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Un fantasma recorre el mundo, pero no acaba en -ismo. No es una ideología. Es una sensibilidad, una pulsión, un nebuloso anhelo que agarra y viste el primer uniforme que encuentra a la mano y, de tal modo, consigue parecer muchos idearios distintos, siendo, en realidad, uno solo. Literalmente un fantasma: una sustancia ectoplasmática invisible que se hiciera visible al arrojarle algo así como un bote de pintura; de cualquier pintura: roja, azul, amarilla, negra. No será su esencia el color circunstancial que adopte por esta vía, sino su forma. Lo que este anhelo anhela es una apoteosis brutalista, de acción expeditiva, de simplificación furiosa y, si menester, violenta, sanguinaria, de una realidad ante cuya diversidad y sus alambiques se siente hartazgo. Es también una determinada mirada: torva, socialdarwinista.
En esta pradería pacen especies aparentemente inmiscibles: el libertariano con icono de serpiente o de estatua de la Libertad flanqueando el nickname, el fascista, la chavalada ultrabolchevique que desfila con retratos de Stalin y Enver Hoxha por la Castellana –esto ha sucedido– y fantasea con salir de razia, a cazar revis y posmos. Las fronteras entre estas criaturas, incluso las hondas zanjas que parecen separarlas, son tajos superficiales en una corteza bajo la cual rebulle un mismo turbión freático; una misma fuerza magnética que imanta las conciencias. Alzar el estandarte de utopías irrealizables (la nación hermética, la revolución proletaria universal, el libremercado sin bridas) desvía la atención (la de los demás y la propia) de un mientras tanto idéntico; una cólera hermana contra las mismas porciones de lo realmente existente. Hay, de hecho, pasadizos entre estas torres. Y son los pasadizos de la mirada común; de un embeleso por las mismas virtudes cardinales. Elliot Gulliver-Needham nos ofrece un ejemplo en un artículo imprescindible sobre “Por qué los libertarios viran hacia la extrema derecha”:
“Lo mismo en la derecha libertaria que en la autoritaria, se aprecian fuertemente las ideas de fortaleza. Las personas desempleadas se caracterizan por ser estúpidas, perezosas o débiles. Si alguien es explotado por su empleador, debe lidiar con ello y continuar trabajando sesenta horas a la semana. Si uno sufre el racismo institucional, debe simplemente ignorarlo. Uno puede ver cuán fácil resulta la transición de esto hacia la extrema derecha”.
“Todos sus pensamientos son de naturaleza voluptuosa, porque están colocados bajo la protección de la muerte”, dice Ludovico Settembrini de Leo Naphta en La montaña mágica. Recordará quizás el lector a estos dos célebres personajes de la gran novela de Thomas Mann; sendos maestros que pugnan por ejercer su ascendiente sobre el joven Hans Castorp en un balneario suizo, previamente al estallido de la primera guerra mundial. Settembrini es humanista, librepensador, racionalista, ateo. De Naphta traza Ricardo Forster esta semblanza en Huellas que regresan:
“[M]ezcla de místico, revolucionario, creyente y lector apasionado de Dostoyevski […] Naphta se alza contra el orden burgués y todo lo que éste significa: dominio del mercado, pragmatismo, igualitarismo, democracia, destrucción de los lazos tradicionales, egoísmo, desespiritualización, racionalización, cálculo. Su ideal es una confluencia oscura y explosiva de cristianismo primitivo, jerarquía feudal, suntuosidad católica, comunismo bolchevique, surrealismo y apocalipticismo violento, todo conjugado en un furibundo rechazo al capitalismo y a los valores de la democracia burguesa. Naphta habla de un nuevo tiempo que llegará anticipado por violencias inauditas que arrasarán la quietud decadente de una sociedad aprisionada en el más ruin de los mercantilismos”.
De naphtas caracterizables de este modo van llenándose, en estos días, nuestras sociedades, en las cuales va declinando el número de los settembrinis. Sí: también la grey de la sierpe y la estatua de la Libertad y el don’t tread on me y el símbolo del dólar son naphtas insurrectos de “un furibundo rechazo al capitalismo y a los valores de la democracia burguesa”, erguidos contra “el más ruin de los mercantilismos”. Les asquea el timorato capitalismo auténtico, su Estado, porque Estado necesita; sus leyes, sus regulaciones, sus repartos civilizados del botín (como nos enseñó Polanyi, el laissez faire debe ser planificado). Fantasean los libertarians con un capitalismo ideal, violentamente purificado, descarnado, bestial; uno que procure la excitación del salteador de caminos y recobre la épica saqueadora que envuelve los orígenes del libremercado, sobre cuya pista nos pusiera David Graeber (la cita es de En deuda):
“[Un] embarazoso hecho [...] planea sobre todos los intentos de representar los mercados como la mas elevada forma de libertad humana [... H]istóricamente, los mercados impersonales, comerciales, tienen su origen en el robo. [... U]na breve reflexión lo hace evidente. ¿Quién es más probable que fuera el primer hombre en mirar una casa llena de objetos y tasarlos inmediatamente en términos de por cuánto los podría vender en un mercado? Tan sólo pudo ser un ladrón. Los ladrones, los soldados errantes, y posiblemente después los cobradores de deudas, fueron los primeros en ver el mundo de esta manera. Tan sólo en las manos de los soldados, recién expoliados como botín de guerra de ciudades conquistadas, pudieron el oro y la plata (fundidos, en la mayoría de los casos, a partir de reliquias familiares que, como los dioses de Cachemira, las pecheras aztecas o los brazaletes femeninos de Babilonia, eran a la vez obra de arte y compendio de historia) convertirse en simples unidades uniformes de moneda, sin historia, valiosos justamente por carecer de ella, porque se podían aceptar en cualquier lugar sin preguntas”.
Pero la atracción por estas figuras también puede conducir, recorriendo otro paradójico pasadizo, al templo venerador del credo –se diría– diametralmente opuesto: la revolución proletaria. No es un túnel intransitado: lo abrió, hace más de una centuria, Georges Sorel, otro personaje, este no de ficción, sino de carne y hueso, cuyo espectro planea sobre el momento presente; peculiar intelectual que migrara del tradicionalismo al sindicalismo revolucionario y abanderara, en el penúltimo entresiglos, un marxismo sui generis,antirracionalista, antimaterialista. Sorel admiraba a aquella burguesía primigenia, raza de guerreros, de “osados capitanes”, “creadores de nuevas industrias” y “descubridores de tierras desconocidas” en los que había ardido un “espíritu de conquista insaciable y despiadado”; pero apreciaba que aquel arrojo, lejos de pervivir entre los burgueses del día –timoratos, cobardes, mezquinos, decadentes–, había transmigrado a un proletariado desdeñoso –resume Daniel Kersffeld– del “evolucionismo optimista del reformismo socialdemócrata” y que anunciaba el momento apocalíptico de “una nueva estirpe de hombres”, no volcada ya a obtener conquistas mezquinas de un “capitalismo compasivo” sino “únicamente deseosa de cumplir con la más sublime de todas las tareas: la definitiva e irreversible dominación de la Historia”. Sorel confiaba, de hecho, en que la huelga general revolucionaria que aquel héroe homérico colectivo había de acometer tarde o temprano revigorizara también a la burguesía y le restituyera “las cualidades guerreras que poseía antes”. Esa confianza se convertiría, corriendo el tiempo, muerto ya Sorel, en un movimiento nuevo, hijo evidente de estas ideas: el fascismo. Cocinero soreliano antes que fraile fascista fue Mussolini, de quien Sorel murió en 1922 diciendo que era “un hombre no menos extraordinario que Lenin”.
Son sorelianos, empiezan a serlo, los tiempos que corren, sembrados aquí y allá de un optimismo del pesimismo y el hechizo malsano de la ruina, el incendio, el gran terremoto, la vorágine, la catástrofe. Desear la vorágine, ambicionar la catástrofe persuadidos de que del ojo del huracán, de las grietas del destrozo, brotará la redención, el triunfo palingenésico de la Idea como un Juicio Final que entronice a los leales y chamusque a los impíos. Y despreciar y condenar concomitantemente la esperanza, la compasión, el pacto, cualquier relación amable con el mundo y los otros, como una intolerable debilidad. Existe, incluso, un radicalismo demoliberal –del que el 15-M fue acá expresión– cuyos reclamos de transparencia, nobles, bienintencionados, no dejan de adscribirse a esta adherencia a lo brutal, a lo expeditivo. Como comenta, en Twitter, Jon U. Salcedo:
“[Q]uizás, en los orígenes de la cultura y los mitos, pero también de ciencia y leyes, hay algo de desenfoque de una lente originariamente “demasiado nítida” […] Desenfoque como velado de lo terrible, como un limado de contornos demasiado afilados. […] Hay en cierto elogio de la nitidez, lo inmediato y el desvelamiento de la verdad algo de esta pulsión brutal [...] En escenarios terribles, en los que un mundo desenfocado es ya un mundo más amable, en los que el desenfoque es ya una forma de mediación con una realidad terrible, el ansia de nitidez, de rasgado de todos los velos, solo puede ser una barbarie”.
El ansia de transparencia es un ansia de ruina: de rasgar cortinas, derrumbar paredes, desnudar a la fuerza. Civilización es que haya ágoras, pero también reservados y espacios discretos, pudores, desenfoques; una tangente ática –decía Toni Domènech– entre lo público y lo privado, lo transparente y lo opaco; un negociado del erotismo, no de la pornografía. Pero nadie se salva hoy de la seducción del sorelianismo. Hasta cierto ecologismo vemos cojear de este pie siniestro, deseo de ganar la partida de ajedrez volteando el tablero, desparramando sus piezas: colapso, mátanos. Cuece en tus marmitas infernales a todos los pecadores de la huella de carbono. Y que sobrevivan los preppers.
Un fantasma recorre el mundo, pero no acaba en -ismo. No es una ideología. Es una sensibilidad, una pulsión, un nebuloso anhelo que agarra y viste el primer uniforme que encuentra a la mano y, de tal modo, consigue parecer muchos idearios distintos, siendo, en realidad, uno solo. Literalmente un...
Autor >
Pablo Batalla Cueto
Es historiador, corrector de estilo, periodista cultural y ensayista. Autor de 'La virtud en la montaña' (2019) y 'Los nuevos odres del nacionalismo español' (2021).
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