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Lo que la cucaracha me enseñó
Trabajaba de dependienta los fines de semana. No podías mirar el móvil en toda la jornada, tenías que pedir permiso para ir al baño y el almacén escondía un oscuro secreto
Marina Lobo 11/01/2022
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Esto es algo que no he contado nunca públicamente, no por vergüenza, que tengo más bien poca, sino porque, simple y llanamente, fue una experiencia de mierda. Al terminar la carrera de Periodismo y mientras hacía mis últimas prácticas (no remuneradas, por supuesto) trabajé durante lo que fue un corto periodo de tiempo según mi madre y una eternidad según yo misma en una tienda de ropa. La tienda pertenecía a una gran multinacional en la que, por si os lo estáis preguntando, si doblas muchas camisetas y muy rápido no pasa absolutamente nada.
Las vivencias en ese establecimiento han vuelto a mi cabeza últimamente como un flashback molesto ahora que después de cuidarnos mucho, de pasar otras navidades en grupos pequeños, de volver a no abrazar a algunos de los nuestros o de pasear por el parque con mascarilla a cero grados para charlar un rato con la abuela, las segundas navidades pandémicas han terminado y veo con horror cómo hemos salido a la caza de las mejores rebajas, sin importarnos cuántas personas hayan manoseado una camiseta si el descuento lo merece. Pantalón vaquero con ómicron, ocho euros. Nos los quitan de las manos.
Justo ahora que se ha puesto encima de la mesa el tema de las macrogranjas, del cambio climático, la explotación de los recursos y los empresarios intocables, creo conveniente rescatar esta historia que contiene todos los ingredientes menos los cerdos (al menos, literalmente).
Veo con horror cómo hemos salido a la caza de las mejores rebajas, sin importarnos cuántas personas hayan manoseado una camiseta si el descuento lo merece
Lo que rodea a las tiendas de ropa A GRAN ESCALA (no vayan a pedirle ahora explicaciones a la señora de la tienda del barrio) más o menos nos lo sabemos, aunque sea de oídas: la producción textil y sus residuos afectan gravementea al medio ambiente (la industria de la moda genera el 10 % de las emisiones mundiales de carbono, según los datos del Parlamento Europeo), las fábricas de “moda rápida” están contaminando gravemente los ríos y, en lo que a empleo se refiere, las grandes cadenas recurren en muchas ocasiones a la explotación de los trabajadores en otros países mientras ellos se llenan los bolsillos.
Desde 1996, la cantidad de ropa comprada en la UE por persona ha aumentado un 40 % tras una fuerte caída de los precios y su calidad, que ha reducido la vida útil de las prendas. Los europeos consumen casi 26 kg y se desprenden de unos 11 kg de textiles cada año. En España, ahora mismo, la gente se agolpa para hacerse con una prenda de mala calidad hecha con la misma tela y patrón que utilizan en las otras trece firmas de la misma cadena y rebuscan bajo los montículos de ropa como si hubieran perdido a su hijo pequeño ahí abajo, para luego pedirle a la dependienta de turno que por favor le dé una prenda recién salida del almacén.
Yo trabajaba los fines de semana. Desde que abría la tienda hasta que cerraba (y más) con un pantalón vaquero de los que te deja una bonita y dolorosa marca del botón en la tripa, una camisa a rayas y unas zapatillas que te tenías que comprar tú y que tenían que ser o blancas o negras, pero de ninguna marca reconocible, no vaya a ser que a alguien le diera por ir a comprárselas. No se podía mirar el móvil ni llamar por teléfono, tenías que pedir permiso para ir al baño (compartido y sin papel, claro) y aguantar la mirada desafiante del jefe de tienda, que te miraba intentando valorar si realmente te estabas meando lo suficiente. Además, tampoco había un espacio para comer, a pesar de que nuestro horario exigía que comiéramos allí.
La tienda, situada en pleno epicentro de Madrid, tenía cuatro plantas. Había un ascensor, pero solo lo podían utilizar los clientes, así que el día que te tocaba atender en la cuarta era una pesadilla porque el almacén estaba abajo del todo. La ropa ajustada, las rebajas, las carreras escaleras arriba y abajo cada vez que alguien te pedía una talla (algo que ocurría, literalmente, cada dos minutos), el botón hundiéndose cada vez más en la tripa como si quisiera ser tu segundo ombligo. A todo esto había que sumarle a una encargada de tienda muy enfadada porque habíamos facturado “solo” 20.000 euros. Supongo que será la siguiente heredera. Llevábamos un pinganillo que, lejos de facilitarnos el trabajo, servía para reñirnos “solo llevas vendidos 700 euros hoy, espabila”, nos decía la encargada al oído. Por el fin de semana, nuestro sueldo no llegaba a 500 euros mensuales.
Desde 1996, la cantidad de ropa comprada en la UE por persona ha aumentado un 40 % tras una fuerte caída de los precios, que ha reducido la vida útil de las prendas
Un mes después de empezar a trabajar allí, al terminar la jornada (que no acaba cuando cierra la tienda, sino cuando dejas otra vez todo lo que la gente ha ido desordenando perfectamente colocado y sacas las cajas de cartón llenas de plásticos y papeles de embalaje a la basura) cogí una de las cajas para sacarla y una compañera me dijo: “pero no la cojas así, que van a salir todas las cucarachas”. Instintivamente solté la caja como si llevara una bomba de relojería y, efectivamente, salieron tres o cuatro insectos corriendo a toda velocidad hacia el almacén. Mi compañera, riéndose a más no poder tras ver mi cara de pánico, me dijo: “¿pero te has dado cuenta ahora? ¡Si el almacén está lleno!”
El almacén, como he dicho antes, estaba abajo del todo. Era un sitio vasto y gris con un montón de ropa clasificada por color y modelo en baldas de acero infinitas a las que llegabas subiendo por unas escaleras altísimas. Desde mi terrible descubrimiento, una tarea que era para mí de lo más cotidiana se convirtió en la parte más difícil del trabajo. Las cucarachas corrían por el suelo sin parar y se posaban sobre toda la ropa que cogías. Sí, también las había voladoras.
Un domingo, justo al abrir la tienda, vi una cucaracha enorme agonizando con las patitas hacia arriba debajo de un burro de ropa. “Ya me jodería morirme aquí”, pensaba yo. Usando el walkie, le dije a la jefa de tienda que había una cucaracha en el burro del centro de la entrada. “Pues arranca un trozo de papel, cógela y la tiras”, me dijo. Ese fue mi último día como dependienta, me fui sin saber cuál había sido el destino de la pobre cucaracha y, desde entonces, decidí dos cosas: jamás volvería a ir a unas rebajas y siempre lavaría la ropa antes de estrenarla.
Esto es algo que no he contado nunca públicamente, no por vergüenza, que tengo más bien poca, sino porque, simple y llanamente, fue una experiencia de mierda. Al terminar la carrera de Periodismo y mientras hacía mis últimas prácticas (no remuneradas, por supuesto) trabajé durante lo que fue un corto periodo de...
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Marina Lobo
Periodista, aunque en mi casa siempre me han dicho que soy un poco payasina. Soy de León, escucho trap y dicen que soy guapa para no ser votante de Ciudadanos.
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