos de libertad”. “Decían, en resumidas cuentas, que mientras tuvieran más y más libertad no importaba si disfrutaban de igualdad y fraternidad”. A lo que apostilla Chesterton: “Pero con ello se violaba la trinidad sagrada de la política: confundieron a la gente y dividieron la esencia de la democracia”.
El énfasis casi histérico en “la libertad” hizo perder la cabeza, según Chesterton, a casi todas las grandes inteligencias del momento
El énfasis casi histérico en “la libertad” hizo perder la cabeza, según Chesterton, a casi todas las grandes inteligencias del momento. A sus ojos, sólo un hombre la mantuvo en su sitio. Y ese hombre fue Dickens. “No sabía nada de la Revolución y, aun así, dio en el clavo. Volvió hacia el lugar común de origen de los sentimientos en los que siempre ha estado fundada, como la Iglesia está fundada en una roca”.
“Dickens estaba allí para recordarle a la gente que Inglaterra había robado dos de las palabras originales del lema revolucionario; había dejado únicamente Libertad y había destruido Igualdad y Fraternidad. En este libro, Tiempos difíciles, reivindica especialmente la causa de la igualdad. En todos sus libros reivindica la causa de la fraternidad”.
Cuando lord Macaulay escribió acerca de Tiempos difíciles eso de: “Uno o dos pasajes de exquisito pathos, y el resto de resentido socialismo” estaba confundiendo con una nueva fórmula llamada socialismo “lo que en realidad era tan solo una vieja fórmula llamada democracia”, dice Chesterton. Macaulay y sus whigs “habían modificado y maltratado hasta tal punto la idea original de Rousseau y de Jefferson que, cuando volvieron a encontrarse con ella, pensaron que era algo completamente nuevo o excéntrico. Pero la verdad es que Dickens no era un socialista sino un liberal sin corromper; no estaba lleno de resentimiento, es más, se podría decir todo lo contrario: que, extrañamente, estaba lleno de esperanza. Le llamaban socialista resentido con el único propósito de disfrazar su propio asombro de encontrar todavía suelto por las calles de Londres a un republicano feliz”.
Si Tiempos difíciles, concluye Chesterton, es, “como su nombre sugiere”, la más difícil de las obras de Dickens –acaso porque no se encuentra en ella, en las proporciones a que tenía acostumbrados a sus lectores, las dosis de bondad y de bufonería de las que están provistas otras muchas de sus novelas–, “ello tan sólo resalta el hecho de que su figura se yergue prácticamente en solitario postulando una visión más humana y divertida de la democracia”.
Estimo de lo más sugerente y oportuna esta perspectiva sobre Dickens, a quien Chesterton define como “un auténtico liberal que postulaba el retorno del auténtico liberalismo”. En unos tiempos en que los liberales, invocando la libertad como una especie de mantra, se autoproclaman estentóreamente como los garantes de la democracia, Chesterton, sirviéndose de Dickens, subraya la vaciedad de ésta cuando renuncia a la tridimensionalidad que reclaman las otras dos premisas –la de la igualdad y la de la fraternidad– que la constituyen.
En 1853 se declaró en Preston, Lancashire, una huelga de tejedores que se prolongó durante siete meses y paralizó la entonces poderosa industria algodonera de la ciudad. Atraído por el acontecimiento, que mantuvo en vilo a todo el país, Charles Dickens se desplazó allí de incógnito en enero de 1854 y, entre otras...
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Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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