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Estamos hechos de palabras. Gracias a las palabras damos forma al mundo. Nada existe realmente hasta que lo nombramos. Incluso nosotros necesitamos un nombre para ser, sin él no somos más que un cuerpo, un cuerpo vacío, sin relatos que nos construyan, que nos den vida, que nos distingan de otros cuerpos. Cuando la memoria de nuestra presencia en el mundo desaparezca con la muerte de la última persona que nos recuerde, aún tendremos nuestro nombre, inscrito en la portada de un libro, en el remitente de una carta, en el registro de un juzgado de paz... Y permaneceremos. Por eso en Roma borraban los nombres de algunos condenados, para eliminar para siempre su existencia, su singularidad, su relato, porque no podían concebir un castigo peor, la muerte en la muerte. Sin nombre no eres nada. Lo que no se nombra no existe. Con las palabras moldeamos la realidad y construimos relatos, incluso el tiempo cronológico no es más que una suma de relatos. El pasado, la memoria ya no son sino historias, narraciones. E importan. Mi infancia son relatos de veranos en un pueblo de Segovia en donde vivían mis abuelos después de la deslocalización de la fábrica en la que mi abuelo trabajaba. Son historias sobre tardes en la sierra, cuando mi abuelo era joven y fuerte y alto y yo no sabía lo que era un ictus. Pero mis relatos se acaban con el fin del verano, cuando volvemos a casa. No narran los inviernos largos, la soledad, el desarraigo, el aislamiento. La nostalgia es un relato que se ha echado a perder, la tortícolis de la memoria, siempre mirando en la dirección equivocada, perdidos en recuerdos y relatos en los que todos éramos mejores cuando solo éramos más jóvenes. Todas las familias escogen qué relatos acaban transmitiendo y son estos relatos los que acaban forjando la imagen que sus miembros tienen de sí mismos y como comunidad. Las constelaciones se van ampliando y expandiendo, de la familia a la ciudad y el salto a cómo nos vemos como país gracias a las historias que queremos contar o que nos han querido contar. Sin embargo, quien tiene la capacidad para elaborar el discurso tiene el poder. La gran mayoría de las voces, nuestras voces, se han silenciado, miles de historias y puntos de vista que podían habernos transformado, convertido en algo diferente, incluso en algo mejor, han pasado desapercibidos. Romper este silencio puede llegar a ser incómodo, como cuando te das cuenta de que tu madre odiaba los domingos en la playa o que la abuela Felisa no soportaba al abuelo. El ruido y la furia con la que algunos acogen la pérdida del monopolio de la palabra y los relatos, y la obsesión por refugiarse en ficciones sobre aldeas perdidas y vidas sacrificadas, no son más que el pataleo del que siente que su voz no es la única que se escucha ni la única que cuenta. Es difícil aceptar que nuestras realidades se han construido a costa de otras, de otras voces, de otras visiones, de otras vidas. Nadie renuncia gustosamente a sus privilegios. La guerra para conservar los privilegios y el monopolio de la palabra se pelea primero en el campo de los relatos, de las palabras. Aquellos que se han aprovechado, consciente o inconscientemente, de las imposiciones, del pensamiento único y del autoritarismo hablan de imposiciones y derivas autoritarias con la misma desvergüenza con la que el evasor de impuestos se autoproclama patriota. De esta forma se construye una nueva narrativa, una ficción de victimización que da la vuelta al lenguaje emancipador y se apodera de él. Se inventan conceptos: cultura de la cancelación, borrado de las mujeres... para mantener sus privilegios mientras se disfrazan de activistas o paladines de la libertad. Asumir este lenguaje es asumir la derrota. Es un lenguaje construido para crear una realidad inexistente que les permita volver a forjar el mundo a su imagen y semejanza. Entrar a debatir en sus mismos términos es darles carta de naturaleza y reconocer que existen estas realidades. Las guerras culturales están diseñadas para que venza la reacción, para que se imponga su relato. Una y otra vez caemos en la trampa viralizando conceptos que construyen realidades imaginarias. Ayudamos a que se extienda este relato, contribuímos a que las palabras se acaben convirtiendo en actos. Y un día nos llevamos las manos a la cabeza cuando estas palabras acaban materializándose en una agresión homófoba, en acoso a las compañeras trans en las manifestaciones feministas o en un montón de diputados y diputadas mancillando con sus zafiedades el Congreso de los Diputados.
Estamos hechos de palabras. Gracias a las palabras damos forma al mundo. Nada existe realmente hasta que lo nombramos. Incluso nosotros necesitamos un nombre para ser, sin él no somos más que un cuerpo, un cuerpo vacío, sin relatos que nos construyan, que nos den vida, que nos distingan de otros...
Autora >
Silvia Cosio
Fundadora de Suburbia Ediciones. Creadora del podcast Punto Ciego. Todas las verdades de esta vida se encuentran en Parque Jurásico.
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