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Me ha salido un grano en la cara. Por suerte, o más bien por desgracia, nadie lo verá nunca. A estas alturas del confinamiento, quiero confesar y confieso que aún no he salido ni un día a aplaudir a las ocho de la tarde. Puede que sea porque soy una persona demasiado cínica, arrogante y dramática o puede deberse a que vivo en un piso interior con rejas en las ventanas que da a una corrala y que, por muy fuerte que aplaudiera, me temo que nadie ahí afuera notaría la diferencia. Cuál de estas dos personas soy –o si soy ambas–, lo dejo a su imaginación.
Lo de los periodistas entrando en directo desde su terraza o su salón diáfano desbordante de luz con una estantería blanco perla –que no modelo KALLAX del Ikea– repleta de libros de tapa dura –mínimo 20 eurazos P.V.P– es un constructo mental consecuencia de la televisión, me temo. Una fila entera de buenas novelas de tapa dura suman casi un salario mínimo.
No recuerdo cuál fue el momento exacto en el que nos creímos el cuento de la clase media. Pienso si, durante la infancia en los 90 nos intentaban ya inculcar tal trampantojo
Este confinamiento me ha pillado en una situación un tanto delicada: jamás pensé que inauguraría mi soltería con una pandemia mundial. Creo que con este luto sumado al encierro obligado me habría ganado un hueco en la casa de Bernarda Alba. Desde esta cuevita moderna, la humanidad me parece inagotable. La vecina de al lado sale todos los días a hablar –o, para ser más exactas, a berrear– con el vecino que está un piso más arriba. A decir verdad, no recuerdo que fueran amigos antes de esto, pero él acaba de gritar “Yo solo hago que dormir mucho y cagar”, y la carcajada de ella ha retumbado en el ladrillo tan fuerte que ha provocado un largo eco –para que luego os quejéis del Resistiré–, así que supongo que deben de ser íntimos.
Tampoco recuerdo cuál fue el momento exacto en el que nos creímos el cuento de la clase media. Pienso si, durante mi infancia y la del resto de compañer@s de los 90 –y de los 80, que no están mucho mejor–, nos intentaban ya inculcar tal trampantojo a través de los medios de comunicación. Repaso series que me traen recuerdos y olor a plastilina y a pan con chocolate: La banda del patio, Las Supernenas, Sabrina … A decir verdad, Johnny Bravo era un capullo, pero no sé si sus tramas alcanzaban a esconder mensajes subliminales.
Somos la generación que estudió gracias a sus padres, que pagó sus gastos mientras buscaba trabajo gracias a sus padres y que, a los 5, 7 o 10 años de independizarse, sigue pagando las facturas gracias a sus padres. Hemos asumido como normal no tener ahorros; asentimos y acatamos, damos por válida la opción de volver a casa al no poder sobrevivir por nuestra cuenta un mes sin sueldo –¡UN mes!– . Y eso que éramos clase media: periodistas, consultores, abogadas…orgullos@s de haber estudiado o empezado a trabajar pronto para labrarnos un futuro en el que, por desgracia, la tierra estaba seca y agrietada.
Los 90. Una época en la que hubo perdedores y ganadores, pero en la que los nacidos mientras Jesús Gil se bañaba en un jacuzzi y acariciaba a su caballo Imperioso únicamente heredamos las pérdidas. Decía Marx que la clase media estaba formada por quienes poseían algo de propiedad, pero no la suficiente como para poder dedicarse a la explotación de la clase trabajadora. Quizá su división de clases sociales ha quedado algo obsoleta debido al paso del tiempo, pero, atendiendo a esa definición, a la única que podría meter en esa categoría sería a mi casera.
Somos la generación que estudió gracias a sus padres, que pagó sus gastos mientras buscaba trabajo gracias a sus padres y que hoy sigue pagando las facturas gracias a sus padres
En el fondo, hay mucha clase media ficticia que se queja de la “paguita” de los 400 euros al mes porque están tan ensimismados en su mundo de traje y corbata de lunes a viernes, y de no salir a tomar algo los fines de semana para pagar el alquiler del piso compartido, que no quieren reconocer que a ellos, aunque no lo necesiten para comer, también les vendría bien.
Voy a frenar, que me vengo arriba y no he acabado. Como decía, tras mi ruptura amorosa estoy además buscando piso –o habitación, todo depende de cómo se dé la búsqueda–. En medio de esta ardua tarea también me arrolló el confinamiento. ¡Aleluya! Bajaron los pisos. Un montón de superficies antes pertenecientes a esa calamidad de eufemismo denominado “viviendas para alquiler vacacional” quedaron disponibles. Pero, ¿realmente han bajado los pisos? Me temo que, una vez más, hemos subestimado a la bestia.
Hace algún tiempo, Idealista me bloqueó en Twitter tras preguntarles si Harry Potter venía con la alacena que anunciaban en su web (un piso de 15 metros cuadrados a 750 euros al mes. Un chollo). De verdad me interesaba saberlo. Siempre fui una gran fan de la saga de J.K. Rowling, aunque dudo mucho que Hedwig hubiera sobrevivido en ese piso.
Entre los anuncios que ojeo estos días en este mismo portal preparándome para el abordaje tras el confinamiento, he picado varias veces en apartamentos de precio razonable (dentro de lo normal por zona y tamaño) pero en muy buen estado, amueblados, incluso exteriores. Pero, cuando entras a verlo, ¡sorpresa! Ese precio sólo es para los tres primeros meses, después de ese período el precio sube unos 200 euros mensuales. ¿Por qué? Porque esos inmuebles antes eran pisos turísticos. Y ahora no hay turismo. La codicia y la ambición no entienden de estados de alarma, ni de crisis sociales, ni de pandemias. Eso sí, no les quepa duda de que los monopolizadores salen a aplaudir todos los días a las 8. Que para eso tienen balcón.
Me ha salido un grano en la cara. Por suerte, o más bien por desgracia, nadie lo verá nunca. A estas alturas del confinamiento, quiero confesar y confieso que aún no he salido ni un día a aplaudir a las ocho de la tarde. Puede que sea porque soy una persona demasiado cínica, arrogante y dramática o puede deberse...
Autor >
Marina Lobo
Periodista, aunque en mi casa siempre me han dicho que soy un poco payasina. Soy de León, escucho trap y dicen que soy guapa para no ser votante de Ciudadanos.
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