DELIRIO NACIONAL
El orgullo herido del nacionalismo español (y las dificultades del Gobierno de coalición)
La coalición ha resistido, pero hay razones para pensar que las condiciones no le son favorables porque hay corrientes profundas que remueven el fondo de las sociedades y que son muy difíciles de detener o de revertir en el corto plazo
Ignacio Sánchez-Cuenca 13/01/2022
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1. Un gobierno fuera de su tiempo
En ocasiones, cuando se desatan tormentas mediáticas, el Gobierno de coalición parece que va a salir volando por los aires, como si fuera una estructura demasiado ligera que no resiste el zarandeo del viento. Su fragilidad parlamentaria –es el Gobierno con menos diputados de la democracia–, unida a la crítica destructiva e intransigente de la inmensa mayoría de medios y analistas, le hacen parecer una presa fácil. Sus hostigadores piensan que si la presión continúa, las últimas defensas caerán y el camino quedará expedito para que las derechas regresen al Gobierno.
Hasta el momento, la coalición ha resistido, lo que no es poco. Pero hay razones para pensar que las condiciones no le son favorables, y no me refiero a las económicas, siempre inciertas, sino a esas corrientes profundas que remueven el fondo de las sociedades y que son muy difíciles de detener o de revertir en el corto plazo.
Según la tesis central que me gustaría defender, el Gobierno de coalición se formó fuera de plazo, en tiempo de descuento, si se quiere. Creo que este es, en última instancia, su pecado original, la causa principal de sus dificultades para ganarse la confianza de la gente. El momento propicio para que las izquierdas se hubieran unido fueron las elecciones de diciembre de 2015. Dominaba entonces una sensación muy extendida de que el país requería una sacudida y un cambio de rumbo. Se había llegado a una situación explosiva en la que coincidían los estragos de la Gran Recesión y los escándalos de corrupción sin fin. En Cataluña las aguas bajaban ya muy revueltas, con una aceleración del independentismo, que intentaba aprovechar la situación de gran debilidad en la que se encontraba el Estado.
El PSOE se sentía acosado por Podemos, pensaba que Podemos podía dar al traste con el sistema constitucional del 78
El Partido Popular perdió 3,6 millones de electores entre 2011 y 2015, pasando de 10,8 millones a tan sólo 7,2 (en abril de 2019 tocaría suelo con 4,3 millones, menos de la mitad de lo obtenido en 2011). Si en aquel momento las izquierdas (PSOE y Podemos) hubieran tenido visión histórica, se habrían unido para desalojar a una derecha terminal, iniciando así un ciclo nuevo que, entre muchas otras cosas, es bastante probable que hubiese evitado el desastre de la crisis catalana del otoño de 2017. Y sin la crisis catalana las cosas también habrían evolucionado de una manera muy distinta en la política española; sin ir más lejos, Vox hubiese tenido mayores dificultades para despegar electoralmente.
El caso es que PSOE y Podemos estaban a otra cosa. El PSOE se sentía acosado y cuestionado por Podemos, pensaba que Podemos podía dar al traste con el sistema constitucional del 78 y su mito original, la transición democrática. Poco antes, todavía con Alfredo Pérez Rubalcaba en la secretaría general del partido, el PSOE había demostrado su compromiso con el sistema acordando con el PP la abdicación de Juan Carlos I y la sucesión de Felipe VI. Aunque Rubalcaba dimitió y fue sustituido por Pedro Sánchez, la vieja guardia del partido, con Susana Díaz como opción favorita, se encargó de ponerle las famosas “líneas rojas”: Sánchez no podía aspirar a formar un bloque de investidura para llegar al poder si era parte del mismo el independentismo catalán.
A su vez, Podemos estaba ebrio de éxito. En menos de dos años desde su fundación, había conseguido un 20,7% del voto y estuvo a punto de adelantar al PSOE. No fue disparatado pensar que podía llegar a ser el primer partido de la izquierda. El partido todavía hablaba de una auditoría de la deuda, la renta básica universal y la apertura de un proceso constituyente. Para muchos de sus miembros, haber pactado con el PSOE en aquel momento habría sido “derrotismo” y “entreguismo”; en su lugar, por seguir con el viejo lenguaje comunista, primó el “aventurerismo” del sorpasso.
El caso es que la oportunidad se perdió y el entendimiento se retrasó hasta junio de 2018, con la moción de censura. Algo más de un año después y dos nuevas elecciones generales mediante, el PSOE por fin se convenció de que no tenía otra manera de llegar al gobierno que no fuera con Podemos dentro del Ejecutivo y el apoyo parlamentario de los partidos nacionalistas. Es curioso: en 2015, PSOE y Podemos sumaban 159 escaños y la coalición no se realizó; en noviembre de 2019, eran menos, 155, y la coalición fue adelante. Había, no obstante, una diferencia: en 2015 los dos partidos estaban igualados, mientras que en 2019 el PSOE era ya el socio dominante. Los socialistas, comprensiblemente, se sentían más tranquilos.
En 2019, Vox obtuvo 52 escaños (Unidas Podemos solo 35). La coalición, por tanto, se fraguó cuando el nacionalismo español excluyente y reaccionario ya había cuajado electoralmente. Esta es la razón, a mi juicio, por la que el Gobierno se enfrenta a tantas dificultades ahora y por la que, por ejemplo, paga un precio tan alto cada vez que intenta encauzar el conflicto catalán (recuérdese la hostilidad con que se recibieron los indultos a los líderes independentistas en junio de 2021). No es lo mismo gobernar cuando el sentido común de la época empuja a favor de la renovación del sistema que cuando dicho sentido común se desplaza hacia la cuestión nacional.
2. Los traumas del orgullo español
El orgullo español ha sufrido dos grandes traumas desde 2008, uno económico y otro nacional o identitario. Antes del inicio de la Gran Recesión, el éxito de la transición democrática y los ciclos de crecimiento económico hicieron pensar a muchos que España había dejado atrás para siempre sus fantasmas y convergía con el núcleo próspero de Europa a toda velocidad. El país era visto con admiración por sus vecinos, que incluso tenían un punto de envidia por el dinamismo de la economía y la sociedad españolas. Todo eso se vino abajo de la noche a la mañana. En muy poco tiempo, la Gran Recesión demostró la vulnerabilidad de nuestro sistema económico. España fue uno de los países que más sufrió durante la crisis, con una destrucción terrible de empleo y tejido empresarial. Por primera vez, la Unión Europea no era el faro que nos guiaba, sino un antipático acreedor (vestido de cobrador del frac) que no nos dejaba respirar. Nos habíamos endeudado demasiado (hogares y empresas), el Estado tenía que salvar el sistema financiero y se hizo real la temida devaluación salarial, especialmente entre los trabajadores de menos ingresos: fueron los años de los jóvenes yéndose a probar suerte en Europa, los inmigrantes regresando a sus países de origen, el rescate bancario, los desahucios masivos y el deterioro de los servicios públicos. Y todo ello en medio de interminables seriales sobre la corrupción del Partido Popular (y, en menor medida, del PSOE): los escándalos eran los pecios de la burbuja inmobiliaria, cuando todo estaba permitido mientras el país siguiera creciendo.
Con la crisis, el país entró en fase introspectiva y pesimista, reeditando el espíritu noventayochista del desastre. Estábamos llamados a ser prósperos europeos por derecho propio y de repente la Puerta del Sol se había convertido en un remedo de la plaza Tahrir de El Cairo, con miles de jóvenes coreando aquello de “¡Que no! ¡Que no! ¡Que no nos representan!” De aquel magma surgió Podemos y su revisión crítica de lo que bautizaron con gran éxito como “el régimen del 78”. Sobre todo para la generación que había vivido la transición, aquello fue como un puñetazo en la tripa; su experiencia política y vital estaba indeleblemente ligada al proyecto de construcción de una democracia liberal que pudiera formar parte de la UE. El “no nos representan” de los jóvenes era la constatación de que el proyecto no había acabado como se esperaba.
En poco tiempo, nos encontramos con que una de las CCAA más ricas y pobladas tenía entre un 40 y un 50% de ciudadanos que no querían seguir siendo españoles
Por si las condiciones económicas, la corrupción, el 15-M y el surgimiento de Podemos no fueran suficientes, en poco tiempo se sumó la crisis territorial. Tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que cerraba cualquier vía de reconocimiento a la condición nacional de Cataluña, el nacionalismo catalán fue virando hacia el soberanismo primero y hacia el independentismo después. En muy poco tiempo, nos encontramos ante una situación inédita: una de las Comunidades Autónomas más ricas y pobladas de España tenía entre un 40 y un 50% de ciudadanos que no querían seguir siendo españoles y pretendían formar un nuevo Estado, una república catalana. Además, unos dos tercios de los catalanes (lo que, evidentemente, incluía independentistas y no independentistas) pensaban que la mejor forma de resolver el conflicto era mediante un referéndum.
En España, muchos vivieron la crisis del otoño de 2017 como una humillación. Era inconcebible que unos españoles, por muy catalanes que fuesen, quisieran romper la integridad territorial de uno de los Estados más antiguos de Europa. A una pretensión así sólo se podía responder con la fuerza y con la ley, no con la política. Algunos se abochornaron con las imágenes del 1-O, que dieron la vuelta al mundo, pero aun así la inmensa mayoría de españoles pensó que era un problema de orden público y ruptura del orden legal. La tesis de que en Cataluña se había ensayado un golpe de Estado hizo fortuna y la repitieron políticos y periodistas hasta la náusea. Se estaban sentando las condiciones para el éxito de un partido de extrema derecha que desenterrara el nacionalismo español más excluyente, el que se llena la boca hablando de la anti-España.
En un primer momento no estaba claro qué humillación iba a tener más peso y mayores consecuencias. Las alternativas y las futuras líneas de ruptura ya estaban latentes en 2011, cuando la crisis catalana todavía no se adivinaba en su modalidad más radical ni había noticia de Podemos. En ese año, The New York Times publicó un reportaje sobre las crisis en España acompañado de unas fotos tremendas de personas rebuscando comida en los contenedores de basura. El País se hizo eco del reportaje. La noticia acumuló casi 900 comentarios, la mayoría de los cuales se dividían claramente en dos bloques: por un lado, quienes creían que la situación descrita era la culminación de décadas de errores por parte de la clase política y de una sociedad civil acomodaticia; por otro, quienes decían que aquello era una operación de desprestigio, que The New York Times nos miraba por encima del hombro, que para mendigos los que hay en Estados Unidos, etc., etc., etc. En aquellas dos comunidades ya estaban todos los elementos de lo que sucedería en los años siguientes. En un primer momento, quienes mostraban su hartazgo con el bipartidismo de la democracia española llevaron la voz cantante e introdujeron una fuerte presión sobre el sistema para que cambiaran las peores prácticas. No obstante, fueron los segundos, quienes se revolvían incómodos porque fuera no nos respetaban ni nos entendían, los que acabaron definiendo un nuevo sentido común.
De hecho, puede observarse que a lo largo de la década 2010-20 las actitudes ideológicas y nacionales fueron acoplándose, algo que nunca había sucedido antes. En un artículo anterior en CTXT mostré que en las elecciones de abril de 2019, cuanto más fuerte era el sentimiento españolista en una comunidad autónoma, menor el apoyo a la izquierda; y que si se analizaban elecciones más distantes en el tiempo, por ejemplo las de 1996, no había ninguna relación entre dicho sentimiento y el voto a los partidos de izquierda. Lo ilustraré con los resultados electorales de Andalucía en las autonómicas de 2018 y 1996. En 1996, cuando la cuestión nacional no estaba politizada, la izquierda obtuvo el 59,1% y la derecha el 34,2%, una diferencia de 25 puntos a favor de la izquierda (no cuento el Partido Andalucista, que obtuvo un 6,7% y gobernó en coalición con el PSOE en esa legislatura). En 2018, con la crisis catalana bien reciente, la izquierda se quedó en el 44,1% del voto y la derecha sumó el 51%. La tendencia general se puede resumir así: en aquellos lugares en los que el nacionalismo español renace con mayor vigor, la izquierda retrocede.
Hay un nuevo prestigio de la intransigencia, lo políticamente incorrecto y las actitudes desacomplejadas
Una parte destacada de la intelectualidad desempeñó un papel importante a la hora de decantar la política española hacia la obsesión nacional. Para no alargar más de la cuenta este texto, remito a otro artículo en CTXT en el que examinaba la matriz ideológica de la que renace el nacionalismo español. Paradójicamente, dicha matriz se articula a partir de un enfurruñado anti-nacionalismo del que siempre se queda fuera el nacionalismo español; la nación española es defendible porque es constitucional y democrática, atributos de los que carecen los otros proyectos nacionales, que son una amenaza para las libertades. Estos intelectuales han evolucionado como ha evolucionado una buena parte de la sociedad española: cada vez más descreída, más harta de las izquierdas y los independentistas, cada vez más conservadora y más orgullosa de reivindicar una España que es suya y que celebran patosamente, ya sea emocionándose con la letra que escribió Marta Sánchez para el himno nacional, riéndole las gracias a Isabel Díaz Ayuso o elogiando las memorias de Cayetana Álvarez de Toledo.
3. Conclusión
No quiero sugerir, en absoluto, que toda la sociedad haya caído en el delirio nacional, pero este no ha dejado de crecer en los últimos años y aún no sabemos hasta dónde puede llegar. El caso es que, volviendo a la cuestión inicial, una coalición de izquierdas en el gobierno lo tiene muy difícil en este clima cultural. Hay un nuevo prestigio de la intransigencia, lo políticamente incorrecto y las actitudes desacomplejadas. Insertar en ese ambiente la negociación con el Gobierno de Cataluña, la transición energética, la memoria democrática, la reforma de la ley mordaza o leyes de género e igualdad resulta extremadamente difícil. No se trata solo de la oposición que surge de los altos funcionarios del Estado en múltiples ámbitos (fiscales, jueces, abogados del Estado, técnicos comerciales, militares, diplomáticos), ni de los medios derechistas y amarillistas que promueven el nacionalismo excluyente español, sino de amplios grupos sociales que quieren sentirse orgullosos de su país, reivindicar su historia y sus tradiciones y hacer oídos sordos a lo que ya caricaturizan como las monsergas izquierdistas de unos tipos artificiales, pedantes y aburridos que utilizan lenguaje inclusivo y hablan de temas absurdos.
Con las bases sociales desanimadas y desmovilizadas (las del PSOE porque no les gusta Podemos ni los apoyos parlamentarios del Gobierno, las de Podemos porque no entienden que cada vez tengan menos votos), el Gobierno tiene pocos recursos para liderar proyectos ambiciosos de cambio y hacer frente a los Abascales y Díaz Ayusos. Nada está perdido aún y afortunadamente España sigue siendo un país muy plural y variado. Tal vez ese nacionalismo feroz acabe produciendo sus propios anticuerpos y quienes hoy se sienten desanimados o desengañados se reactiven. Ya veremos, pero es un empeño titánico.
1. Un gobierno fuera de su tiempo
En ocasiones, cuando se desatan tormentas mediáticas, el Gobierno de coalición parece que va a salir volando por los aires, como si fuera una estructura demasiado ligera que no resiste el zarandeo del viento. Su fragilidad...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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