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Cuando era una adolescente compartía con mi amigo Cantalejo, además del amor desmedido por las camisas de franela, el gusto por un humor que nuestros amigos encontraban morboso. No puedo hablar por Cantalejo pero, en mi caso, hacer chistes sobre la muerte es lo único que me consuela del irritante hecho de que el mundo siga como si nada después de que yo muera. Un buen amigo, hace unos años, tras vivir un accidente doméstico, contaba, medio en broma y por eso mismo completamente en serio, que en el momento en el que creyó que era su fin lo que se le pasó por la cabeza fue que era una putada que se quedara sin saber cómo acababa Juego de Tronos –no sé si visto lo visto, seguirá pensando lo mismo–. El humor es un elemento de socialización impecable. Nos permite relacionarnos entre nosotros y con la realidad sin solemnidades. No hay nada más humano que una carcajada y la risa es tan contagiosa como los bostezos. El humor puede ser revolucionario, al poder no le suele sentar bien, pero también puede ser profundamente reaccionario. Ya saben, hay que reírse de los poderosos y no de los que están más puteados que nosotros, que no solo está feo, es que eso nunca ha tenido gracia, salvo para los patanes y los abusones. La burla tiene una función política fundamental: señalar al que violenta las normas de la polis y la convivencia. La burla es el arma más poderosa que tenemos los ciudadanos para hacer que sienta vergüenza el que quiebra el contrato social. El rubor –reacción física incontrolable y delatora– cuando escuchas un chiste sobre aquel que diu que pide que se le cobre en negro para no pagar el IVA mientras se queja de la falta de inversión en Sanidad, tiene una función edificante y suele ser mucho más eficaz que un montón de discursos aleccionadores y moralistas. Pero, para que eso funcione, la parte aludida tiene que aceptar las reglas de la polis, aceptar el contrato social. De la misma manera que no nos imaginamos al emérito sentir vergüenza cuando contamos chistes sobre la forma en la que trata a las mujeres o sus obligaciones fiscales, las personas que ponen en duda la eficacia de las vacunas tampoco se van a dar por aludidas ante nuestras burlas, de hecho, contribuirán a que se atrincheren más en sus posiciones.
Resulta preocupante que después de tantos esfuerzos exista un número cada vez mayor de personas que pongan en duda los avances de la ciencia y la eficacia de las vacunas para salvar vidas. Marzo del 2020 nos permitió vislumbrar, a pequeña escala, lo que ha significado a lo largo de los siglos para la humanidad enfrentarse a la enfermedad y la peste, pero también pudimos comprobar de primera mano el cambio brutal que la aparición de las vacunas ha supuesto para la pandemia –en los países ricos–, pese al terrorismo informativo al que estamos siendo sometidos desde hace un mes. Que, a pesar de todo esto, millones de personas se pongan en riesgo y cuestionen las vacunas solo puede entenderse como consecuencia de la ruptura del contrato social y de la falta de confianza en las instituciones. La colonización que el neoliberalismo más brutal ha hecho en nuestras vidas, mentes, instituciones, derechos y formas de socializar, especialmente desde el golpe de gracia de la crisis del 2008, destrozó las costuras que sostenían precariamente lo poco que quedaba del contrato social. La mezcla entre individualismo suicida, malestar social, desconfianza hacia los actores políticos, aumento de la desigualdad y la incompetencia y complicidad de una clase política que no ha querido estar a la altura ha sido el germen de una tormenta perfecta que ha provocado el renacimiento del fascismo y que explica también que muchas personas se hayan refugiado en teorías conspirativas ante la incertidumbre. Si al shock, al desconcierto y al miedo les sumamos una gestión política cuanto menos desafortunada, que apela a la responsabilidad individual mientras desatiende a los más vulnerables y desmantela la atención primaria, imponiendo sin aval científico medidas ineficaces (mascarillas en exteriores, toques de queda, pasaporte covid), unos medios de comunicación abonados a la teoría del caos y unas redes sociales invadidas por la extrema derecha, que en lugares como España se lograra alcanzar un índice de vacunación tan alto es encomiable. Reincidir en actuaciones desproporcionadas mientras se derrumba ante nuestros ojos la sanidad pública o recurrir a la obligatoriedad de la vacunación en vez de hacer pedagogía y recuperar la confianza de la ciudadanía son la receta perfecta para la expansión del negacionismo y las posiciones conspirativas y anticiencia. Esto y una prensa que, en su afán por reventar sus índices de audiencia, está dispuesta a llevarse por delante lo poco que hemos podido salvaguardar del Estado de bienestar y la convivencia.
Cuando era una adolescente compartía con mi amigo Cantalejo, además del amor desmedido por las camisas de franela, el gusto por un humor que nuestros amigos encontraban morboso. No puedo hablar por Cantalejo pero, en mi caso, hacer chistes sobre la muerte es lo único que me consuela del irritante hecho...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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