En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Muy temprano en la historia tumultuosa de su adquisición del don envenenado de la conciencia comenzó el ser humano a interrogarse por los contornos del Mal; a tratar de cartografiarlos con los sextantes de la teología, primero, y la filosofía después. Qué cosa es el mal, cómo se reproduce, cómo derrotarlo o al menos enflaquecerlo, qué hendeduras de la psique humana son propicias al arraigo de su musgo funesto son preguntas que obsesionan a los intelectuales desde hace milenios, y resurgen siempre que corren tiempos recios para los hombres, de la posguerra del Peloponeso a la posguerra mundial obsesionada con los caminos que condujeron a Auschwitz. Siempre acaba volviendo el demonio del Mal, como el Sauron insuficientemente arrojado a las tinieblas exteriores de Arda: vive en nosotros, mengua a veces, llega a parecer desaparecido, pero aguarda, paciente, la ocasión de alzarse de nuevo, y volver a turbar a los filósofos.
Señales inquietantes se dibujan hoy de que esa ocasión puede haber llegado. 1945 empieza a quedar muy lejos; el Sol de la conciencia antifascista que entronizó, a extinguirse, y ese viejo diablo que se alimenta de frío (“si tu corazón no arde, muchos morirán de frío”, decía Mauriac) a revolverse. No es casual que entre las últimas novedades editoriales se cuenten dos libros que se ocupan del Mal: Decir el mal, de Ana Carrasco-Conde –que quien esto escribe aún no ha tenido el placer de leer, pero lo tendrá pronto–, y una reedición de El mal, o el drama de la libertad, del filósofo alemán Rüdiger Safranski.
Pensar el mal es pensar la libertad, la culpa, la responsabilidad, la fragilidad, la civilización. Y sobre todo ello versa el libro de Safranski. Parte el filósofo del Génesis judeocristiano y de la filosofía griega para un recorrido que alcanza Apocalypse Now!, el filme de culto en el que Coppola revisitara la visita de Conrad al corazón de las tinieblas y los dominios del coronel Kurtz, pasando por pasajes interesantísimos sobre el marqués de Sade o el malvado por excelencia de la edad contemporánea, y tal vez de la historia humana entera: el pintor frustrado de Braunau am Inn que deviniera Führer de un régimen exterminador en el que –nos dice Safranski– “no es sorprendente que […] descendiera el índice de criminalidad. Los delincuentes potenciales fueron sacados de la calle. Ahora estaban al servicio del Estado”.
Hitler y Sade, Sade y Hitler, sirven a Safranski para una interesante reflexión sobre el envés tenebroso de la era de la razón y el triunfo de la Máquina: la vesania de ambos era una maldad racional, hija de la mentalidad ingenieril de su tiempo. El marqués maldito busca el desenfreno total, un triunfo incontestado de las Sombras hermano de la apoteosis de las Luces que perseguían los ilustrados, pero un desenfreno racionalizado, que ponga ley en sus orgías, “pues hasta en la ebriedad –escribe en uno de sus libros– se necesita […] orden”, y solo con orden y con leyes puede conseguirse que, como decía Adorno del propio Sade, “no quede instante sin aprovechar, ni se desperdicie ninguna abertura del cuerpo, y ninguna función del cuerpo permanezca inactiva”.
En cuanto a Hitler, “es sabido” –escribe Safranski– “que la matanza masiva de judíos no se realizó como una serie de actos aislados de persecución, sino que se llevó a cabo en forma industrial. […] Se requería una administración moderna y eficiente, espíritu de invención científica, organización, técnica desarrollada, capacidad industrial y, sobre todo, un personal ejercitado en la eficiencia, la objetividad y el cumplimiento del deber, todo un conjunto de virtudes secundarias de la maquinaria de la sociedad industrial. Las instituciones y organizaciones del asesinato masivo no solo funcionaban como una industria, sino que eran una industria, entrelazada con el resto del complejo industrial. También en la organización del asesinato masivo es válido todo lo que Max Weber adujo como característica de la modernidad: burocratización, división de trabajo, diferenciación de esferas de valor, cosificación de la administración, desmoralización del trabajo y de la ciencia, reducción de la moral a la esfera privada”.
Reflexiones, estas, de rabiosa actualidad en un siglo que vuelve a depositar confianzas ciegas en máquinas redentoras y emancipaciones de silicio: el fascismo no fue un ludismo, sino una mecanolatría, y no hay mecanolatría que no sea compatible con la más anciana barbarie. “Puede suceder”, escribe Safranski, y sucedió con los nazis, “que los demonios salgan de las cuevas privadas y tomen en sus manos la dirección del mundo de los medios racionales. La modernidad desencantada amenaza con traer un nuevo encantamiento centrado ahora en los medios racionales. Las obsesiones se convierten en misiones, que echan mano de los medios con cálculo frío”.
Para Schelling, el Mal, el malvado, se definía ante todo por su cualidad de cerrado
Pero también hay actualidad en las reflexiones de un Schelling, filósofo romántico alemán del que Safranski –de quien Tusquets reeditara hace pocos años su delicioso Romanticismo: una odisea del espíritu alemán– también se ocupa en las páginas de El mal. Para este pensador, el Mal, el malvado, se definía ante todo por su cualidad de cerrado. Cada ser individual, razonaba, alberga un afán intrínseco por conservar su forma, sus límites, pero esto, cuando lo libramos a su propia inercia, aviva lo oscuro, lo tenebroso que hay en cada uno de nosotros, y nos aleja de Dios. El ideal de cierre es un ideal de muerte: solo los muertos están completa, verdaderamente cerrados. Vivir es abrirse, rebasarse, dar la bienvenida a lo diferente, a la inconmensurable diversidad de la Creación. Y requiere esfuerzo, trabajo, conciencia: todo lo que, en la Tierra Media que los humanos habitamos –por encima de los animales, por debajo de Dios–, nos aleja de lo bestial –del león que masacra a los cachorros del macho rival pero lo hace por instinto, por la inercia de su especie– y nos acerca a lo divino: al Creador que lo fue abriéndose, rebasándose, esforzándose, trabajando.
Si el mal es lo cerrado, es un mal, un mal teológico, el nacionalismo, insurgencia global de nuestros días; lo es el auge ultraderechista que recorre el mundo: pulsión sarcofágica; un anhelo de cierre, de hermetismo, de embalsamamiento, de quietud, alérgica a la diferencia, a la heterogeneidad. Todos los nacionalismos buscan algún grado de purificación de la Nación, sea aquella más agresiva (y, en el límite, exterminadora) o más amable. Son también una egolatría, por más que se trate de un movimiento colectivo y una demanda de abnegación: el nacionalista busca para sí –para su cultura, su lengua, sus costumbres, su forma de ser– la caja de resonancia de los iguales; devorar los cachorros del león adversario. Y son también un pecado capital total que amalgama la soberbia chovinista, la avaricia insolidaria, la lujuria imperialista, la gula devoradora de minorías y disidencias, la envidia averiada de fantasiosas eras doradas, la pereza intelectual.
Libros como el de Safranski nos ayudan a comprender mejor nuestra situación y nuestro deber ante ella; leerlos es ejercer el sapere aude kantiano. Será el gran desafío de esta centuria de catástrofes anunciadas, ya lo está siendo, volver a mirar de frente al rostro terrorífico del mal y a resistir la metástasis del alma maligna que hay dentro de nosotros. Habitamos el tiempo que descubrió que Ötzi, la momia humana más antigua de Europa, descubierta en la ladera deshelada de los Alpes que la había preservado durante cinco milenios, murió asesinado de un golpe en la cabeza, perpetrado a traición. Y fue el cambio climático quien nos lo hizo saber.
Muy temprano en la historia tumultuosa de su adquisición del don envenenado de la conciencia comenzó el ser humano a interrogarse por los contornos del Mal; a tratar de cartografiarlos con los sextantes de la teología, primero, y la filosofía después. Qué cosa es el mal, cómo se reproduce, cómo...
Autor >
Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí